Blog de Marcelo Arequipa Azurduy

¿Purga o circulación?

El estado en el que se encuentra el MAS ahora mismo es el tema central que nos ocupa por tres señales: el retorno de Evo Morales, la conformación de la burocracia estatal expresada en ministros y viceministros, y la conformación de las listas de candidaturas para las próximas elecciones subnacionales.

Existen dos vías al menos conocidas que llevan adelante las organizaciones políticas en contextos como este. La primera, conocida como las purgas que tienen un objetivo más cruel y de imposición del miedo al interior del partido, esta práctica consiste en acallar la disidencia interna por la pelea del poder, entonces el líder del partido decide destruir las disidencias inventando bloques duros y radicales que atentan contra él y el partido. Para este cometido incluso se suele crear dentro del partido una suerte de comité de regulación interna que se encarga de ejercer las labores coercitivas. Es decir, sobre todo para controlar la idea de que puedan aparecer liderazgos opuestos al jefe de turno que podrían empujar por un cambio interno.

La segunda vía, más compleja que la primera, porque demanda una serie de movimientos acordes al contexto del partido y a la esencia misma de este. A este proceso se lo puede denominar como de circulación de élites políticas, un punto de partida importante al respecto es saber que no se trata de que sale el grupo A y entra el grupo B, los procesos políticos y sociales jamás se presentan con tanto purismo; lo que existe es algo largamente conocido como que los viejos elementos se mezclan con los nuevos.

Ese proceso de mezcla de elementos tiene algunos rasgos que se pueden evidenciar en lo que le está pasando al MAS en este último tiempo. A juzgar por las listas de diputados y senadores electos en este partido, se evidencia una clara tendencia a ubicarse en su base más orgánica con representantes que en casi todos los casos provienen de ser dirigentes en organizaciones sociales. 

En las nóminas de ministros y viceministros resaltan tres aspectos: profesionales que los denomino como sujetos plurinacionales: personas con una raíz identitaria cultural fuerte, y con un alto nivel de formación profesional. Luego, están presentes dirigentes de organizaciones sociales que en mayor medida pertenecen geográficamente al altiplano boliviano. Finalmente, algunas viejas fichas conocidas porque ocuparon puestos en la gestión pública en tiempos de evismo.

Con esos matices llega el MAS a celebrar su pasado congreso de partido y al debate sobre las candidaturas para las elecciones subnacionales, es decir, enfrentando un proceso de competencia interna como antes no se había visto, a pesar de la ilusión que se generó en cierta opinión pública respecto a un “monopolio del evismo”, lo que existe es una disputa entre lo viejo y lo nuevo. 

Es el resultado de esa disputa el que debemos mirar con atención porque seguramente terminará por darnos la coordenada más clara de la forma en la que el MAS encarará este proceso de transición política que llevamos viviendo y la construcción de la propuesta del nuevo ciclo que vendrá después del 2025. Porque además, si algo nos está demostrando este siglo es que es el momento de la construcción de las cosas de abajo hacia arriba, y el que quiera imponerse desde arriba terminará siendo barrido, por eso vale más hoy un Evo matizado al interior de su partido que un Evo que impone.

Opinión
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El recuento de los daños

Ya se sabe que llegamos a las elecciones presidenciales divididos en dos bloques: masismo vs. antimasismo. Luego, por tanto, las variables que agregaban y movilizaban no eran dictadura-democracia, es decir, no era una discusión de principista.

Cuando se habla de masismo vs. antimasismo, nos estamos refiriendo a la identidad política, esta es una primera pista crucial para entender el escenario de las candidaturas. A continuación, primero, evidenciamos a estos dos bloques, en clave cuantitativa a través de las encuestas electorales para saber cuánto del electorado estaba contenido en qué bando. Para luego puntualizar algunos aspectos cualitativos de la última semana antes del día de las elecciones.

