Blog de Oscar Díaz Arnau

Un mundo feo (Pero en algo hay que creer)

Echando los ojos atrás vemos cómo en este mundo ineluctablemente globalizado, unos alternaron monarquías y colonias con imperios y repúblicas, en tanto otros, bien prácticas costumbres de libre mercado con regias economías plurales, tinturadas de rojo socialista, verde naturaleza y, en sándwich, amarillo patito comunitario.

Unos, a nombre del establishment o de la cordura, renovaron una y otra vez los pactos neoliberales mientras que otros, a título de “pueblo” o de “cambio”, alentaron sin mucho disimulo la concentración del poder, el partido y el pensamiento único.

No hay alternativa. Si no queremos que la desesperanza se apodere de las futuras generaciones y que la democracia pierda adeptos, habrá que aceptar el fracaso de unos y de otros. A la luz de los resultados, unos y otros han demostrado cuán posible es dejar a los pobres más pobres y a los ricos más ricos. La insuficiencia de ondear banderas opuestas si ambas acaban siendo cortadas con la misma tijera.

Los pasos en falso de izquierdas y derechas han producido ya oleadas de descontentos con el nuevo milenio, en lo político, a la deriva. El pasanaku de dos no ha funcionado en países tan disímiles como los europeos y los sudamericanos; “todo es igual, nada es mejor”, dice el Cambalache de Discépolo, de rabiosa y constante actualidad.

Soy pesimista, aunque reconozco que en algo hay que creer. Sin fe (palabra clave en el ser humano), ¿cómo seguir?

He ahí la contradicción número uno del ciudadano político de hoy: convertido en envase vacío que otros llenan del producto ‘izquierda’ o ‘derecha’ como para venderlo en el mercado, ¿en quién puede creer?

En la industria de la ideología, la que envasa y etiqueta, ¿por qué una insatisfacción nos sienta bien? Freud sabe de ese electoralísimo momento en el que gozamos alineándonos a un lado o al otro, mientras tenemos claro que ninguno de los dos costados resuelve nuestros más elementales problemas.

Con hombres y mujeres “establemente insatisfechos”, tan pero tan “premodernos” según la mirada inteligente y burlona de Huxley, díganme si no es como para tomar los votos del antiutopismo, como para perder la fe.

A casi noventa años de la premonitoria descripción de aquel novelista inglés de un mundo tecnológicamente “feliz”, llegan Stiglitz con otra “tercera vía” y Boaventura de Souza con un “feo” mundo en el que surgen nuevas lógicas del pensamiento político. ¿Será justo someter esas renovadas ideas a la perversidad de tener que elegir el lado opuesto tras cada decepción, siguiendo el hábito de ciudadanías resentidas y con razón, porque si falla la izquierda no hay más alternativa que la derecha y viceversa?

En parte por esto se explica que para el 21F haya un veinte por ciento de indecisos; muchos de estos bolivianos están desencantados, ya nada les seduce. Y sin embargo, en algo tienen que creer…

Se ven lejos el equilibrio maduro y el sentido común. Ni lo absoluto ni lo “otro” reparan las injusticias sociales. Hemos llegado a un punto en el que no solo yo no tengo la fórmula, sino que el otro tampoco parece tenerla. Y esto obliga a cambiar el razonamiento de vencedores y vencidos, de un borrascoso mapa político con amigos y enemigos para empezar a dibujar una cartografía distinta, menos guardosa.

Tomando la sugerencia de los científicos e investigadores para el crecimiento de los países rezagados, más el ímpetu de los jóvenes, quizá no sea demasiado atrevimiento pedir a la humanidad aplicarse en innovar también la política en el importante acápite de sus madres —escasamente soberanas— las ideologías.

Cierro aquí la tríada de corrientes del pensamiento político que inicié hace cuatro lunes. Las dos anteriores entregas fueron: “La izquierda prometida” y “La derecha desahuciada”.

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La derecha desahuciada

A tono con la moda del cine y, antes todavía, de la literatura fantástica, hace dos semanas inicié una saga de reflexiones sobre las ideologías dominantes; para entonces, en este mismo espacio titulé: “La izquierda prometida”. Bienvenidos a la segunda entrega de esta trilogía que versa sobre una historia de la vida real.

A veces creo que nos falta consciencia, y que actuamos sin razonar demasiado acerca de lo que hacemos o decimos; pasa mucho en esto de la fragmentación de las sociedades políticas en izquierdas y derechas. Algunos, a tal estado de abandono le llaman —no sin perversión— “flojera intelectual”, pinchazo que esconde un indulgente reconocimiento de capacidad desaprovechada. Sí, está bien; por otra parte, nos sobra incapacidad.

