Blog de Oscar Díaz Arnau

Democracia: La posibilidad de mejorar

“Cualquier teoría democrática debe organizarse en torno al concepto de ‘sociedad civil’, y no necesariamente de ‘elecciones’ (…) Por eso la democracia no es nunca algo hecho. Es una tarea. Por eso la democracia no es ni la urna ni el partido en el poder. Es la capacidad política de la gente de ir a las urnas y pedir responsabilidades a los partidos políticos y a sus dirigentes. Solo si estamos convencidos de esta realidad podremos cambiar la democracia para que deje de ser una palabra hueca en nuestro discurso público y se convierta en el marco en el que sea posible consumar una vida política completa, capaz de sacar el máximo fruto de nuestro potencial y nuestra creatividad como seres humanos”.

Fundamental sentencia del filósofo iraní Ramin Jahanbegloo que podría llevar a la conclusión de que la democracia no es más que una posibilidad; la posibilidad de vivir mejor o de vivir peor según el grado de responsabilidad, compromiso y preparación de las autoridades y también, en modo especial, de la sociedad toda.

Hace casi 33 años que Bolivia recuperó la democracia y sin embargo cuesta aprehenderla en su totalidad, es reducida aún al “vulgar” acto de votar. Entrecomillo porque votar no es poco: simbólica y efectivamente representa la participación directa de la ciudadanía en la elección de representantes del pueblo hacia el ejercicio del poder. Y todos sabemos lo que significa otorgar un poder —sea cual fuere— a alguien.

Decía en mi anterior columna, titulada “Democracia: la ingenuidad de creer”, que el cenit de la democracia se alcanza cuando el que recibe la confianza del voto cumple con las aspiraciones del que vota, no antes. Por eso contentarse con votar resulta insuficiente, ya que la ciudadanía se ejerce aun después, cuando toca exigir el cumplimiento de las promesas de campaña y más. Esta, la participación post del actor social y político no candidato, significa la completitud de la actuación ciudadana en el acontecimiento electoral de la democracia.

La democracia, decía, no es (solamente) votar, porque votar no es el fin sino el medio. ¿Para qué? Para aspirar a algo mejor. De allí la permanente construcción, la “tarea” a la que refiere Jahanbegloo. Se trata, creo, de una labor infinita —lo cual de alguna manera debería reconfortar a quienes, como yo, hemos protestado mucho, aunque sea en silencio, frente a la radio, durante todos estos años de democracia insatisfecha.

Da un poco de rabia también, y pena, la sensación de plenitud de los que consienten a la democracia y sus hacedores políticos en cada elección, pobres ciudadanos truncados a los que les pierde la fiesta desbordante del voto. No saben, no se les ha explicado que lo que viene después no es (solamente) cosa de los gobernantes elegidos.

En democracia estamos entonces a medio camino, siempre. Y luego de décadas de experiencias varias, como adultos relativamente jóvenes para los tiempos contantes y sonantes de la democracia ininterrumpida, va siendo hora de que aprendamos.

Por ejemplo, no debería sorprender la ineficiencia de unos políticos que, en 33 años, han dado suficientes muestras de que no están a la altura de las circunstancias históricas. La ineptitud o la actitud propensa al aprovechamiento propio antes que al beneficio de los demás. La inagotable esperanza de una verdadera justicia social, no importa cómo sea esta interpretada en un país, ahora, desideologizado. Debería preocupar, eso sí, la falta de respuesta ciudadana a tanta incapacidad junta.

Nada mejor para políticos incompetentes que una ciudadanía sumisa, mejor aún ignorante.

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Democracia: la ingenuidad de creer

El hombre no ha inventado forma de gobierno mejor que la democracia. Pero el común de los hombres confunde el hecho de votar con la democracia en su integridad. El voto es el medio, no el fin.

Con votar, con elegir, no alcanza para lograr la democracia a plenitud; se da un buen paso, pero no es suficiente. Si se trata de celebrar el significativo hecho del voto tomando como pauta automática la contraposición del sistema democrático con el autoritarismo, celebremos, pero con mesura. El cenit de la democracia se alcanza cuando el que recibe la confianza del voto cumple con las aspiraciones del que vota, no antes.

Votar, a pesar de la “fiesta de la democracia”, no significa, per se, compleción democrática. Hay tristes ejemplos de votaciones que han ungido autoridades tremendamente perniciosas para Estados en democracia. Votar, por votar, poco deja si pasado ese acto efectivamente democrático no hay, por ejemplo, libertad de expresión.

