Blog de Oscar Díaz Arnau

Las derrotas que se niegan a reconocer

La importancia del fallo de la CIJ, contrariamente a lo que parece, no radica en la idea de la obligación de negociar sino en el explícito reconocimiento de La Haya de que Chile tiene cuentas pendientes por resolver con Bolivia. Con esto —que no es lo mismo que aquello— queda desbaratado el argumento principal de que el Tratado de 1904 invalida cualquier reclamo de acceso soberano al mar.

“…los asuntos en litigio no son asuntos ya resueltos por arreglo o acuerdo entre las partes, ni por laudo arbitral, ni por decisión de un tribunal internacional, ni tampoco regidos por acuerdos y tratados en vigor a la fecha de formalización del Pacto de Bogotá”. Es cierto, no se pronuncia sobre el fondo de la demanda, pero sí deja establecidos —y con bastante claridad— los fundamentos erróneos de Chile para rechazar el pedido boliviano. El ojo avizor sabrá distinguir que, además, sienta las bases para el fallo definitivo.

Mediáticamente, la batalla legal es menos rigurosa. Bachelet no quiere admitir que en esta instancia Bolivia ganó (y por lo tanto Chile perdió). Parece sentirse cómoda preconizando una sentencia desfavorable, algo raro en una nación cuya característica no es precisamente la de políticos dejándose arrastrar por la corriente demagógica en terreno diplomático. Cualquier mortal deduce que cuanto más de esto ocurra, menos posibilidades de éxito tiene un país de salir airoso en un diferendo internacional.

No hay necesidad de condena alguna. El (¿buen?) político no pierde nunca: puede no ganar, pero nunca perder. Y si no, veamos con qué facilidad las autoridades bolivianas se sacudieron la pelusa de la derrota de hace apenas una semana en los referendos por los estatutos autonómicos. Evo Morales padece constantemente un problema intestino que Bachelet, al menos en apariencia, goza reproduciéndolo: la deshonestidad.

En contraste con la política de los políticos demagogos, la diplomacia de los diplomáticos de carrera —por principio— no acepta la deshonestidad. La teoría expuesta por Felipe Bulnes de que la demanda boliviana quedó “significativamente reducida” fue descartada, antes que nadie, por el educado pueblo chileno (ni aunque se esfuerce, el gobierno de Bachelet podría malograr en un minuto la tradición histórica de los mayores diplomáticos del continente). Bolivia nunca pidió más de lo que pidió, es decir, que La Haya obligue a Chile a sentarse a negociar; y no solo lo consiguió, sino que la CIJ determinó como objeto del diferendo la existencia de la obligación de negociar un acceso soberano al mar y el incumplimiento de tal obligación. He aquí la real importancia de la victoria de Bolivia, que su contraparte se niega a reconocer.

La negación de la realidad es una de las grandes debilidades del ser humano y, por contagio, también de las democracias aparentes de hoy en día. Así, con el efecto mediático determinante en los tiempos que corren, muchas veces acabamos creyendo que somos lo que nuestros gobernantes (a menudo deshonestos) dicen que somos. Por eso si Morales quiere, el MAS no habrá perdido en los referendos autonómicos. Por eso si Bachelet quiere, Bolivia no habrá ganado nada en La Haya.

Respecto a esto último, es bueno saber que cuando Bachelet se muestra feliz con la decisión de La Haya y reitera que Chile no tiene pendiente ningún tema territorial o limítrofe con Bolivia, apenas está siendo consecuente con los derroteros de su capricho (demagógico, de ser humano y de presidenta), aunque esto le signifique la posibilidad de estar cavando su propia tumba política. O peor aún, de estar contratando un sepulturero caro, la CIJ, que el jueves dijo exactamente lo contrario.

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El repostulador profesional

Los bolivianos atraviesan por un conflicto desesperadamente arjoniano: el problema no es problema. Dice la psicomusicología política que en algún impreciso momento de la historia de este país, el problema dejó de ser la afectación de la democracia por las continuas reelecciones presidenciales y se travistió en la persona que hace del problema, un problema. “Dime que NO y lánzame un SÍ camuflajeado…”.

Intentaré explicarme mejor. La fuerza de la costumbre impuso la costumbre al problema; es decir, al igual que cuando ‘mientes, mientes y algo queda’, el que acostumbra al resto a tenerlo por imprescindible naturaliza su presencia en ese lugar sagradamente reservado para los humildes, para los menos apegados a sí mismos y más dados a los demás. Estos se reconocerán falibles y estarán deseosos de realizar la labor que humanamente les sea posible para, al cumplir su mandato, entregar la posta al que sigue. De eso se trata la integridad democrática de un hombre o de una mujer en función de gobierno.