Entremos en materia. El constreñido arco ideológico al que nos han llevado de las narices no admite conservadores en la izquierda ni socialistas en la derecha (neo)liberal. Tampoco existe la categoría de “liberales progresistas” ni de “progresistas liberales”.

Así pues, donde no hay medias tintas, la paradoja de la derecha (en líneas generales, sin considerar sus rasgos distintivos: más moderada, más extrema) radica en su necesidad de mantener una tradición de hacer política y, a la vez, acomodarse a las demandas de sociedades desmoralizadas, o insatisfechas, o indignadas, por yerros que son, al fin y al cabo, de responsabilidad compartida: de los gobernantes y de quienes los eligieron.

La cuestión se torna metafísica (y hamletiana: “ser o no ser” o ¡ser algo! porque, como decía José de San Martín, “serás lo que debas ser o no serás nada”).

La neoizquierda ha sido sagaz al gobernar con un pie en su costado zurdo, junto al “pueblo” (la empatía indispensable), y con el otro en el diestro cumpliendo indisimuladamente las reglas de la economía global (a propósito, ¿dónde está el modelo blindado contra toda crisis?; ¡bah!). Y ¡ah!, si de ser o no ser hablamos, y también de mercado, no debe haber mejor ejemplo de “filosofía barata y zapatos de goma” que el acuerdo pragmático entre los empresarios, un sector históricamente liberal, y el MAS, hito de socialismo derechizado en América Latina.

En la senda de las comparaciones, un mérito de esa izquierda nada fiel es el haber convertido a la derecha política partidaria en sinónimo de insulto, de mala palabra. A esa derecha, fuera del clásico juego populista —y aun así legítimo—, le cuesta más ser menos ella: blanda, social, no clasista. Y alarma su falta de lectura de la realidad, si no su ineptitud para elaborar una propuesta acorde con estos tiempos.

Aunque se parezcan en muchos sentidos, la izquierda sudamericana pudo sacar ventaja de los gobiernos neoliberales de la derecha. Hoy, en Bolivia, esto se traduce en ausencia, en autoexilio en propia casa, en ideología borrada del mapa político.

No tiene nada que ver con el referéndum en puertas, aun cuando la pretendida izquierda y la sometida derecha estén sudando la camiseta del Sí y del No, respectivamente. La estrategia plebiscitaria no solo ha entrampado a ambos bandos, sino que ha confundido al electorado boliviano. Y la misma izquierda regional se encargó de darle vida a la derecha desahuciada por dos flancos: el doméstico, con sus intemperancias, y por el externo con sus derrotas para nada sorpresivas en Venezuela y Argentina.

En lo ideológico, la consulta del 21 es inmanente pero no decisiva. Hay una alternativa a los extremos, una tercera vía menos palmaria, cierto, pero más abierta. A ella me referiré en la parte tres —y final— de esta saga, dentro de dos semanas.

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La izquierda prometida

Qué pena por tantos amigos que lo sentirán como un ataque al corazón, pero, la izquierda —real, auténtica— no tiene chances en la Bolivia de hoy. No por mala opción, sino porque no existe más que en el romanticismo bienintencionado de la vieja guardia.

Es cierto que a la luz de los fracasos que le tocó sufrir a lo largo de la historia no se puede hablar de una izquierda pura o genuina, mas esto no debería llevar a confundirla inmerecidamente con el populismo al uso. Ya no digamos que estos son tiempos “de cambio” porque suena a fraude, a eterna promesa; digamos mejor que son de esperanza. Y reconozcamos que, cada vez para más bolivianos, de desesperanza.

Aunque muchos fueron enterrados, desterrados o, sin ambages, mandados a convivir con los gusanos, en Bolivia quedan neoliberales, capitalistas, privatizadores, conservadores, ultraconservadores… lo corean regularmente las autoridades. Pero lo que no se advierte, por lo menos en los primeros planos de la política nuestra, es una propuesta de izquierda sustentada en ideales progresistas que no huela a impostura.

Poco y nada —después de sus valiosas políticas de contenido social, desteñidas con la vulneración de los Derechos Humanos de indígenas y de citadinos en Cochabamba, La Calancha, Chaparina, Caranavi y Tipnis, entre otros casos— hace suponer que Evo Morales encabece, hoy, un gobierno de izquierda. Salvo que una parte configure el todo y que una gestión a priori decorosa fuera suficiente para disculpar las bajezas cometidas más tarde, en franca incompatibilidad con los preceptos izquierdistas y en su nombre.

Lo que no tiene nombre es el olvido de la Pachamama, a la postre manoseada dentro de un vil juego de naipes con las transnacionales para finalmente mantener las políticas extractivistas de los “vendepatrias”. Más aún, esto justificado como una “contradicción creativa” según García Linera, el intelectual que se da tiempo para transmitir historias extraordinarias en las escuelas donde con paciencia de abuelo les enseña a nuestros niños que la derecha —suena él en tono paternalista— acecha.