Votar es, en primera y última instancia, un acto de fe. Cada vez que alguien vota renueva su esperanza en tal o cual candidato, del que espera una sola cosa: que cambie sus promesas por realidades. Una quimera porque el votante cree, confía y después no puede hacer más que cruzar los dedos para no ser defraudado. Quien vota blanco o nulo, ya perdió la fe, no tiene ninguna esperanza.

“Ningún hombre es lo bastante bueno para gobernar a otros sin su consentimiento”, decía Abraham Lincoln. Confiamos en una verdad: en la del político. Pero el nuestro es un animal político que aunque fuese nuevo y tuviera aspecto de bueno, nace con la marca histórica de la mentira en la frente; también de la corrupción. (Este no es un problema exclusivo del socialismo, ni del populismo, como algunos tratan de hacer creer solo por desprestigiar al de por sí desprestigiado torrente ideológico regional).

Se trata, entonces, de confiar o desconfiar, de creer o no creer. Y algunos legítimamente pensarán que el que cree, el que confía a esta altura de nuestras democracias, es un pobre ingenuo.

Aun así, creer es lo que nos hace despertar cada día y vestirnos y salir a la calle sin que la calle nos demuela con su abrumadora verdad. Votamos por eso. A algunos no nos importa si no hay fiesta, si hay payaso sin fiesta; igual votamos. Otros lo hacen por un pedazo de torta…

No, la democracia no es (solamente) el voto ni el voto (solamente) democracia. Parece pero no es: El voto da la capacidad de decidir, aunque sea un dictador ataviado de una cinta que le cruce el pecho y provisto de una sonrisa hecha en consultorio odontológico.

En vistas de que las promesas tardan en cumplirse o se duermen de por vida en el anaquel de la (des)memoria ciudadana, yo, que de ingenuo espero tener mucho, haría campaña para que la gente no deje de creer. Sé, a pesar de mi lado crédulo, que en nuestro medio se practica la política barata, la de la campaña ruinosa que denuesta a los electores para colocar en un pedestal a narcisos que encima tienen el tupé de amenazar a los osados que estuvieran pensando en votar por otros que no fueran ellos… ¡Aj!, groseros, lo sé, lo sé. Lo sé y, de todos modos, voto.

De nada serviría votar si no creyésemos. Para que el ciclo de la democracia se cumpla, es necesario confiar en que los políticos algún día no serán más ellos. Y exigirles, presionarlos a atender lo que nosotros queremos de la democracia. Al fin de cuentas la doctrina enseña que el poder (en democracia) reside en nosotros, el pueblo.

Y mientras no nos quedamos callados y confiamos al mismo tiempo que exigimos, bueno será soñar. Que soñar, un mundo mejor, no cuesta nada.

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La impunidad del poder

No importa tanto lo que diga o deje de decir el Presidente como la sensación de impunidad que conllevan sus afirmaciones. Ese convencimiento interior de que, diga lo que diga, nada ni nadie podrá contra su voluntad. Por último, la correspondiente inercia de la gente.

El liderazgo de Evo Morales es incuestionable. Mientras las antes sólidas figuras de Rousseff y Bachelet se desploman a la sazón de fulminantes denuncias contra la ética de sus administraciones, el Presidente de Bolivia se mantiene en su Olimpo y allí nadie, pero nadie, le hace sombra a pesar de ser cada vez más él y nunca otro, por ejemplo, cualquiera de sus colegas políticamente correctos.

Para esto hay una doble lectura. Por un lado, en tanto la oposición no logre articular una propuesta alternativa que sea acorde a los cambios del nuevo siglo, resulta difícil pensar en un escenario político fuera de la órbita Morales. Por el otro, para ningún proyecto político es una buena noticia comprobar todos los días que no cuenta con un sucesor a la vista, aunque esto importe menos en un régimen propenso al continuismo.

Se acerca el 29 y a Morales, como a cualquiera, le incomoda tener que sentarse a la mesa con sus enemigos; ¿debería sorprender su “sincericidio” de que no está dispuesto a pasar las noches —incluidas las Nochebuenas— con alcaldes y gobernadores que no sean sus mejores amantes del MAS? Coquetea él con la “muerte hablada” como su vicepresidente, que ha dicho en un acto público que este gobierno hará obras, atención, “solamente en los municipios donde el MAS gana. Y aquellos municipios donde perdamos, ni modo, será la decisión de las personas; la plata de ese municipio que era del Evo Cumple y otros proyectos, lo vamos (sic) a llevar a los municipios donde sí hemos ganado…”.