Lamentablemente, la de los insustituibles no es una costumbre nueva en Bolivia: pasó antes con otros presidentes que, como Evo Morales, se dijeron democráticos y lo fueron, aunque les faltó integridad. A todos ellos se les estropeó el chip de la humildad.

Evo se postuló en 2006, se repostuló en 2009 y en 2014, se repostulará de nuevo en 2019 y, al parecer, no tiene mayor inconveniente en postularse para otra repostulación en 2025. Tal será la fuerza de la costumbre que, hoy, no sabe hacer otra cosa que ir a la reelección. “¿Persevera y triunfarás?”, “¿el que se especializa llega lejos?”; pronto, su férrea costumbre lo convertirá en un repostulador profesional y, entonces sí, suficientemente, alguna universidad podrá investirlo con su Doctorado Honoris Causa.

El título de “repostulador profesional” no lo consigue cualquiera. Un repostulador profesional debe ser alguien que se quiera a sí mismo por sobre todo y por sobre todos. Como todo el que busca escalar en la vida, antes que nada debe tener ganas, muchas ganas de ser presidente, de ser vicepresidente, por ejemplo. Y un repostulador con título debe estar predispuesto a la reelección indefinida, consecuencia lógica de toda paciente construcción de caudillismos a prueba de democracias efectivas.

A diferencia de las democracias íntegras —se entiende, hechas por demócratas íntegros—, los caudillismos —como los patriarcados, como las monarquías— necesitan de personalismos impenitentes. El sistema político del caudillaje tiene la costumbre de insuflar egos y paralelamente desarrollar una duradera campaña de persuasión, con el objetivo de que el pueblo —por costumbre— acabe convenciéndose de que nada será posible sin el elegido, sin el caudillo. Fundamental: la campaña debe sustentarse en el maniqueísmo (“es él o nada”) y ser catastrofista (“es él o el mundo se viene abajo”).

El repostulador profesional, tarde o temprano, se convierte en el problema del problema de una democracia afectada, precisamente, por la reelección consecutiva del repostulador consuetudinario. (Dicho sea de paso, otro rasgo característico de este político titulado en Bellas Artes es que suele desplegar el simpático —pero conmovedor— argumento de que no es él quien se repostula, sino que lo repostulan. Es, lo repostulo, una cuestión arjoniana).

El problema del problema que no es problema se resolvería con una democracia íntegra. No es necesario un asceta como presidente: con una moral discreta en el Palacio basta y sobra para un país de gente honrada y nada pretenciosa como la boliviana. Bolivia, por último, se merece un poquito de respeto, tan solo buen gusto musical en la política.

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Andrea y el sentido de nuestras muertes

Mi madre es mujer y conoce de las vicisitudes del género. Cuando estaba embarazada de su segundo hijo varón, según la ecografía de hace más de 30 años, yo esperaba con ansias la llegada de mi hermano, incluso después de entender que se acabaría el monopolio del consentimiento en la casa. No sabía que la pantallita para ver de cerca y el médico con lentes gruesos como vidrio de botella eran tecnológicamente incompatibles en los albores de los ochenta, por eso no se me cruzó por la cabeza que aquellas imágenes gelatinosas en blanco y negro serían tan imprecisas que el niño escurridizo podría no ser mi hermano, sino todo lo contrario. Al nacer la Mechi, confundida con la noticia, ocupada su mente con el ajuar celeste y todos los meses de panza y de sueños y de nombres sugeridos y descartados, mi madre, que es mujer y conoce de las vicisitudes del género, atinó a decir una sola cosa: “¡Pobre, va a sufrir!”.

Ahora lo cuenta entre risas, como parte de su repertorio de anécdotas; aquella noche, en el quirófano y bajo los efectos de la sedación, le salió del alma. Para mi madre tener una hija, a diferencia de lo contrario, significaba —ipso facto— sufrimiento. El sufrimiento que suena masculino, pero que siempre tuvo rostro de mujer.

Eran los tiempos del sexo débil, del sometimiento discreto, de un patriarcado militar —obligatorio y sin chistar—, de cuando la realidad se aceptaba tal como venía, generalmente, importada por una cigüeña y de París. Hoy, esos tiempos han cambiado y sin embargo, aunque se haya avanzado kilómetros transatlánticos en derechos humanos y equidad de género, la mujer sigue sufriendo por las actitudes machistas que gobiernan todavía el planeta.