Al recuento de los daños a la izquierda hay que sumarles los ataques a las ONG —que dejaron de servir para los fines de descolonización de los indígenas—; a la Iglesia católica, al Defensor del Pueblo y a los medios de comunicación que no son manejados por el Gobierno directamente —a cara limpia, bajo la forma de Estado— o indirectamente —con máscaras alegres, muy caribeñas, detrás del para-Estado—. Curiosamente así se busca acaparar la opinión pública hoy, del mismo modo que lo hace cualquier multinacional capitalista —¡hasta con plusvalía!— cuando busca el rédito económico.

Entonces, como no hay chances con este gobierno y como tampoco hay una alternativa fuerte, con posibilidades, en el horizonte político boliviano, para mis amigos que tienen aún el corazón en su lugar es muy triste llegar a la conclusión de que no basta con estrellarse todos los días contra la derecha para hacer la izquierda.

Si la continuidad del proyecto hegemónico en curso dependiese de mantener viva a la derecha en el imaginario colectivo, por ejemplo, proyectando repetitivamente la escena apocalíptica del pasado de vuelta entre nosotros, es posible que estemos asistiendo a una ilusión, o, quién sabe, tan solo a un apartado de la teoría de la contradicción creativa en el que la izquierda prometida (la de los buenos, los intachables moralmente contra los malos, muy malos de la derecha) se toma un breve descanso.

Tranquilidad, amigos. La película de terror probablemente no sea esta aparente burbuja de izquierda: latinoamericana, siglo XXI, nuestra, progre, in, cool.

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En el nombre del hijo, Sebastián

Un hijo es otra persona y, a la vez, parte de uno. Enorgullece verlo volar alto, pero un padre siempre espera que vuelva al nido.

Es indelegable, de nadie más que de sus padres, un hijo. Pero no es propiedad privada. Ni bien deja el útero de la madre se convierte en un hermoso acto de egoísmo solidario, en un hijo nuestro para los demás.

Esto de tener hijos nuestros para los demás resulta complicado de digerir. Somos tan felices mientras nos podemos ver, escuchar o tocar que, cuando ese mundo de dos o de tres se acaba, no sabemos cómo seguir. “No puedo nada más que llorar”, dijo la Negra Sosa buscando consuelo porque le había tocado el turno de buscarlo. Se justificaba así: “no hay nadie mejor con quién hablar por teléfono que con una madre”. Le había tocado perderla.

¿Perdemos a alguien cuando no lo podemos tocar?

Por la sensibilidad que nos doblega, por una debilidad muy humana: queremos tenernos todo el tiempo, es difícil aceptarlo pero, si fuéramos menos nosotros y pudiésemos asumir la ausencia sin dolor, entendiéndola no como pérdida luego de haber aprendido a cultivar el sublime acto del despojo, esto es, a renunciar al otro —quién sabe por el designio de Dios o simplemente por amor—, venceríamos a la muerte.

Carlos Hugo está ganando la guerra y, por si fuera poco, está poniendo su cuerpo y su mente para explicarnos qué pasa cuando el hijo de uno para los demás se va para estar siempre entre nosotros. Aprendemos con él qué significa irse para quedarse.

La muerte duele porque representa la separación de alguien a quien no queremos dejar ir. Al final, sin darnos cuenta, la que llora es nuestra soledad. (Egoísmo blanco, sin mala intención, responsabilidad de la muerte sentida).

La muerte funciona con una lógica tan basta como la electricidad: estamos encendidos hasta que alguien baja el interruptor. No cualquier padre digiere semejante arbitrariedad y encima, generoso, abre en Facebook una escuela virtual para enseñar con sutilezas a transformar la muerte de un hijo en algo bueno.

Carlos Hugo no lo dice pero la vida y la muerte forman parte del mismo negocio. Y al parecer tienen códigos de observancia para casos de absoluta justicia; esto explicaría que haya vidas de luz que la muerte no apaga.

Sebastián era un soñador y, después, un ganador. Pero no se crea que fue siempre así: perdió varias veces antes de triunfar. ¿Cuáles eran sus secretos? Uno, legado de su abuelo, lo cuenta en un video de cuatro minutos que está en la web: “nada es imposible”. Otro: saber levantarse después de cada derrota, de cada fracaso.

La muerte también fracasa. Es probable que en ciertos casos no sepa hacer su trabajo y sea entonces la muerte improductiva, la muerte que no mata. (Responsabilidad de la vida).