Las encuestas se acercaron a precisar hasta el final los conglomerados duros que tenían masistas y antimasistas. Al mismo tiempo, nos decían que había entre un 20 y 23 por ciento que se dividían entre votantes que ocultaban sus votos y otros tantos que no sabían por quién votar. Se entiende que el votante “oculto” es aquel que está en oposición al Gobierno de turno y a la corriente política dominante en el espacio geográfico en el que vive, como las encuestas eran levantadas en gran medida en centros urbanos en los que el antimasismo era relevante, entonces se planteó la hipótesis que ese voto le pertenecía en mayor proporción al MAS; en cambio, el voto “indeciso”, era aquel que estaba más ubicado en el antimasismo, y por lo mismo reclamaba dos cosas a sus candidatos: quién de ellos representaría más fielmente esa identidad antimasista, y cuál de ellos le otorgaría certeza respecto a la crisis económica que llevamos viviendo.

Así, llegamos a la última semana antes de la elección, aquí los candidatos del MAS se dedicaron a difundir dos mensajes principalmente; el primero, relacionado con una lectura autocrítica interna respecto de Evo y su círculo más cercano, este mensaje claramente no era para capturar votos del otro frente, sino que era para buscar terminar de convencer a aquella persona que había dejado de votar al MAS desde el 2014. El segundo mensaje, que puede revisarse en el último spot publicitario antes del silencio electoral era apelar a un voto con esperanza y con alegría, para que los problemas que tenemos sean solucionados. En conclusión: se apelaba a movilizar sentimientos positivos.

En esa misma última semana antes de la elección, en el antimasismo identificamos los siguientes mensajes: Carlos Mesa repetía la triada: catorce años, corrupción, y fraude; mientras el electorado como dijimos antes estaba buscando respuestas a la economía, Mesa se dedicaba a responder con esa triada, entonces no había lugar a conexión entre el candidato y el electorado. Segundo, los días jueves, viernes y sábado previos a la elección se dedicaron a romper el silencio electoral en redes sociales e internet para acusar a Camacho de ser el que podría estar permitiendo un retorno del MAS con su candidatura. En esa lucha encarnizada entre mesistas y camachistas y el diálogo sin conexión al que nos referimos antes, entonces el electorado vio con malos ojos el hecho de que ahí no había posibilidades reales de administración del poder ni de una convivencia política. En conclusión: se apelaba a movilizar sentimientos negativos.

Por eso nos encontramos con los datos de votación favorable al MAS, porque alguien había hecho la tarea y se había dado cuenta de la transformación concreta del país y sus actuales preocupaciones. Finalmente, por la demora de los resultados de boca de urna, en la madrugada del lunes, Bolivia recibió la noticia de que había salido de la unidad de terapia intensiva de la política y que pasaba ahora a sala de recuperación, antes de que tengamos el alta es necesario que esa otra parte que reclama porque no cree en los resultados, procese la posibilidad de que quizá en su caso se trate de un problema de perspectiva de los hechos, y es que no debemos confundir que las aspiraciones individuales se tengan que materializar pase lo que pase, o hasta las últimas consecuencias, en el resultado nacional.

Mientras tanto, el masismo debería seguir entendiendo que tiene en los centros urbanos gente con capacidad de movilización y que no es un fenómeno pasajero, es alguien que ya venía reclamando micrófono desde el 2016, no dárselo sería un gran error.

Opinión
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TSE

La política, secuestrada en Bolivia

Han degradado la política, tanto que ya no se la entienden como decía Arendt, como la actividad más noble de participación activa en la vida pública en la que todos estamos involucrados, gobernantes y gobernados; la han secuestrado primero la clase política, y desde la crisis sanitaria, el actual gobierno transitorio; el tema central de la cuestión es que nos dicen que en este tiempo de crisis social que vivimos por la pandemia es negativo, y hasta pecaminoso, criticar lo más mínimo de lo que las autoridades hacen, un argumento parecido al padre estricto que nos dice que lo que realiza sobre nosotros es por “nuestro bien”.

En nuestro caso en particular, venimos arrastrando una crisis política desde finales del año pasado; la turbulencia fue impulsada principalmente por el oficialismo masista en su momento, que derivó después en la ampliación de mandato de un gobierno transitorio. A esa se sumó una crisis sanitaria cuyo accionar y resultados hasta ahora hizo crecer aún más la sombra de la incertidumbre sobre nuestro país. Para rematar el mal de males, es más que seguro que en un tiempo corto la crisis económica se mostrará con toda su fuerza.