Volviendo a Morales, sería inaudito pensar en un presidente que no fuera él diciendo semejante cosa. Pero, él es él.

El MAS se ha ido forjando su condición de partido, pero lo que no ha logrado todavía es consolidar un liderazgo para reemplazar a Morales. Por eso prepara el terreno para ir otra vez contra la democracia forzando la Constitución y postulando al Presidente consuetudinario en 2019. Exitista y pragmático, nada le gusta más que ganar elecciones. Y, ahora que se ve urgido de hacerlo en las capitales o perderá su poder real, sabe bien que la nueva burguesía chola, formadora de una reconstituyente clase media urbana, le ha salido un Frankenstein y no sin razón anda temeroso del efecto bumerán.

La dependencia de Morales para ganar elecciones, tarde o temprano, debería pasar factura. Por ahora, Evo es todo y lo único a la vez. El que aglutina y por tanto no dispersa. El que sale fuera y es respetado. El que si habla, hay que escucharlo. El que diga lo que diga, deja una estela de impunidad pero, también, el que de haber presidenciales mañana, ganaría.

La advertencia chantajista y evidentemente discriminatoria de que gobernará nada más que para el MAS, en todo el mundo, menos en Bolivia, merecería un correctivo, lo que vulgarmente llamamos “voto castigo”. Pero, Evo es Evo y no otro y a él se le perdona todo, incluso millonarios actos de corrupción que rozan sus narices.

Donde la supresión del disenso se ha institucionalizado sin decreto, no conviene tomarse en serio el delito electoral, por lo menos la ofensa para la democracia que representa el hecho de que un presidente y un vicepresidente presionen abiertamente a una ciudadanía para que vote por sus candidatos, so pena de privarle de obras públicas. Más sano es ahorrarse unas úlceras y verlo como un mal chiste, propio de una tragicomedia vulgar.

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Educación en el país de las curvas

Nacimos entre curvas, unos más acá, otros más allá pero siempre entre las curvas que bordean peligrosas montañas y que en los mapas viales son apenas líneas quebradizas de colores. Por ahí nacimos y por ahí, quizá, viene nuestra necesidad de trazar curvas con el mismo criterio de un niño de nivel inicial. Me refiero a las curvas que retuercen el sistema educativo nacional para aprobar desaprobados.

Sí, alegremente se contraviene la lógica con el absurdo de las curvas en las calificaciones para admitir una mayor cantidad de postulantes, llenar las plazas como sea, evitar el cierre de cursos o, por último, para que las escuelas no se queden sin directores. Porque las curvas valen también para maestros —o sea, para los encargados de educar a nuestros hijos— que no aprueban exámenes de competencia cuando optan a cargos directivos.

¿En qué consiste la curva en nuestra educación criolla? A veces, en bajar el puntaje mínimo necesario para aprobar un examen y copar —forzadamente— el número de plazas disponibles. Esta decisión la asumen las autoridades luego de constatar que un gran número de estudiantes —o maestros— se aplazaron en las pruebas ordinarias. Por ejemplo, hace poco en San Francisco Xavier de Chuquisaca se hizo una curva de 40 puntos (es decir, se bajó la nota mínima en 10), producto de la cual ingresaron casi 2.700 bachilleres. Estos nuevos universitarios fueron admitidos pese a no haber respondido correctamente el 50 % más 1 de las preguntas; en otro país hubieran reprobado pero aquí, gracias a la curva, pasaron la prueba. Aquí aprueban aun los desaprobados.

Para el caso de los profesores, también en Chuquisaca, la nota mínima era de 60 y se “aplazaron” el ¡82 %! de los postulantes; entones, utilizando el mismo criterio montañés, una curva de 50 rescató a muchos de ellos como una cuerda lo hace providencialmente en medio del río revuelto. Nacimos entre curvas y entre curvas queremos morir.

¿Qué sentirá un reprobado cuando entra a la universidad o a una dirección de colegio por la ventana? ¿Dónde están la autoestima y la superación personal? ¿Por qué forzar las calificaciones para abajo en lugar de colocar la vara alta para que los mejores y no los peores maestros sean directores, para que los mejores y no los peores bachilleres ingresen a la universidad? ¿Por qué insistimos en aplomar la educación para que se hunda incluso antes de que comiencen las clases? ¿Qué nos pasa, país?