Tuvieron que pasar más de 40 años para que yo comprendiera el verdadero significado de las palabras anestesiadas de mi madre cuando tuvo a mi hermana, cuyo nombre, contra todo pronóstico, finalmente no fue Alejandro. Mi hermana tampoco se llama Andrea pero es mujer y, como a mi madre, supongo que la vida le enseñó a conocer las vicisitudes del género.

Los periodistas, de nuestro lado, hemos perdido el monopolio del consentimiento público en los medios de comunicación; por eso, no solo nosotros sino también el ciudadano de red social, todos, estamos llamados a pensar, a reflexionar seriamente antes de contribuir con nuestra imprudencia a la “viralización” de una condena para alguien que no ha recibido una sentencia judicial firme. Apelo a la responsabilidad (y no digo que sea fácil, cuesta, sobre todo en casos sensibles), sin dejar de sostener que las redes sociales están para la expresión libre de los pensamientos y los sentimientos de las personas. No creo que una cosa esté reñida con la otra.

Yo entiendo. Indigna y duele hasta la médula pensar a nuestra hermana o a nuestra madre en la posición de Andrea y de Helen. Indignan la soberbia y la insensibilidad en la televisión que cinco segundos más tarde puede mostrarnos un koala o un oso panda en su hábitat natural. Indigna la gente que detrás de una discusión de pareja que acaba en violencia ve un implícito “merecimiento” del “castigo” masculino a su contraparte femenina. Indignan las vicisitudes del género, indigna que casi siempre sean ellas las que pierdan con los peritajes tardíos, con los chivos expiatorios, con las maniobras leguleyas. Indigna —¡y cuánto!— la mentira, esa que podemos incluso tocar con las manos como evidencia irrefutable de algo que, dolorosamente, no es más que nuestra verdad.

Hay una Verdad, con mayúsculas, y es la que se debe encontrar para que haya justicia. En esa esperanza está el sentido de nuestras vidas, de nuestras muertes.

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La Miss, el escarnio y la red social

No hace falta que te martirices trepándote a unos zancos que acaben en taco aguja. Tampoco que te vayas al otro extremo y te dejes llevar por la moralina a ras del suelo de los abogados defensores de Miss La Paz; después de Francisco, la competencia se ha puesto dura para los pastores de Dios en la tierra. Basta con que razones un poco.

¿Recién te enteras de que el hombre puede ser despiadado con otro hombre y, todavía más, con una mujer? Yo te pregunto: ¿Por qué el machismo, dominando en todos los ámbitos de la vida, no habría de pavonearse en Facebook? Te pregunto a ti, que no naciste ayer: ¿Recién descubres que la red social es cruel? ¿No te diste cuenta de que en ese ficticio territorio de la realidad nos ponemos todos de acuerdo para ser “buenos” solamente cuando Facebook nos avisa que nuestro “amigo” cumple años?

Si necesitas de un aparato que te recuerde que un amigo está cumpliendo años, algo anda mal. Si al otro lado del planeta una mujer es condenada a decapitar a otra como regalo de bodas y, no muy lejos, un tipo se entretiene matando a un león llamado Cecil, no desentona que medio país se distraiga golpeando virtualmente a una chica por su respuesta dentro de un concurso de belleza cuyos organizadores ganan plata gozando con la incomodidad de ella y otras jovencitas nerviosas y con desórdenes alimenticios.

Pero, no te equivoques: la red social y sus moradores —pertenecientes al reino animal— no están para redimir a nadie, menos en un mundo deshumanizado como el nuestro; ojalá no fuera así. El escarnio forma parte de las leyes no escritas de la red y, estando emparentado con el ingenio, a mí, el de Quevedo por ejemplo, me fascina. Si pretendes “enderezar” la red social capando una de sus partes íntimas, como es el escarnio, no podrás evitar pasar antes por las tumbas de Voltaire y Chaplin y, lo más incómodo del trámite, soportar a este par de atrevidos revolcándose en tus narices.

La mofa —como el humor negro, la ironía o el sarcasmo— utilizada con inteligencia puede ser un arte reservado para pocos. A la “víctima” no le cae nunca bien, por supuesto, y he ahí la paradoja de la genialidad del ser (in)humano, que es capaz de reírse perversamente del dolor ajeno. No deja de ser un arte, sin embargo; que guste o no, es otro cantar. A mí por ejemplo me gusta el fútbol, no... ¡Ay de los abogados defensores de la Miss y su gazmoñería! ¡Vaya pretensión, la suya, de querer privarnos de la burla en la red social nada más que porque en ella se ha enredado un taco aguja!