Como todo líder nato, Sebastián fue hecho para dar lecciones. Él descubrió la receta del éxito: “no sentir vergüenza por ese fracaso sino saber que eso es parte del ‘hacer algo’ (…) Si uno logra no frenarse, ese fracaso se convierte en experiencia y la experiencia hace que uno logre cosas más adelante”.

Fracasar para levantarse y volar más alto... De las lecciones de Sebastián, un hombre joven que se fue para quedarse, ninguna supera a la de haber dejado en ridículo a la muerte.

Los hijos suelen seguir la huella de sus padres; a veces pasa al revés.

¿Qué no haría un padre por un hijo? Carlos Hugo, en un conmovedor ejemplo de fortaleza, se ha propuesto culminar los planes de Sebastián: realizarlos en su nombre.

De paso, nos enseña el camino para ganar la guerra. Para no dejarnos abatir por la tristeza más grande de todas cuando nos toque el turno.

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21F: lecciones de Argentina

En la agonía del particularismo político, o sea del desprecio por el otro que han cultivado primero neoliberales y después neosocialistas, las sociedades modernas, protagonistas de la nueva novela histórica latinoamericana, van aprendiendo al fin de sus errores y no admiten polarizaciones maquinales y trasnochadas; “polarización”, hoy, suena a sinónimo de intolerancia, de exclusión. Por eso, a esta altura del realismo mágico, no sirve de mucho escarbar en la dicotomía de izquierdas y derechas, menos aún en países cuyos mandatarios escriben los días maravillosos de la revolución ahorrando en imaginación y progresismo con tinta china del imperio.

He aquí algunas lecciones más útiles que la menesterosa disquisición de marras a partir de lo ocurrido en Argentina, quién sabe, con reminiscencia venezolana:

1) Bolivia no es ni Argentina ni Venezuela. Así como Evo no es Cristina ni es Maduro, Costas y Doria Medina no son, ninguno de los dos, Macri. La economía boliviana tampoco es la misma que la de Argentina y Venezuela: aunque naturalmente el poder corroe, dista mucho el nivel de agotamiento entre una ciudadanía y otra.

2) Si eres de la oposición boliviana y crees que los cambios del “nuevo orden” latinoamericano serán para ti una tabla de salvación ipso facto, es decir automáticamente, te equivocas. Tendrías que desarrollar el músculo necesario para capitalizar, como en Venezuela y Argentina, el desgaste del gobierno de Morales.

3) Si eres del Gobierno y crees que lo acontecido en Argentina y Venezuela no te afectará, te equivocas también. El 21F puede ser el principio de tu fin. Aunque tendrás un consuelo, no te desanimes. Como pasó con los estatutos departamentales, en febrero no habrás cedido terreno a una oposición física, de partido; tu impericia para leer las narrativas nacionales posmodernas solo repercutirá en el empoderamiento de una nueva clase política insatisfecha, apartidaria; de rostro virtual, habitué del meme.

4) Debes saber que las democracias admiten cada vez menos los personalismos. Las ciudadanías entrenadas para el voto van tomando conciencia del asombroso parecido de los autoritarismos, totalitarismos y despotismos con el populismo.

5) Debes saber que, con las malas experiencias del pasado y del presente, la gente no vota más a políticos mezquinos.

6) Ser de izquierda no te hace automáticamente bueno. Aunque le pongas romanticismo, embeleso a tu vuelta al ruedo, a tu ánimo infinito por resucitar a Marx, ningún socialismo puede surtir efecto si te empecinas en abusar de la confianza de mayorías que legítimamente creyeron en tu promesa de un mundo mejor.

7) Puedes tener el presidente más izquierdista del mundo, incluso el más indígena de todos, pero ni aquello ni esto serán garantía de honestidad.

8) La humildad no es patrimonio exclusivo de nadie. Sé humilde aunque tengas plata. Y si llegas a ser Presidente, acuérdate de que has sido elegido para servir; si no tienes esta vocación serás un producto vencido y servirás, únicamente, para profundizar nuestros males.

9) Procura que al alcanzar el poder, este no te obnubile. Que al ser Presidente, no se te suban los humos a la cabeza. Esto puede hacerte perder algo más que una sencilla costumbre como, por ejemplo, la de usar una chompa roja en vez de saco y corbata.

10) Finalmente, no te confundas: nos ha costado mucha literatura fantástica pero hemos aprendido. Ahora sabemos que democracia tenemos solo cuando nuestras autoridades han aprendido, de su parte, a despojarse de los intereses personales, alcanzando así la estatura moral del líder político digno de honor y de respeto.