La vara con que medimos nuestro rendimiento no debería bajar nunca, ¡más bien tendría que elevarse en pos de la competitividad con uno mismo y con los demás! Está claro que el problema de fondo radica en la enseñanza básica y secundaria, porque cuando los bachilleres quieren entrar a la universidad y cuando los maestros —que recibieron similar educación que sus alumnos— quieren ser directores, el nivel de la mayoría es decepcionante. En la búsqueda de soluciones a esta realidad la fórmula de la curva, definitivamente, no sirve; al menos tal cual se la aplica en Bolivia. Es consentidora. Alienta la mediocridad. Desanima la competencia. Beneficia al que se esfuerza menos. Incentiva a no estudiar o a estudiar lo mínimo indispensable porque, total, “habrá curva”.

En países que no son el nuestro, el método de la curva para ponderar notas está permitido para favorecer el desempeño de una mayoría de los alumnos, siempre y cuando no se apruebe a los que desaprobaron. Algo completamente lógico. Pero donde la demagogia se antepone a lo pedagógico, solo se advierte un empeño en trastrocar el sentido de la educación y en hipotecar el futuro de nuestros hijos y nuestros nietos.

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El MAS en el centro político

Raro destino el de los pueblos empecinados en apoyar a gobiernos que tan pronto se venden como de corte populista, muestran que no son todo lo izquierdistas que decían ser sino correctos señoritos burócratas que solamente se diferencian de sus antecesores por usar chompa de lana de alpaca en vez de camisa de lino y corbata de seda. La comparsa no tiene cara ya para brincar ocultándose tras una máscara carnavalera.

La visión económica del país, aunque fuese en el corto plazo, ha primado sobre peligrosas tendencias ideológicas que dos o tres vivillos urdieron bajo el paraguas de una engañosa corriente indigenista, primero, y de un progresismo ventajista o malentendido, después. Venezuela comprueba con dolor que la trama política basada en el discurso irresponsable y un programa social deleznable solo conduce al despeñadero. El fracaso del ALBA confirma la voluntad del socialismo latinoamericano por cavar su propia tumba y enterrarse solo, antes de que la vergüenza le dé alcance.

Por eso hay que aplaudir la decisión del MAS de recapacitar y abandonar su compartimiento estanco para ocupar el centro político nacional; un tácito reconocimiento de que el socialismo duro no es lo más conveniente para el país y el mundo, así como tampoco lo es el neoliberalismo secante. Ni blanco ni negro, los políticos bolivianos están llamados a atender las demandas de izquierdas y derechas desde el equilibrado centro.

Tan válida resulta la fundamentación de un partido en principios básicos de la izquierda tradicional como deshonesto no admitir que aquello que empezó siendo una enérgica interpelación al modelo capitalista se ha ido diluyendo con el paso de los años. La moderación del MAS —a pesar de sus varios inmoderados que abren la boca y desparraman su falta de vocación por la cultura sin pudor alguno— se debe, en definitiva, a una cuestión de supervivencia. Su horizonte político estaba a la vista, se le iba acortando el margen de negociación con los sectores comprometidos en las sostenidas campañas electorales, el descontento de la ciudadanía aumentaba y había que ampliar el segmento social, ya no ceñirlo a las clases bajas, campesinas y suburbanas.

Lo tuvo fácil porque no solo jugó este partido con el árbitro a favor, sino que no había rival. La oposición demostró largamente su incapacidad y terminó siendo uno de los sepultureros de la teoría del desgaste: El MAS en lugar de debilitarse se ha ido afirmando hasta darse el lujo monárquico de reinar a gusto y antojo. La corrupción en YPFB, el Fondo Indígena y otros, en cualquier lugar del mundo habrían provocado una disminución en los índices de popularidad del Presidente. Pero en Bolivia eso no sucede porque los medios de comunicación independientes trabajan amordazados como fruto de una paciente estrategia de silenciamiento desplegada por el gobierno democrático de Morales. Democrático en lo formal: la libertad de expresión boliviana es un espejismo que no deja ver cuánto calla el periodismo para evitarse el “mal momento” de la persecución política.

Aunque las primeras encuestas rumbo a las subnacionales deberían encender las alarmas del oficialismo por su excesiva dependencia de la figura de Evo Morales para ganar elecciones, el panorama no cambiará radicalmente. Aun así, por una cuestión de naturaleza política, el ciclo del MAS en el Gobierno debería estar llegando a su fin. Salvo un régimen desentendido de las normas elementales de la democracia —el de Cuba, por ejemplo—, cualquier país de Latinoamérica estaría de acuerdo con un recambio, independientemente de las virtudes o defectos del Gobierno. Nadie debería prolongarse en el poder por más de una o dos gestiones consecutivas. Morales lleva tres.