La reflexión que busca poner en el lugar de la Miss a tu hija, a tu hermana o al femenino cercano que se te ocurra, es moralina pura; aparte de una obviedad igualmente pueril. Admira de todos modos a sus portadores, que desde el fondo de su corazón lanzan salmos al viento para que este mundo cruel reconduzca su vil accionar. Yo sin embargo te sugeriría menos exigencia y más trabajo en casa, para que las próximas generaciones sean mejores que la tuya. Y, entretanto, que no mandes a tu hija al cadalso: está en tus manos evitar que medio país se mofe de ella en la ley de la red social.

Por último, bien lo dijo la colega Mery Vaca: estos concursos no deberían existir porque denigran a la mujer; claro, nuestra Donald Trump no lo permitiría de ningún modo. Yo podría perdonarles la vida siempre y cuando obviasen el testeo de la inteligencia de nadie. A los futbolistas, siguiendo la línea de otra proliferada comparación de los últimos días, no se los juzga por su lenguaje sino por su desempeño futbolístico. Y, Unitel todavía no ha inventado la fórmula para medir la belleza interior.

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Pluriculturalidad y comunicación

La palabra no siempre nutre. El papá Estado ha dado el salto tecnológico y vuela ahora en helicóptero; de alguna manera debe llevar el alimento para sus 36 polluelos, que con paciencia de siglos lo esperan cada día en el nido para tomarse su ración de sopa de letras constitucionalizadas. Saben, los polluelos, que la sopa alcanza para sobrevivir, no para vivir bien, como les habían prometido; saben que están condenados a la desaparición, pero confían en que su papá Estado los reconocerá desde el helicóptero. “¡Allá están!”, los ha visto; no podría confundirlos: es su papá. Estacados en cruces de madera como espantapájaros, vestidos con traje típico, coloridos y hablando su propia lengua, tienen derechos, los polluelos. Es la pluriculturalidad en Bolivia.

Lo pluricultural alude obviamente a la multiplicidad de culturas e indirectamente a la diferencia; te lleva a mirar al otro, primero a que notes que hay otro y después a que entiendas que ese otro es diferente a ti, siendo también boliviano. Este es el gran mérito del proceso de cambio liderado por Evo Morales, de ninguna manera el haber inventado nada que no estuviera ya presente —oculto por los intereses de clase que todos conocemos— mucho antes incluso del surgimiento del indianismo-katarismo en los años setenta.

El hecho de la visibilidad de un preexistente fenómeno de tales características, con la inclusión en la sociedad de sectores por siempre marginados, no es poco, pero ahora, después de seis años de la “oficialización” de la pluriculturalidad en Bolivia con la nueva CPE, conviene preguntarse si el papá Estado pudo aterrizar en el nido con mejoras tangibles para las naciones indígena-originarias llevándoles prosperidad, o si en cambio el helicóptero permanece en el aire con el valioso pero insuficiente reconocimiento de sus derechos como tales. El estereotipo del indio de traje típico, anclado al suelo como una estaca, a veces confinado a la espera de su extinción, no debería ser lo pluricultural.

No solo de letras en sopa viven los pueblos, no siempre nutre la palabra. La pluriculturalidad es algo más que papel, por más que ese papel configure una Constitución y que esa Constitución reconozca —nada menos que— derechos individuales y colectivos de personas y de naciones o pueblos originarios.

En el marco del “nuevo” país, la democracia exige una participación efectiva de esos pueblos cuya voz —diferente— pide pista en igualdad de condiciones respecto de las que están acostumbradas a hacerse oír por una cuestión de culturas dominantes y dominadas y también por ausencia de políticas a favor de los desatendidos, pese a que la CPE garantiza el derecho a la comunicación y a la información para todos los bolivianos. Allí radica la importancia de que los medios públicos y privados avancen en la profundización de la democracia para, como dice Néstor García Canclini, estar conectados en procura de corregir las desigualdades.

La pluriculturalidad, fuera de la demagogia política y del reconocimiento simbólico de un pasado generalmente triste, sinónimo de vencidos por la opresión de un colonialismo salvaje, merece una reconstitución de las diferentes identidades nacionales contenidas dentro de la gran nación boliviana sobre la base de una comunicación articuladora, eje de una integración cuyo objetivo no sería el de componer un mosaico homogéneo de voluntades para que vivan felices y coman perdices bajo una sola bandera, sino el de cristalizar un verdadero hermanamiento (pluri)nacional.

Entonces sí, con la conciencia tranquila, podremos pensar en la utopía de vivir bien, lo que se conseguirá solamente aterrizando en el nido con algo más que palabras.