La crisis política y su secuestro solamente los vamos a resolver si primero aprendemos a aceptar que politizar lo social como ejercicio del activismo ciudadano es importante desde todas las aristas posibles. Por lo mismo, la clase política no debería reaccionar ante las críticas sino recibirlas y digerirlas. Segundo, y muy importante, una medida de shock que resuelva la crisis política es sin duda el proceso electoral; por eso a los partidos les corresponde hablar de propuestas y no atacarse mutuamente; al Tribunal Supremo Electoral, presentar propuestas de cómo hacer que el proceso electoral sea llevado adelante de la mejor manera; a las FFAA y la Policía, con el perdón de la ironía, les convendría dejar de hacer concurso de karaoke por las calles y ponerse a disposición de la población y del órgano electoral.

Sin embargo, en este juego de politización en el que se exacerban posiciones político partidarias, sociales e incluso raciales más fuertes que en octubre del año pasado, no se hace más que reducir la política al proselitismo de antaño en que los actores mantienen sus posiciones hablándoles a los suyos. Nadie entiende que el sacrificio de acercarse al adversario de turno podría representar una ganancia tan alta que no solamente repercutiría en votos sino en algo mucho más importante: todos ganamos y la política se revaloriza.

La política es algo tan importante que no la podemos dejar solamente en manos de los políticos, es inevitable esperar que las críticas que emergen en temas controvertidos sean desde las más fanáticas hasta las más claras y contundentes. Democracia no es solamente eficiencia de gobierno, sino también implica revisar cómo andamos contra los excesos de los gobernantes. Más aún en tiempos de pandemia en los que quienes detentan el poder tienen la tentación de convertir lo excepcional en normal.

Opinión
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La suerte en la política

El azar o también llamado “suerte en política” tiene una historia muy larga, uno de sus cultivadores y críticos al mismo tiempo fue Maquiavelo. Decía que la vida en política se trataba de combinar la suerte con la habilidad por controlar los acontecimientos. Si un político se dedicaba estrictamente a una sola de las cualidades mencionadas, entonces se corrían muchos riesgos al querer mantener el poder.

Por lo tanto, la tesis de fondo era que se debe analizar la habilidad de los gobernantes para controlar los acontecimientos y si de paso se hacen con un poco de suerte, mejor que mejor, con la advertencia de que si un político no es capaz de adaptarse a las cambiantes circunstancias del tiempo entonces corre el riesgo de ser barrido por el contexto. Aquí llegamos a la reflexión sobre algunas de las candidaturas a la presidencia para el 18 de octubre próximo.

Primero, el año pasado, Carlos Mesa tuvo la suerte de que Camacho lo incluyera en sus plegarias en los últimos cabildos antes de la elección para volcar el voto cruceño a su favor y ganar en ese departamento; Oscar Ortiz tuvo la mala suerte entonces de que apareciera Camacho y le empezara a disputar el liderazgo político departamental a los Demócratas; a su vez, Camacho tuvo la buena suerte de que la percepción sobre los partidos y sus líderes están en su peor momento, por eso la iniciativa de oposición política al MAS estaba en la calle, y qué mejor desde el Comité Cívico.

Por su parte, Evo Morales tuvo la mala suerte de que el tema central para el electorado fuera lo político mientras trataba de decirnos que era la economía y sus grandes obras en un contexto en que no se vislumbraba la crisis económica que se enfrenta ahora. Es decir, ninguno supo tener la virtud de administrar las circunstancias, todos sucumbieron a sus circunstancias.

Hoy, Carlos Mesa busca tener la buena suerte del año pasado, para eso en Comunidad Ciudadana decidieron creer que el electorado es racional y sabe lo que quiere, dividiendo el mundo entre los listos y los demás obtusos que no le escogen. Jeanine Añez, entonces reemplazo de Ortiz, tuvo la suerte, en todo el sentido de la palabra, de llegar hasta donde está, pero no supo siquiera aprovecharla bien y terminó por salir de manera atropellada hace poco del juego electoral. Por su parte, el MAS tiene hoy la buena suerte de que no sea la política la preocupación más extendida del electorado, sino la economía, y de paso que Evo Morales prácticamente sea desplazado del mapa electoral.