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Un extranjero no iraní

Un diario de larga trayectoria en su país, en rigor, uno de los más importantes de Sudamérica, tuvo un desliz que podríamos pasar por alto de no haber rozado fibras sensibles por olvido de un criterio elemental de la deontología periodística.

El 21 de enero pasado, en medio del amplio despliegue informativo por la muerte del fiscal Nisman, un redactor o redactora (no se identifica al autor) del matutino aquel, escribe una desafortunada aposición (aquí citada en cursivas): “Ese pasadizo comunica, de un lado, con el departamento en el que habitaba Nisman, y del otro, enfrentados ambos livings, con otro que está habitado por un ciudadano extranjero, que no es de origen iraní, y en el que están ubicados equipos de aire acondicionado”.

¿Por qué aclarar que el extranjero “no es de origen iraní”? ¿Por qué no decir que el extranjero no era, por ejemplo, de origen judío, o barbadense, o laosiano, o —para mencionar un gentilicio de nuestra región— paraguayo?

No se trata, pues, de un error cualquiera. La estigmatización, como la xenofobia, debería formar parte de una lista negra en toda redacción, y en ninguna puede ser perdonada habiéndose avanzado cuanto se ha avanzado en la difícil cruzada contra la discriminación por cualquier índole: origen, raza, religión, ideología, etc.

En dicho párrafo, con ligereza el o la periodista insinúa que sus lectores prejuzgan como él o ella que el extranjero del departamento contiguo al de Nisman debía ser iraní, resbalando en la pantanosa información según la cual el fiscal del caso AMIA (2004) sospechaba de ciudadanos nacidos en el territorio de la antigua Persia. “Extranjero no iraní”, escuché horas más tarde de otro periodista que se mofaba del comedido o la comedida, juzgando como yo que cualquier cosa era a esa altura válida con tal de apuntar al vecino que tuvo la “mala suerte” de no ser argentino pero, al menos, no era iraní.

El jocoso periodista terminaría calificando de “falta de respeto” aquello de: “…que no es de origen iraní”, y pudo haber dicho “grosería” o “burrada”. Yo, por este barbarismo periodístico mandaría al desorejado(a) a la pizarra para que escribiera cien veces y en letra bien legible: “todos somos iraníes”, sirviendo esto de desagravio para el pueblo al que se estigmatiza por culpa de terroristas desquiciados. Lo demás, no es cuento periodístico.

Una causa, un fiscal, legajos, vigilantes, informantes, un viaje, máxima seguridad. Un gobierno, una presidenta, un informático, un agente de inteligencia, una pistola prestada, máxima inseguridad. Una denuncia, presión, hijas, miedo, desgobierno, desinteligencia. Un baño, una madre, un cuerpo, una verdad. Si el gobierno de Cristina firmó un pacto con Irán para tapar la hecatombe de la AMIA a cambio de beneficios económicos o de otra vil naturaleza, la Argentina está arruinada moralmente. “Un hombre —dijo Sartre— es lo que hace con lo que hicieron de él”. Tristísimo sería que finalmente Nisman, muerto cuando iba a denunciar a la Presidenta por supuesta complicidad en el atentado contra la institución judía, hubiera sido una miserable víctima de la carroña.

En cuanto a la frase de marras, dos conclusiones:

1. Siendo benevolentes, al diario y su mortal informador: estáis perdonados. No debe ser fácil para nadie —un periodista, un abogado, un cincelador, un presidente, un informático, un loquesea, hombre o mujer— demostrar lo que no es. “Lo que natura no da…”.

2. Siendo juiciosos, ¡al calabozo! La pista iraní puede dar derecho a pensar en “extranjeros así” merodeando el vecindario de Nisman. Lo que no se puede es maniatar la razón al amparo de la conocida indulgencia del teclado.

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(El) Gobierno (y los) enfermo(s)

A partir de lo ocurrido con el magistrado Cusi y su enfermedad, el Gobierno ha intentado minimizar la ilegalidad en que incurrió su ministro Calvimontes. Después, sin mayor cuidado, el vicepresidente García Linera no ahorró en morbo al revelar que el Presidente de YPFB padece cáncer. ¿Era necesario? Se trataba, pues, de una “dakariana” carrera intragubernamental por quién terminaba el año siendo el más imprudente.

Incomoda, por vergüenza ajena, constatar que tenemos autoridades francamente torpes. El Vicepresidente pretendió endurecer su postura respecto al magullado Calvimontes, pero acabó traicionado por su inconsciente: “Lamentamos la declaración (de Calvimontes), pero la preocupación del Ministro es prever que avance el tratamiento (de Cusi)”. Y dijo algo que al cabo de las horas resultaría en su contra: “el caso de una enfermedad terminal no se tiene que publicitar”.