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El Gobierno, Francisco y sus detractores

Los católicos no deberíamos enojarnos con los no católicos que encuentran en la llegada del papa Francisco un buen pretexto para señalar las contradicciones del Gobierno respecto de los principios, establecidos por él, dentro de la “nueva” Bolivia plurinacional, pluriétnica, pluricultural y, a Dios gracias, pluriespiritual.

¿Hay incoherencia en la nueva actitud del Gobierno frente a la Iglesia católica en tiempos de laicismo estatal? Sí. Por eso los católicos no deberíamos enojarnos con los no católicos que adoptan una actitud crítica hacia las inconsistentes autoridades; aun si cargan contra la Iglesia de Roma, que en los siglos precedentes incurrió en gazapos históricos del tamaño de una Inquisición.

Los católicos debemos entender que, por elección propia, los no católicos estarán al margen de las actividades del Papa en Bolivia y que de algún modo tienen que seguir viviendo, incluso, mientras se paraliza por decreto su país laico debido al arribo de una personalidad religiosa, por más Francisco que esta se llame. No me cierro en mi fe, intento analizar y comprender el fastidio de los no católicos.

Descontando las desagradables expresiones de un legítimo feminismo tristemente caricaturizado por María Galindo, detecto dos motivos principales para aquel rechazo: (1) Además de la incongruencia del gobierno de un Estado laico recibiendo a una autoridad católica con honores aparentemente incompatibles con la humildad reclamada por Francisco, (2) el gasto de fondos públicos pertenecientes a todos los bolivianos, incluidos los de los no católicos.

Para ambos motivos tengo una posición; si quieren, pueden tomarla como de quien viene, un católico como yo, sin considerar mi esfuerzo por racionalizar la situación.

1) A la contradicción antes dicha yo añadiría la doble moral, la repentina piedad cristiana de un gobierno hasta estos días orgullosamente aconfesional que, semana de por medio, arremete contra representantes nacionales de la Iglesia católica. Hoy, nuestras autoridades son más papistas que el Papa y serán las primeras en caer rendidas ante el Cristo crucificado, las primeras de la fila en el momento de la comunión y las primeras en arrimarse al Obispo visitante para no quedar fuera de la estampita que dentro de unos años mostrarán, inflando su pecho laico, a sus nietos bautizados.

Mañana, cuando Francisco deje el país, las mismas autoridades piadosas tendrán que retomar la agenda hostil contra la Curia porque, según el presidente Morales, al menos algunos de sus miembros responden a la oposición política boliviana.

2) En términos económicos, efectivamente, se utilizan fondos de todos los bolivianos que salen de las arcas del Gobierno nacional, de los gobiernos departamentales de La Paz y Santa Cruz y de los municipios involucrados directamente con la ilustre visita. Pero, en el frío balance de los números, no católicos y católicos podríamos ponderarlos como una inversión —de 2,4 millones de bolivianos, según el Ministerio de Culturas— en vista de los cerca de 122 millones de dólares que de acuerdo con la misma fuente se moverán en la economía durante la visita de Francisco. Por último, todo es cuestión de actitud.

Un viejo excura que conoce como pocos al catolicismo me enseñó que la actitud es lo que cuenta y que, en este sentido, hay dos tipos de Iglesia: la jerárquica (cercana al poder, ve al Papa como a un Sumo Pontífice) y la servidora (la del Evangelio, porque Jesús enseñó a servir).

A Francisco no le gusta que lo llamen Sumo Pontífice, y muestra una actitud de servicio. Este Papa es expresión de cambio, promueve una Iglesia más apegada al Evangelio, y yo quisiera, también, más alejada del poder. ///

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El padre Mateo y la mecánica cuántica

Es tan claro que da vergüenza escribirlo. Voy a justificarme diciendo que hago mecánica cuántica.

1. “En la lógica beligerante del populismo sudamericano, el gobierno de Evo Morales necesita de una oposición para existir: no sabe ser sin el otro —se entiende— contrario”. Antes fue la prensa, ahora la Iglesia católica. El pecado del padre Mateo es ejercer de cura en tiempos de gobiernos que repelen a todo el que osa exigir un cambio en las políticas públicas.

2. “No hay populismo sin confrontación, sin violencia verbal, sin pelea; en suma, sin rival”. La armonía que lleva a la concordia social incomoda a los gobiernos cuyo accionar se fundamenta en mensajes cargados de símbolos y de chantajes discursivos. Sometida casi a diario a presión psicológica, la población tiene prohibido disentir con el socialismo de hoy porque lo contrario implica su adscripción a unas etéreas filas opositoras o, lo que es lo mismo, representar al omnipresente diablo en la tierra.