Si estuviéramos en un contexto en que los políticos no apostaran tanto a la suerte, tenderían un cable de conexión directa con las necesidades de la gente, apostarían a buscar soluciones y se harían por fin cargo de sus problemas y responsabilidades históricas. Desafortunadamente no estamos en ese escenario, la inacción y la estridencia discursiva es la que domina y se alimenta casi gratuitamente por la grieta masista o antimasista que se busca exacerbar. Sobre esto último los politólogos tenemos dos palabras aburridas: el pluralismo polarizado, es decir muchas burbujas sociales, pero todas aisladas entre sí, sin intención de comunicarse unas con otras. Aquí el primero que explote esas burbujas y tienda puentes habrá superado la barrera de la transición política.

Opinión
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La clase política: una obra de teatro

Estamos como público observando una obra de teatro de la política boliviana, la escenografía y el teatro huelen a muy añejo. La obra teatral tiene tres personajes principales: Jeanine Añez, que aparece vestida con el terno de los 90 de Sánchez de Lozada y actuando como un gobierno en franco desgaste; Carlos Mesa se presenta desde la parte alta del escenario vestido de frac y sombrero de copa tal cual liberal de inicios de mil novecientos con unos monólogos en los que nos dice que la discusión es un tema de moral y valores; finalmente el MAS con, Luis Arce y David Choquehuanca, que entran por detrás del telón ataviados con la camiseta con la que Evo Morales salía a marchar el año 2003.

Una obra ciertamente distópica, y es que no nos equivocamos, la distopía es una sociedad indeseable en sí misma, en otras palabras es una pesadilla, además de sentirla con la pandemia la vemos concretada en la clase política. Mientras miro a los personajes actuar en la obra me viene a la mente la siguiente pregunta: ¿Cuál de los actores políticos en disputa hoy día representa parte de la solución a nuestra crisis multidimensional? Desgraciadamente ninguno, todos en realidad son parte del problema.

Ser parte de la solución y no del problema implicaría que los actores pasen de la distopía a la utopía, es decir, que se animen a proponer un proyecto político para encarar la transición que se nos viene. Pero como esto es mucho pedir, lo segundo que se nos ocurre es ver si la distancia candidato-elector es delgada o pronunciada. Tal parece que por el empeño que emplean en buscar desgastarse los unos a los otros han decidido que el enfrentamiento sea de vida o muerte y la distancia entonces sea mucho más pronunciada.

Mientras tanto, la multidimensionalidad de la crisis que vivimos va incorporando más elementos. A la crisis política, luego sanitaria y económica, ahora se le acaba de sumar la educativa, a partir del cierre del año escolar. Entre tanto, los actores juegan al reality tipo MTV; y nosotros, el público, estamos en un constante de “últimas noticias” de CNN.

El tiempo que llevamos viviendo desde octubre del año pasado es como un gran paréntesis abierto y cerrado cuyo contenido son puros puntos suspensivos, esto se refleja en el hecho de que no nos encontremos en una “polarización política” precisamente sino en una “polarización social” porque las fracturas que nos dividen están expresadas y mezcladas en la división campo-ciudad, urbano-rural, clases medias urbanas-sectores populares, oriente-occidente.

Las movilizaciones de la que fuimos testigos las últimas semanas tienen el sello de haber sido llevadas a cabo con un discurso épico, pero desafortunadamente la épica sin utopía no funciona. Lo que se registra hoy no es una ilusión por algo mejor en el futuro sino la distopía que nos invade y que amenaza con zanjar la disputa electoral arrastrándonos al despeñadero de la desgracia. Y allí se avizora una opción dura desde la derecha.