Entre un “desliz” y otro se continuó mancillando la dignidad de Cusi, en sucesivas declaraciones públicas, una más bombástica que la otra. La pregunta es: ¿debería sorprendernos?, ¿cuánto falta para entender que el recato no aparece en la lista de atributos de nuestras autoridades? De peor gusto aún sería vincular el mal momento de Villegas con la coincidencia de la vuelta a las portadas de los diarios del mayor caso de corrupción en los tiempos del MAS, así que no seré yo quien lo haga.

Sí cabe mencionar la fortaleza de un indígena esperanzado en un cambio necesario y a pesar de haber sido abandonado y encima pisoteado una y otra vez por una clase política repugnante, sin un ápice de sensibilidad. Náuseas les provoca oír el solo nombre de este masista pachamámico converso: Gualberto Cusi.

Los adalides de los Derechos Humanos en Bolivia, los mismos que promovieron la inclusión social de los pueblos indígenas en la Asamblea Constituyente hoy, pocos años después, se han transformado en los máximos irrespetuosos del otro. Con tal soltura han despreciado a ese otro que antes fue su “hermano”, su “compañero”; así nomás han arrojado a la basura la reivindicación de una sociedad más justa tomando en cuenta la medida de la igualdad.

La Ministra de Comunicación anticipó que no volvería a integrar el gabinete. La misma grandeza correspondería para algunos de sus colegas y de sus jefes, que no saben cuidarse ni entre sí. Porque, gritar a los cuatro vientos que tal o cual persona sufre un mal gravísimo, sin ninguna discreción… ¡por favor!

Nada de esto debería sorprendernos. Dúctiles en linchamientos sociales de — generalmente— opositores a su forma de pensar; impasibles, duros, inmisericordes frente a alguien que tiene una enfermedad terminal (recordemos cómo han empujado a la muerte a José María Bakovic); faltos de un mínimo de sutileza en el tratamiento de casos muy sensibles, ¿cabe esperar mesura en esta clase de autoridades?

Constantemente se debate el hombre entre defender lo suyo a como dé lugar y condenar lo evidente, aunque esto represente un costo para el ego propio. Es el dilema del político: ser uno serio, razonable, o uno que trata a la población como si fuera imbécil.

No, no se confunda como menor el detalle de la violación a la intimidad de las personas. Donde reina el juicio de los gobernantes, nada es más valioso que el respeto a la honorabilidad de todos y cada uno de los ciudadanos.

Este gobierno no sabe de juiciosos. Está enfermo y mientras no se reconozca ni se acepte como con dignidad lo hacen los angustiados en círculos de autoayuda, solamente enrumbará al país hacia el despeñadero moral.

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Cine político a la boliviana

Todo indica que el oficialista hará uso de su derecho humano de pegarse un tiro en el pie izquierdo con tal de seguir ganando elecciones y que el opositor acabará bebiendo arsénico por el placer de verse morir con estilo. (Vaya al baño mientras explotan las pipocas, acomode sus posaderas porque, sea western o de terror, la película suceso de taquilla en los últimos diez años está por comenzar).

A los semicalvos del MAS no se les mueve un pelo, ni siquiera con el desplome del precio del petróleo. No tienen empacho estos actores de medio pelo a la hora de decir que la coyuntura no afectará a gobernaciones, municipios y universidades.

A los guillotinados de la oposición —como al piojo tuerto—, ni ese contexto les sirve para atender el clamor de renovación de un importante segmento del electorado (el 38,97 % de los votos válidos en las últimas elecciones no fueron para Evo Morales).

Ni con la mejor fotografía el más pintado de los modistos de la política podría advertir elegancia en el corte ramplón del oficialista tipo; ni qué decir de tonos pasteles en la otrora materia gris del opositor común. Allá van, uno y otro, rumbo al cadalso de la crítica, su pasatiempo favorito en esta modestísima saga. (¿Ya se sentó?).

La lógica es actuar como sea porque de lo contrario, ¡pamplinas!, “me quedo fuera de la película”. Y ahora que los actores principales han demostrado ser bastante malos, todo el mundo quiere ser galán de cine, sabiendo además que, de última, se necesitan miles de extras para curules que se llenarán como cerveza en embotelladora.

Con el ritmo endemoniado de esta clase de producciones, de más está pedir expectativas al público: la cartelera no variará un ápice, y eso que la figura del opositor tendrá esta vez algo más de protagonismo frente a la del oficialista, un acaparador consuetudinario y nada de esmero al hablar, un rústico ajustado —bah— al canon de “belleza” que es tendencia en la política moderna de alpaca y corral.