3. “Nadie se atreva a pedir nada que no sea del agrado del Gobierno”. Bajo esa premisa alojada como un chip en el inconsciente colectivo, rige la autocensura para evitar la ojeriza de los alienados por aquellos que tergiversan el paisaje ideológico estigmatizando, sin paradas intermedias, con la “derecha” y el “neoliberalismo”.

4. “El populismo no existiría sin la idea de la confabulación”. Todo el tiempo se urden planes para tumbar socialistas del siglo XXI. Todo el tiempo se busca desestabilizar las economías de los países mal llamados “progresistas”. Todo el tiempo se quiere matar presidentes de izquierda o, lo que es lo mismo, a la encarnación del bien en la tierra. Mientras más confabulan contra ellos, ellos más pueden victimizarse. Y no hay confabulación sin confabulador. Y si no hay confabulador, lo inventan.

5. “No hay peor populismo que el que carece de oposición”. Si no tiene enfrente capacidad política, el populista —para subsistir, para no hundirse en la soledad de su discurso vacío— se ve obligado a buscarse una oposición fuera del sistema de partidos. Por eso el Gobierno inventó primero a la prensa y ahora fantasea con la Iglesia del padre Mateo. Es una relación de amor y odio: necesita opositores para vivir, pero los hiere. Tanto que en el último round mandó al torpe de la brigada a hincarle el diente en la yugular de la Curia y, como a la Iglesia le cuesta morderse la lengua ante las injusticias, reaccionó, ofreciéndole al Gobierno un santo motivo para victimizarse.

6. “Sin una oposición real, no hay gobierno más cómodo en el mundo que el boliviano”. ¡Qué fácil es hacer gobierno solamente con discurso y con dos palabras por vocabulario: derecha y neoliberalismo! Se las enseñan en la escuelita política del MAS (hasta hace un tiempo, por lo menos, a cargo de Alfredo Rada, el que hizo de mariscal comandando desde una loma la represión en La Calancha). Después, proveen al alumnado las armas necesarias —ojalá fueran ideológicas— para despellejar opositores (inexistentes o invisibles, según cómo se quiera ver el vaso).

7. “¿Quién dijo que es sencillo hacer bien las tareas?”. Malacostumbrados a gobernar sin oposición, cuando alguien saca la cabeza del hoyo en el que han metido a la sociedad temerosa, lo atacan y a la vez le dan alas porque les conviene tener, aunque sea, un remedo de oposición. Pero a veces pierden el libreto y se ponen nerviosos, por ejemplo, con un cura que se pinta en la cabeza un 10 y un signo de porcentaje.

El padre Mateo es y no es. Hacen que sea y que no. Como el gato Schrödinger, en el experimento. Les advertí que escribiría de mecánica cuán

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“Ahora no”, el grotesco

El hecho moral o estéticamente condenable del grotesco político, en el escenario de un circo romano a la boliviana, bien puede morigerarse o, para los ajustados efectos de esta columna, maquillarse con un poco de estilo; de última, con buen gusto. Dicho esto, ¡que comience la función!

Acto 1: Descontando las que puede infligirle algún descortés rival, en el primero o en el segundo tiempo pero siempre dentro de la canchita sintética, el Emperador ha recibido clases aceleradas de coherencia en la política del mar y siendo este un anegadizo tema, prácticamente no tiene fisuras. Ojalá fuera así en todo y mostrara la misma sensatez en otros asuntos importantes como el del respeto a la institucionalidad, que es lo mínimo exigible en cualquier estado de derecho.

Acto 2: Contra todo pronóstico así de competitivo, la prudencia que ha ido consiguiendo el Emperador fue degenerando en el arrojo últimamente púber del segundo del Emperador, que, por una cuestión más o menos lógica, debe lanzarse al vacío desde veinticinco metros en cuanto puente se le cruce para, de algún modo, situarse a la altura temporal de su joven y bella esposa. A esta práctica deportiva del matrimonio se la conoce como “puentismo”o “puenting”.

Acto 3: El jugador número diez del partido antes dicho acaba de meter la pata con una de antología. De la próxima antología de Evadas volumen… ya hemos perdido la cuenta. Cita textual para que nadie diga que se tergiversa o se pretende poner en el Emperador palabras que su boca de ciruela, como diría Neruda, nunca ha expresado: “Ahora no va a haber ni cuoteo de movimientos sociales. Hay que escoger a hombres y mujeres capaces, que saben (de materia electoral) y con mucha experiencia”.

“Ahora no...”. Ahora no va a haber cuoteo, ha dicho, dejando para el antes dicho anecdotario una tácita aceptación de lo que todo el mundo sabía (el cuoteo en el Tribunal Electoral) pero jamás hubiera imaginado en un verdadero emperador.