Opinión
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Mesa y el justo medio

El candidato de Comunidad Ciudadana Carlos Mesa decidió en las últimas semanas apuntalar su candidatura desde el medio. En efecto, la reelección de Evo Morales generó un escenario de polarización social caracterizado por la radicalización ideológica de las fuerzas políticas, la conformación y homogenización de dos bandos sociopolíticos y la hostilidad hacia determinados grupos sociales asociados al oficialismo de entonces. Las fuerzas de oposición se beneficiaron de una oportunidad histórica para copar el Estado, construir un proyecto político y generar adhesiones en función de la fisura masismo/antimasismo. Pronto las ilusiones se esfumaron, el posevismo propició paradójicamente disputas internas entre los partidos políticos antimasistas, la unificación de bloque indígena popular y un acelerado deterioro del gobierno de transición mermado por los episodios de violencia estatal y las denuncias de corrupción, nepotismo e ineficiencia en la gestión de la crisis sanitaria. Este rápido descrédito de las fuerzas políticas de la derecha más radicalizada generó una ventana de oportunidad para que Carlos Mesa se presente hoy como un “verdadero conciliador”.

El argumento aristotélico del justo medio establece una relación directa entre la norma y la organización de la comunidad, en el que el medio tiene la capacidad de solapar la disputa entre “los que tienen demasiado y los que tienen poco”. Así, en teoría, la equidistancia con los extremos y su preponderancia sobre ellos, propicia una relación de equilibrio, evita la “perversión” del Estado y aplaca el conflicto. En la misma línea, la estrategia mesista del justo medio procura disolver el juego de suma cero de las fuerzas políticas en pugna, apostando por un discurso racional y modernizador apegado a la superación civilizada de las pasiones y al formalismo de los iguales, en un contexto en el que la desigualdad y la contradicción de los bloques sociales se exponen descarnadamente. El discurso del medio busca interpelar a las clases medias movilizadas en “la revuelta de las pititas”, desde una tradición semántica que las asocia ahistóricamente a la moderación, la mesura y a la participación política virtuosa. Así, el efecto performativo desplaza la categoría pueblo hacia la de clase media, o transita de movimientos sociales a comunidad ciudadana. Más aún, el tercero incluido busca nutrirse de la polarización aplicando una retórica escolástica y personalista, en el que el capital social y cultural del candidato opere como imán de irradiación. La maniobra puede resultar efectiva en campaña electoral, pero los gobiernos no se esgrimen en la abstracción.

La intención de Mesa de situarse en el medio devela su estrategia de desmarcarse de las disputas efectivas del campo político y de politizar problemas comunes que en su momento impregnaron al masismo y que ahora perviven en el gobierno de Añez: la corrupción, la ineficiencia y la división. De ese modo, el cariz post político de la campaña mesista busca dejar atrás las viejas disputas ideológicas para abocarse en la administración y gestión pública neutral, eficiente y responsable, en tanto los problemas públicos son entendidos como gestión de los asuntos sociales, eludiendo su dimensión eminentemente política. Desde esta visión, la resolución de los problemas sociales concierne a la reivindicación de ciertos sujetos y procedimientos: la tecnocracia y la política de las “buenas formas”, o en concreto, de las instituciones liberales y de la política de los notables. Efectivamente, la agenda de la transparencia y la eficiencia impregna la cultura política general y, en tanto, se aborde como reivindicaciones puntuales dislocadas de su sustrato material, puede hábilmente desmarcarse de los clivajes izquierda/derecha.

Lo cierto es que este precepto de acción moral que supone una solución universal a los problemas sociales más diversos no puede abstraerse del contexto político en el que se emplea. La apuesta por el justo medio, lejos de la neutralidad, al privilegiar un determinado orden de cosas y una específica visión de la política inclina la balanza del poder y destierra a todo lo otro bajo el argumento de la neutralización del conflicto antes que de su resolución. Más aún, si se considera que la polarización alude a una específica configuración de la correlación de fuerzas de la que los sujetos no pueden abstraerse por puro voluntarismo y elucubración. La polarización centrífuga que hoy configura el campo político expulsa a cualquiera de las fuerzas existentes hacia los extremos, de tal modo que en el mismo momento en que uno se implica en el conflicto, toma posición. Al fin y al cabo, al definirse el centro como ni de izquierda ni de derecha extrae de la polarización su propio sentido, sin poder sin embargo llegar nunca a conciliar intereses que son por su naturaleza contrapuestos. Por último, si adicionalmente tal polarización se demarca en términos raciales y de clase, el esquema moralizador del justo medio se tambalea, pues el medio aun pudiendo llegar a serlo, jamás llegará a ser justo.