A tres meses del gran estreno de la nueva cinta de la “saga”, el pistolero del MAS saca lustre a las botas para rodar la chispeante escena del tiro en su pie izquierdo; ríe, el oficialista siempre ríe. No muy distinta es la postura del opositor: aunque revuelve ansiosamente el vaso de agua con el que pasará el veneno mortal, parece tener conciencia de su destino y, aun así, ríe. El opositor ríe también.

Las mismas balas, el mismo tóxico, el mismo cine, la misma película, los mismos papeles, los mismos actores y, por ende, los mismos rostros, las mismas risas, los mismos dientes frente a la misma cámara de los últimos diez mismos esplendorosos años; digan si no merecemos el “Oscar al Mejor Tropiezo con la Misma Piedra”… Prevalece la mediocridad del guion, la escasa calidad de la propuesta, el mensaje vacuo, la incapacidad actoral, el timo, la falsa promesa de buena película que, para colmo, estamos obligados a ver porque —so pena electoral— no podremos realizar transacciones bancarias. Así nomás es la democracia del cine político boliviano. (¿Sigue usted ahí? Respire, coma las pipocas).

El final lo conocemos todos: no será feliz. Pero eso es lo que precisamente nos encanta: “vivir la experiencia”, como dirían el promotor de turismo aventura. Nada nos gusta más que esta película, verla una y otra vez, tropezar con las mismas risas cepilladas convenientemente para la escena que sabemos que vendrá y que nos apasiona porque nada, nada nos satisface tanto como el western, como la película de terror. Saber que si no andaremos cojos por un disparo en el pie izquierdo, de todas formas moriremos, eso sí, con estilo. Algunos, a esto, le llaman idiosincrasia.

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Culto a la “ch”

Sobre una de las letras que la Real Academia Española desechó en 2010 cuando tras 107 años dispuso un par de antipáticos recortes al abecedario, Chespirito asentó una carrera artística y, más tarde, construyó un emporio. Paradoja y casualidad, porque Roberto Gómez Bolaños reconoció que los nombres de sus personajes —como era de sospecharse desde un principio— habían sido fruto de la chiripa; ya al notar la coincidencia, siguió identificándolos con la misma letra: “Chapulín”, por ejemplo —según explicó él— viene del Náhuatl, el idioma de los aztecas. Y así todos los demás...

Chiste comienza con “ch”; otra casualidad. Dejó aclarado el creador del Chavo que no hacía “chistes” sino tramas donde lo importante era la acción. “Quizá esto explica el gusto de los niños —caviló—, yo tenía acción: un brinco, una caída o un gesto acompañando la imagen y el sonido”. Durante la misma entrevista, hace 15 años, contó que desde Perú le preguntaron si estaba consciente de que había sido el comediante más importante de América Latina en todo el milenio. Dijo que respondió esto: “Sí, pero aquí en México no lo podemos decir, ¡es una blasfemia terrible!... porque nadie es profeta en su tierra”.

No es que le gustaran los homenajes —al cabo que ni quería—, a contrapelo de su timidez hablaba casi como escribía guiones y libretos: a Chespirito, la astucia característica del Chapulín Colorado le llevó a atrincherarse detrás de una barricada de letras “ch”, dignificando sin querer queriendo al mismo dígrafo que fue académicamente borrado de un plumazo del alfabeto de la lengua española. “Con la zeta del Zorro”, jugábamos de niños dibujando en el aire el trazo incisivo del sable, en su corcel y solo cuando salía la luna. A nuestro léxico infantil podemos incorporar: “con la che de Chapulín”, porque, a esta altura, tendremos todos los movimientos fríamente calculados.

Debería dolerles a los académicos de la Lengua que sea esa la misma “ch” de Chespirito, de Chavo, de Chapatín, de Chómpiras, de Chaparrón Bonaparte. La “ch” de Chilindrina, de Chimoltrufia, de Chifladitos, de Chancluda, como era la Vieja. La misma “ch” de chusma, de chanfle, de chipote chillón, de chiquitolina, de chiripiorca y… da para pensar si no se le habrá chispoteado a la Real Academia, si no sería de mensos no devolver la “ch” a su lugar, entre la “c” y la “d”, habiendo motivos grandototototes…

El genio de la ingenuidad, el que inventó una narrativa singular, presente en el habla cotidiana 40 años después, partió para siempre con su atadito en un triste palo, dejando a la vecindad miserable. Miserable como era el Chavo, en la más abatida de las acepciones de esa palabra. Miserables como podemos ser nosotros si nos instalamos en el Ocho y vivimos medio segundo en un barril (y eso no será nada si nos imaginamos una niñez sin padres, sin juguetes y sin tortas de jamón que suenan en el estómago mientras un Quico aseado, impecable con su ropa de marinero nueva, las saborea en nuestras narices).