 

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Inch, Barnadas y los historiadores “malditos”

En algunos casos ser malo no es tan malo; tampoco ser maldito. Hay malos —y malditos— fundamentales, cada uno puede elaborar su propia lista. En lo que me concierne postulo a dos que en el lapso de poco más de un año se han ido con su “maldad” a otra parte. Dos a los que, quizá por una secuela del síndrome de Estocolmo, he padecido gustosamente con todo el dolor del mundo.

Ella no era buena sino todo lo contrario. Era de esas personas a las que cuesta imaginarles amigos; concentrada de lleno en sacar la institución adelante, era una mujer implacable. No de otro modo supo domar los espíritus blandos de cincuenta ratones de biblioteca, mal pagados expertos en el trabajo suizo de mantener la entidad como un relojito. Ella tenía el genio de los inexorables. Como él, que era malo en serio.

Marcela Inch y Josep Barnadas se entendían muy bien. Ambos eran severos a la mala, condición sine qua non de todo historiador maldito que se precie. Ninguno de los dos tenía empacho en exhibir la impaciencia del perfecto, y, sabiéndolo, porque vaya que lo sabían todo, siempre pretendían de los demás aquello que en modo alguno hubiesen podido obtener de nadie que no fueran ellos mismos.

Con la fama de un ogro parecían sentirse cómodos… A ella trataba de recordarla con tristeza, porque se murió, pero no hay caso: en todos mis recuerdos aparece sonriendo. Y no tenía el mejor carácter del mundo.

A la licenciada Inch, como le decíamos por respeto pero más por temor, le sobraba eso —carácter— para conducir una institución exigente, de talla internacional, como el ABNB. Por eso tuvo no pocos roces con gente desacostumbrada a la presión de trabajar empleándose al máximo; por eso y porque, definitivamente, la humildad no era lo suyo.

Barnadas era peor: como “difícil”, lo calificaban con escasa imaginación quienes habían recibido la sentencia de coordinar con él la publicación de alguna de sus obras monumentales. Porque era “difícil”, infundía terror hasta para pensarlo del otro lado de la línea en una simple llamada telefónica.

Los historiadores en general forjaron una pertinaz acritud en la cerrazón de su biblioteca, a lo sumo, contagiándose unos con otros en la hermética sala de investigadores; ¿será que las páginas ocres de la Historia tuercen con sus atrocidades el carácter de un historiador? No voy a incurrir en el encomio fácil a los que ya no están. ¿Así que no hay difunto malo? Llegó la hora de desmitificar los refranes políticamente correctos.

En silencio cómplice aceptábamos sus métodos a veces feroces, quién sabe porque aun a ese costo intuíamos que ellos estaban contribuyendo a remover las estructuras mediocres de la sociedad. Este país —se me dio por pensar con su misma perversidad— necesita malos así. Malos tirando a malditos, como los poetas decimonónicos.

Ser malo, en algunos casos, es preferible. Y cada día me convenzo más de que los sufridores de esta casta de “malditos” acaban extrañándolos cuando no están. Hay dos razones para esto: el síndrome y el colmo de que hayan reemplazado a los malos por buenos... para la política.

Ser malo tiene un alto costo donde imperan la codicia del partidario y la hipocresía del bueno. Aún así, puedes ser el peor de todos pero, cuando dejas un legado, morirse no surte efecto: los historiadores malditos se han ganado su lugar de honor permaneciendo en la memoria con una doble y embriagadora condición de magníficos insufribles.

En el caso del ABNB —que tuvo directores notables—, con permiso de las personalidades que pasaron por allí, como el erudito Josep Barnadas, la gloria es cuestión de dos: de Gunnar Mendoza y también suya, licenciada Inch.

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Sepa disculpar

1) La buena noticia es que el Presidente tuvo la hidalguía de disculparse con la Ministra. La mala es que otra Ministra —la de Comunicación— deberá tomar la previsión de crear una carpeta de disculpas con una plantilla estándar que, permítaseme la sugerencia, podría llevar por nombre uno muy humilde, a tono con la ocasión: “Sepa disculpar”.

La disculpa es todo un arte y merece sumo cuidado. Siempre será bueno tomar en cuenta que hay disculpas incluso más torpes que aquello que llevó a pedirlas, y, como no todos somos artistas, en esta clase de impericias resbalamos a menudo, lamentablemente.

Una verdadera disculpa, para comenzar, no tiene por introducción una defensa de lo que molestó a la otra parte. Las palabras “humildemente” o “sencillamente” poco o nada servirán en una disculpa que de entrada busque justificar las palabras que agraviaron a la persona ofendida.