Entremés: Para la construcción de una obra, aunque sea a la boliviana, siempre será mejor cuidar las formas. Más todavía, considerando la escasez crónica de políticos templados, siquiera interesantes —¡ni qué decir ingeniosos!—, el pueblo se merece al menos un circo romano con emperadores como la gente. Si van a ser tan crueles de reírse del pueblo contra las fieras, ¡háganlo con estilo!

Acto 4: No conforme con lo señalado, el Emperador ha perdido del todo la línea cuando hablando del mismo tema reveló, con desparpajo, sin ruborizarse, que “la Csutcb (o sea, la Confederación de Trabajadores Campesinos, cercana al partido del Emperador) eligió a (Irineo) Zuna y las cooperativas mineras a (Ramiro) Paredes”.

En la misma ruta de las confesiones, el segundo de la Cámara Baja no quiso ser menos que el Emperador: “Ahora se va a dar un valor principal al tema de la meritocracia”. Ahora… ¿y antes? ¿Qué pasó antes? Antes, cuando a nadie se le pasó por la cabeza que el mérito era fundamental para legitimar esa elección; cuando hacía falta tener de vocales a simpatizantes del Emperador para, quién sabe, favorecerse con sus decisiones en épocas electorales.

Acto final: No molesta que lo hagan —al fin de cuentas, el pueblo está acostumbrado—: molesta que lo hagan sin estilo. Lo burdo, el insulto a la inteligencia del pueblo que, entretanto, desafía a los leones en el circo para entretenimiento de autoridades poco dadas al tacto salvo en un caso, en el que un par de asesores impiden que, siendo ellas un futbolista emperador y su segundo, puentista, se ahoguen por creerse expertos nadadores en las costas del Pacífico.

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La palabra que se dice

Hay palabras que pareciera que se quedan dormidas y nunca ven la luz del día. ¿Será por la noche, que las envuelve y las anuda con un hilo rojo para que no sean dichas, para que se ahoguen en la boca y mueran justo antes de que el pensamiento tome la extraña decisión de traducirlas y sacarlas para fuera?

Las palabras que no se dicen, a veces, se piensan. Están vivas antes de morir: no llegan a ser y se mueren. En cambio las palabras que se dicen y no se piensan, viven primero y se mueren de vergüenza después.

Pensar antes de hablar o de escribir... Parece algo lógico, que cae de maduro. ¿Será por esto, porque no siempre se cae así, de maduro, que tan frecuentemente no se piensa antes de hablar o de escribir?

“Quien piensa claro, escribe claro” nos decía estampado a la pared, tieso, en puntas de pie, el maestro Gonzalo Gantier en la clase de Redacción y Estilo. No hacía falta más, nada más y nada menos que pensar antes de escribir. En las aulas universitarias, no he recibido mejor enseñanza que esa.

Generalmente no se toma el recaudo de pensar antes de hablar o escribir.

Un ejemplo común en nuestro medio: Cuando se nos ocurre decir (o escribir) “hace una semana atrás”, si pensáramos antes de expresar esa frase nos ahorraríamos la palabra “atrás” y simplemente diríamos “hace una semana”. Pero no pensamos.

Conclusión: Si pensáramos, si prestásemos atención a la idea que formamos en la cabeza antes de sacarla fuera, cometeríamos menos errores. Esto, por supuesto, puede ser aplicado en todos los ámbitos de la vida.

Cometer menos errores… ¿A quién le importa cometer menos errores? El mundo corre tan a prisa que estos no son buenos tiempos para pedir reflexión, calma, una pausa en medio de la carretera (hace décadas, la frase hubiese sido: “una pausa en el camino”, pero ya no existe esa palabra mansa que alude a la tranquilidad de una senda).

Tan a prisa corre el mundo que, aun viviendo en él, no lo conocemos: lo vemos pasar por nuestras narices sin aprehenderlo nunca. Aun siendo los inventores de la tecnología —esa misma que nos acerca tanto como nos distancia con apenas un click—, somos incapaces de detener el tiempo, no sabemos dominarlo ni podemos quedarnos en él, obligándolo a estar a nuestra disposición un minuto entero.

Esto que voy a decir ahora, no importa mucho (yo sé que no hay tiempo para pensar). Lo digo solamente porque lo tengo atravesado en la garganta, y, al final, cada uno desaprovecha el tiempo que no aprehende como mejor le place. Aquí va: Si cometiéramos menos errores, seríamos mejores.