Hemos perdido un trozo de infancia y, si no, al menos retrocedimos a ella. Esto, solamente esto, merece que brindemos juntos por un hombre muerto, por una letra viva, haciendo chinchín con nuestras lágrimas.

¿Que perdurará en sus series, en sus películas?; consuelo de tontos.

Derribando mitos, así como está permitido llorar sobre la leche derramada, se puede llorar también de alegría. ¡Que panda el cúnico, señoras y señores!, Chespirito se ha llevado un pedazo del niño que llevamos dentro, el niño que somos incluso aparentando otra cosa y, si no fuera por la televisión, se hubiese llevado nuestra niñez entera.

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Contradicciones de una democracia

Generalmente hay que pagar el alto precio del autoritarismo para notar el valor de la democracia. Cuando ese precio se paga en democracia se advierte la importancia de los contrapesos, del equilibrio de poderes frente a la opción de una hegemonía malbaratada.

El concepto de poder hegemónico puede contraponerse con el de equilibrio democrático. El poder, cuando es hegemónico, muchas veces tiende a debilitar la institucionalidad, entre otras cosas porque un órgano (un poder) se encarama sobre otro. Curiosa paradoja la de la legitimidad desfavorable para la democracia cuando esta recae en manos inescrupulosas o mal intencionadas. (Creo que la diferencia no está en que tengamos visiones políticas o ideológicas distintas: está en las intenciones, que pueden ser buenas o malas).

La incoherencia más determinante de la actual democracia boliviana es la de la transferencia del legítimo poder de las organizaciones sociales (y aun más allá de ellas) a una élite política que con excesos (yo creo, malsanamente) ha ido distorsionando el propósito de una justa recompensa a sectores marginados durante siglos. En casi una década de gobierno autocalificado socialista, abominable resultó el intento de esa reparación histórica mediante un ardid que se vino alimentando de predilecciones y de hábitos demagógicos, entre los que se debe contar la deshonrosa manipulación del voto.

La paciente neutralización del enemigo político ha sido la primera táctica ejecutada por el MAS; atrás quedó el objetivo inicial de la simbólica toma del poder por parte de organizaciones tradicionalmente alejadas de gobiernos más bien torpes, insensibles. Y a ese partido no le ha costado mucho inculcar en aquellas organizaciones todo lo pernicioso que suponía para él el neoliberalismo. Con eso y con los malos gobiernos pasados fue suficiente para hacer núcleo común y vencer, en repetidas ocasiones, a los adversarios de la “derecha”. Luego, cuando el MAS amplió su base social a la clase media, se volvió poco menos que invencible y paulatinamente se fue olvidando de su ideología original para convertirse en uno de los partidos más pragmáticos de la historia.

De indigenista le queda poco a este gobierno. En una segunda fase de la búsqueda de la hegemonía del poder, la diversificada composición social de la clase media se volvió más apetecible para el MAS que los desposeídos que habían caminado duro en la Marcha por el Territorio y la Dignidad, que los inconformes que habían luchado en la Guerra del Gas, que los briosos que habían dejado la vida en las jornadas de Octubre Negro. A vuelta de cambio, muchos de estos terminaron muertos en Huanuni, La Calancha, Caranavi y otros lugares más, o apaleados y amordazados en Chaparina.

Al masismo le convino el sentido cultural —gramsciano— de la hegemonía. Porque de esta dependió siempre para la conquista del poder, a diferencia de la visión —nivelada: no una antes y otra después— de Lenin. La hegemonía, al fin y al cabo, se maneja desde la clase política pero se construye junto con la base social. Difícil edificación que puede desmoronarse fácilmente.

A la democracia boliviana le falta resolver el desequilibrio entre las formas políticas que se administran desde la Plaza Murillo y las urgencias de una población abigarrada que no encuentra más salidas a su crisis que la de huir del campo a las ciudades y de estas al exterior del país. Le falta saldar la contradicción principal entre un “gobierno del pueblo” cada vez menos interesado en la gente más necesitada y las demandas de esa misma gente, cada vez más necesitada de un gobierno desinteresado.

Dársena de papel
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