Vamos al ejemplo del Presidente y la Ministra: “Decir, preguntar o pensar si alguien es lesbiana o gay no es insulto, ni ofensa (…)”, afirma de inicio el Presidente en su carta de disculpa, en la que aclarará después —para mi gusto algo falto de calor humano— que “no fue mi intención ofender a nadie”. Toda persona de bien no ofende de manera intencional y en tanto sea inocente mientras nadie le demuestre lo contrario, no hay razones para pensar en una —si se me permite— afición por humillar adrede.

El que tiene un conflicto mayor es el orgulloso, porque él vive con la propensión a no admitir sus equivocaciones. La disculpa del orgulloso, por más humildad y sencillez que se le ponga, nunca será lo mismo, a no ser que se deje de lado el orgullo, al menos, por el momento de la disculpa. Claro está, de la disculpa verdadera.

Entonces, habrá que pensar antes de dar el paso de la disculpa; esta deberá por tanto ser cuidadosamente meditada. Quien no está seguro de haber ofendido a quien merezca la disculpa, mejor que ni lo intente: lo más probable es que se atrinchere detrás de su verdad y que su disculpa sea todo menos disculpa.

La buena noticia, resumiendo, es que el Presidente se disculpó. La mala es que su disculpa no fue muy digna que digamos.

2) Al aceptar la disculpa, a la Ministra le faltó lo mismo que al Presidente: dignidad. Ambos tuvieron hidalguía: él de disculparse y ella de aceptar la disculpa, pero, si él pecó de vanidad en la primera parte de su carta, ella no tuvo la suficiencia necesaria para apreciarse como mujer y como persona, antes que como política.

Vamos al ejemplo en cuestión: “Acepto las disculpas… ratifico mi compromiso con el proceso de cambio y advierto que jamás seré instrumento de la oposición”, dice la Ministra, indirectamente renovándole a su ofensor el derecho de humillarla en público con tal de que un rival político no saque provecho del humanísimo delito de ‘lesa lesbianidad’.

La misma frialdad del trazo grueso de la tinta invertida en la disculpa se trasluce en la seca aceptación de la Ministra, que con temple de mártir se inmola, sacrificando su espíritu por el bien mayor: el proceso de cambio. Se sabía que nunca es fácil aceptar un error. Ahora también sabemos lo difícil que es para algunos quererse a sí mismos —lo que llaman “amor propio”— cuando les toca elegir entre su dignidad y la política. Muy interesante.

3) Las disculpas, cuando son verdaderas y no salen magulladas con explicaciones imprudentes, fuera de lugar, sí engrandecen a las personas.

A propósito de grandes, Ana María Romero, citando como ejemplo a Luis Ramiro Beltrán, escribió: “la sencillez caracteriza a los espíritus superiores”. Y Villena tiene razón: pedir disculpas, en algunos casos, no significa pedir perdón.

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Te quiero mucho, poquito, nada

¿Cómo te sientes tú cuando tu presidente un día te dice que no es por él que se repostula sino porque se lo piden los movimientos sociales, y meses después, olvidándose de sus bases, sin pudor y despreocupado de los Bs 140 millones que costará el referendo, te dice: “quiero saber si el pueblo me quiere o no me quiere”?

Da lástima el razonamiento de “Gringo” Gonzales cuando, siendo Presidente en ejercicio, se atreve a comparar a Evo Morales con Sir Alex Ferguson —exitoso director técnico del Manchester Utd. durante 27 años seguidos— para intentar convencernos de la necesidad de una nueva prórroga al ya dilatado mandato de su jefe, que es nuestro presidente titular, y después, insistiendo con el parangón futbolero, nos dice: “equipo que gana no se toca”.

Como sorprendido por la fuerza del “No” a la repostulación presidencial, en la entrevista que le hizo Andrés Rojas para Fides, Gringo, candorosamente, se dirige a nosotros como un público imaginario pero usando la confianzuda segunda persona: “¿Evo Morales te ha hecho daño en algo?”. Podemos adivinar sus ojos exorbitados, en una pugna entre la ingenuidad y el desconcierto, al tiempo que nos habla llanamente y sale como Cupido al acecho de nuestros corazones patriotas recordándonos nuestro horrible pasado.

Ahora debe odiarse a sí mismo por su apodo mientras aprende a evitar los discursos paternalistas gringos, más o menos como los que pronunciaban los afectos al despotismo ilustrado en la segunda mitad del siglo XVIII. Alguien debería indicarle que no le convienen las inflexiones de gazmoño porque nos hacen ver como estúpidos, cual insulto a la inteligencia. Aunque sea a la poca inteligencia del pueblo al que da la impresión de que vienen entrenando con paciencia de tortuga para que un día finalmente aprendamos el oficio de vivir en democracias cada vez más aparentes.