Ser mejores… ¿un propósito inteligente, no? Pero la inteligencia es una facultad en vías de extinción. Y la que perdura, generalmente herencia de sabios ancestros, anda precipitada por carretera, no conoce la tranquilidad de la senda.

Ser mejores, o buscar la superación, no encaja. No hay tiempo para semejante cosa.

Retomando el hilo rojo de la noche negra del principio, yo creo que una palabra pensada será mejor que se la diga. Eso antes de que la palabra sea más rápida que el pensamiento.

De todos modos, en cabezas de tecnologías avanzadas como las de hoy, sería ilógico pues andar a otro ritmo que no fuera el de este mundo, y caer en la antigualla de vivir a pensamiento suelto, reflexionando antes de hablar y escribir. ¡Por favor!

Bueno, bueno… Al menos circulen en ese atolondrado tren los versos que el poeta José Hierro ha dicho: “Hay que invadir el día, / apresurar el paso, /¡de prisa! / Antes que se nos eche / la noche encima… / Decir nuestra palabra / porque tenemos prisa. / Y hay muchas cosas nuestras / que acaso no se digan”.

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Democracia: La revolución del sentido común

Tiene una extraña manía la democracia: En la sala de la historia, prefiere sentarse siempre en el incómodo sillón de la crisis. La comodidad no es lo suyo.

Retomando el hilo de mis dos anteriores columnas (“Democracia: La ingenuidad de creer” y “Democracia: La posibilidad de mejorar”), y para cerrar la tríada, existe un curioso empeño en descuidar esta forma de gobierno, pese a que se la reconoce por su benignidad, especialmente a la hora de las comparaciones con otras obviamente aciagas. A la democracia, por lo menos, la hacemos todos, o deberíamos hacerla todos, ojalá, sin perjuicio de los demás.

El problema no está solamente en el político que le da un aspecto corpóreo a la democracia, sino también en la sociedad que no acompaña el proceso de sus buenas o malas realizaciones porque se limita a votar y punto. Cuando alguien dijo que “la política es algo demasiado serio como para dejarla en manos solamente de los políticos”, no se equivocó.

Hacia un mundo mejor, sobre todo justo, soy un convencido de que no habiendo una deseable escuela o un severo instituto formador de políticos, el sentido común se constituye en la base del éxito de una gestión política en democracia. Si algo le falta a la política de los políticos, a los políticos de la política, es coherencia y sensatez. Con dos dedos de frente, yo creo, podemos ser mejores.

Como los políticos seguirán haciendo experimentos con la política, la sociedad debería exigirles, al menos, un mínimo de madurez en sus actos. Para eso antes la que debe madurar, en democracia, es la sociedad.

El sentido común —no demasiado lejos de la concepción gramsciana con enfoque marxista— implica una crítica elevada. ¿En qué punto de la transición de una neoliberal democracia pactada —y fracasada— a una de la hegemonía del poder, o sea de la “imposición pacífica” del socialismo siglo XXI nos encontramos?, ¿cuál es la verdadera revolución? ¿Existe el punto medio entre la derecha perdida y la izquierda extraviada? ¿Nos conviene un punto intermedio?

Dejando al margen aquí las intrincadas razones filosóficas y sociológicas de los siglos precedentes, y confiando en que algún día habrá una efectiva madurez democrática en nuestro país, el sentido común no debería llevar a otro lado que no fuera un encuentro necesario entre quienes confían y quienes no confían en el proceso de cambio en curso. Y si no, a reflexionar sobre la forma de hacer política en la actualidad con fines de una interpelación, también necesaria, desde la sociedad. En las conclusiones de su interesante libro “Bolivia: Procesos de cambio”, John Crabtree y Ann Chaplin (PIEB, CEDLA y OXFAM GB, La Paz, 2013) afirman que “construir un ‘Estado Plurinacional’ resultaría más difícil en la práctica que en el papel”.

El sentido común (no el rígido y primitivista señalado por Gramsci, sino el crítico, “renovado”, como lo concibió también el italiano aunque a su manera y con los objetivos harto conocidos) manda a hacer las cosas en la medida de la conveniencia de la generalidad, y resulta conveniente en todos los ámbitos de la vida salvo en el arte, campo en el que su aplicación sería un boteriano despropósito.

A fuerza de la búsqueda del buen vivir, que a veces puede transfigurarse y parecer “el cambio” o, su familia putativa, una mera transformación, es común la pérdida de la brújula: el sentido común. Nada de qué preocuparse; por último, decía Jacinto Benavente, “es más fácil ser genial que tener sentido común”.

Como el sentido común no es tan común (Voltaire), el menos común de los sentidos (Galeano y otros más), habrá que esperar a la revolución.

Dársena de papel
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