El extrañado periodista coquetea en el fango de la política con el grotesco, un estado que no es exclusivo del oficialismo. “Todo lo que sube, baja”, ha advertido, a propósito de la Ilustración, la senadora Añez, poniendo la ley de la gravedad en manos de Einstein. La Universidad Autónoma del Beni no querrá saber de dónde se enorgullece de haber salido la parlamentaria del gravoso deseo con reminiscencias físicas, en su perfil de Facebook.

Al punto. Cuando Evo Morales reprocha a la prensa alemana por la pregunta de su repostulación, confunde “continuidad política” (tomando esto como sinónimo de democracia) con poder ilimitado y concentrado en una persona. Cuando los periodistas no solamente bolivianos, haciéndose eco de una preocupación no solamente boliviana se muestran asombrados por los métodos de políticos que, como él, buscan perpetuarse en el sillón presidencial, exagera el mandatario en la comparación de Bolivia con la Alemania de la posguerra. La hipérbole es en nuestras autoridades un rasgo que aviva las sospechas de que estamos comiendo las sobras de una política recalentada. Esa triste sabrosura del mejunje pluricultural que, como subdesarrollo democrático, en nuestro caso tiene rostro de político k’oñichi, en plan de engañifa pero bailado y gozado.

En fin, artificios de tipo culinario nos sobran. El ministro Arce supeditó la solución de la demanda marítima a la continuidad de Morales en el Gobierno y, al no poder esgrimir razones económicas, quedó mal parado con una posterior respuesta del expresidente Mesa. ¿Cómo se sintió? Lo intuimos porque así nos sentimos nosotros cuando nos vemos escasos frente a la astucia de nuestros gobernantes. ¿O cómo te sientes tú cuando tu presidente manda a convocar un referendo para saber si lo quieres o no lo quieres?

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Twitter y el tamaño de tu ego

¿Qué mueve a una persona a seguir a otra en Twitter?

Las motivaciones pueden ser varias, pero hay un detalle que unifica a los seguidores en la red del pajarito: el deseo de saber del otro.

Desde mi cuenta @diazarnau he comenzado a seguir a @AmaliaPando, y por eso me he enterado de que la periodista quiso averiguar cuál es la idea del Twitter: “¿seguir a los que te siguen, verdad?”, preguntó ella.

Hasta el viernes, Amalia había obtenido 12 respuestas de las cuales siete eran negativas; les comparto dos: “Es preferible seguir a personas cuyos contenidos (tuits) te interesen y/o sirvan”. “La idea es seguir a quien te interesa atender”.

Aquí tenemos dos verbos a tomar en cuenta: “interesar” y “servir”.

Otras dos personas le contestaron afirmativamente: “Sí [debe seguir a los que la siguen], por eso es red social…”. “Y también a los que le siguen [le recomendaron a Amalia], siempre hay cosas interesantes”. Alguien quiso ser más original: “una personalidad como vos está para ser seguida y no para seguir”.

Entre los siete tuits mayoritarios estaba el mío: “No necesariamente. Aunque yo creo en la reciprocidad como un acto de agradecimiento”. Y este otro, ubicándose al medio de las dos opciones: “De acuerdo, no necesariamente, [pero] se trata de hacer comunidad”.

¿Cuál es la idea del Twitter? Yo creo que el deseo de saber del otro. En esta red, unos siguen —husmean— a otros. Es cierto, como dice @ivansucre, se trata de hacer comunidad. Pero, ¿con qué intenciones?

¿Cuánto nos importa seguir y cuánto ser seguidos? ¿Nos interesa únicamente escribir, cerrando los ojos a la opinión del otro de la comunidad? Además, ¿qué tan dispuestos a aprender del otro estamos? Más fácil: ¿Cuánto retuiteas?

Yo sigo también por reciprocidad, por agradecimiento; es mi opción. Ustedes estarán pensando en las megaestrellas de la música o del fútbol a las que, bajo la lógica de la gratitud, les faltaría tiempo para seguir a sus millones de seguidores. Hay bolivianos que suman decenas de miles de seguidores y optan por reducir su comunidad a unos cuantos. Lo mismo ocurre con algunos de ustedes, que tienen centenas o decenas de seguidores. Nadie obliga a seguir a nadie; y seguir no cuesta nada. Entonces la opción no solo es personal, también libre y gratuita.

¿Con qué intención seguimos? Esta es, en esencia, una comunidad interesada (término que en este caso no aplica solo para su sentido negativo): “si me interesas, te sigo; si me sirves, follow” (¿recuerdan los verbos empleados por los seguidores de Amalia?). Ojalá esta forma de chantaje sirviese para que unos se aprovecharan (en buen plan) del conocimiento de otros, y es que en Twitter estamos a un click de ponernos al lado de gente que puede hacernos mejores.

El genuino deseo de saber del otro, la sincera necesidad de hacerle saber que importa —permítaseme la generalización— se ahoga en el maremágnum del tuiterío. Nadie sigue a nadie como un ejercicio de generosidad, ni tan siquiera de cordialidad. Pocos, me parece, por solidaridad. Y menos por reciprocidad.

Nuevas preguntas: ¿Cuál es tu mayor vocación en Twitter, escribir o leer?, ¿tuitear o retuitear? ¿Qué tal si el tamaño de tu ego fuera directamente proporcional al número de personas a las que sigues? En Twitter no pasa lo mismo que en Facebook, donde la tendencia a la acumulación indiscriminada de “amigos” parece irreversible. ¿Por qué?

Cada quién hace con su (cuenta del) pajarito lo que se le antoja. En lo que a mí respecta, sigo a casi tantas personas como las que me siguen a mí. No se trata de una competencia: se dio así, naturalmente, después de mucho seguir y ser perseguido. Y, francamente, desconfío del que sigue poco: creo que desaprovecha al otro, o peca de falta de curiosidad. Mi opción es leer más que escribir, aprender más que pretender enseñar.

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La oposición y el rédito de no existir

La democracia no es buena en sí misma. Tampoco mala. Como enseña el filósofo iraní Ramin Jahanbegloo, nunca será algo hecho sino una tarea. En ese sentido, yo creo que el mundo está dividido entre los que buscan hacerla y los que la van deshaciendo. ¿Se ha preguntado usted si es buena o mala su democracia, hoy?, ¿si habrá más interesados en hacerla que en deshacerla? Por otro lado, ¿notó usted la ausencia de liderazgos nacionales? ¿Y el detalle de que los principales portavoces de la contra al oficialismo en el último año han sido el padre Mateo, el cívico Llally y la periodista Amalia Pando?

Hasta ahora, la solitaria figura política de Evo Morales, aparte de no dejar margen a la comparación —la forma básica que tenemos los seres humanos para separar la paja del trigo—, fue clave en doble sentido: para la supervivencia del MAS y para la sepultura de todo lo demás. Cuando de elegir se trata y hay una opción versus nada, el ejercicio gimnástico de una democracia fundada casi exclusivamente en el voto promueve el desarrollo de un músculo útil para el único elegible (o visible). A no ser que por una distracción de la democracia utilitaria, el atleta-elector aprendiera a votar por algo inexistente.

Este sería el caso del No del referéndum autonómico, cuyos resultados no han podido ser capitalizados por la oposición y por eso el MAS, si no gana, tampoco pierde. Eso sí, luego de diez años de una democracia (des)hecha a la medida de mayorías finalmente descartadas, la experiencia de la consulta por los estatutos costó pero valió para sacar de su zona de confort al aburguesado oficialismo. A cualquiera desmotiva competir solo, no tener la posibilidad de enrostrar una derrota al contrario perdedor, pero nada incomoda tanto al gobierno del “empate catastrófico”, primero, y de las “tensiones creativas”, después, como quedarse sin rivales y verse obligado a lidiar con sus propios fantasmas.

Los fantasmas no existen, pero que asustan, asustan. Excepto la “Primavera boliviana” en las redes sociales, nadie hizo campaña por el No a los estatutos y esto, precisamente, fructificó en un éxito sin precedentes para el “candidato” invisible; otro fantasma. Tan curioso es este momento que, al final, reditúa más a la oposición no existir.

En realidad, la oposición existe. Que no tenga barba o moflete; que no sea identificable con un signo político-partidario, de ningún modo significa que no exista. Habiéndose consumado el desmantelamiento del sistema de partidos, no es una locura pensar en una palestra virtual con una oposición “irreal”; si bien caótica, pujante, mimetizada entre la fauna ciberespacial y, a la luz de los resultados, efectiva gracias a la creatividad inagotable de una nueva ciudadanía política, sí, en Facebook.

Todo indica que mientras más saque la cabeza la oposición tradicional para apoyar cualquier causa contraria a este oficialismo de afanes imperecederos y por tanto antidemocráticos, menos favor ciudadano obtendrá. Esa oposición —caduca— deberá entender que está inmersa —también— en un proceso de cambio.

En el otro lado de la balanza, tras el último guantazo autonómico y sabiendo que ahora sí que no hay margen de error, el Gobierno ha puesto las barbas en remojo varios meses antes del 21F. Y está dispuesto a todo, incluso a forzar los números del crecimiento económico con tal de que haya doble aguinaldo —para obtener el agradecido voto de la clase formalmente empleada—, no importándole si con esto mata la industria nacional. ¿Para el MAS, esto es lo de menos?

Por último, la democracia —buena o mala— no solo tiene que ser. También parecer.

Dársena de papel
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