Opinión
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El agravio moral

En la relación gobernantes-gobernados existe un asunto de dominación consentida, es decir, expresada en términos morales y no tangenciales. La legitimidad de esta relación puede erosionarse cuando se producen afrentas morales. Los agravios morales son detonadores porque afectan, directamente, a vínculos tradicionales de nuestros respectivos grupos sociales. Las agresiones morales calan rompiendo marcos de tolerancia que pensábamos tener, llámese por ejemplo racismo y discriminación, hasta que finalmente el ataque es dirigido contra quien piensa distinto.

En el abordaje sociopolítico de los acontecimientos que llevamos arrastrando desde fines del año pasado hasta hoy –cuyo escenario no estuvo marcado por un problema económico, sino político– el agravio moral funge como un momento definitorio para que las movilizaciones se articulen y desencadenen.

El resultado de tener ese momento repetitivo de agravios morales irresueltos es que se generen movilizaciones que cuestionen lo político, entre otras cosas porque se cuestiona la legitimidad del gobernante, ya que sencillamente cada vez se cree menos en él. Entiéndase, por ejemplo, cuando los gobernantes se saltan las normas o –algo que es mucho peor– incumplen sus propias promesas.

Por ejemplo, una lectura para que la clase media y tradicional se movilizara los últimos años en contra del anterior Gobierno fue que de manera repetida sostenía niveles de tensión con esta, el ejemplo en este caso es recordando el escándalo del Fondioc y una de las conferencias de prensa de Evo Morales al respecto, diciendo que los dirigentes denunciados por corrupción no eran responsables de aquellas irregularidades, sino que los culpables eran los técnicos quienes habrían tendido trampas a los dirigentes; se sabe bien que los llamados técnicos son abogados, economistas, etc.: profesionales pertenecientes a ese sector de clase.

Con la crisis política en curso y la crisis sanitaria presente, más la crisis económica que se avecina, la incertidumbre es la que hoy domina el clima político. Desafortunadamente, esta no moviliza sentimientos de esperanza, sino de desazón y miedo.

Los agravios morales que se impulsan desde quien hoy gobierna son los signos de los tiempos que nos invaden, se habla mucho de polarización político-partidaria. Yo creo que lo que vivimos es una polarización social, porque no existe una confrontación de proyectos de Estado ni en la derecha, ni en la izquierda. En cambio, lo que tenemos es la defensa irrestricta de posiciones, muchas prejuiciosas, y de condición de clase que lo que hacen es reforzar nuestra vida “normal” en nuestras burbujas sociales en Internet.

Ahí, últimamente, se ha cruzado el tema de la corrupción, quizá como uno de los mayores agravios morales, que traspasa a toda la clase política y pone en el foco de atención más próximo al MAS y a Áñez.

Opinión
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La política del sistema electoral boliviano

Se ha estado hablando de la idea una persona un voto, a propósito de la sensación de desequilibrio que tendría el sistema electoral boliviano respecto a que ese principio aritmético de la democracia no sería bien atendido porque, y es el argumento más repetido, las áreas rurales masistas serían las que tienen más peso que las áreas urbanas no masistas.

Sin embargo, antes de entrar en las argumentaciones, que van desde la denuncia de una senadora hasta la opinión pública general, conviene explicar un par de puntos de contexto normativo que dieron como resultado la actual distribución de escaños legislativos, en el sistema electoral vigente.

Hasta antes de la elección de 1997, teníamos una circunscripción nacional en la que se votaba para Presidente, y una departamental desde las que se distribuían los escaños de senadores y diputados. Luego vino una modificación, por Ley 1704 de 1996 (presidencia de Sánchez de Lozada), que incluyó a los puestos de presidente, senadores, y diputados plurinominales, la figura de los diputados uninominales; estos últimos eran electos mediante un diseño de mapas de circunscripciones uninominales que tenían que cumplir dos requisitos: no pasar el límite departamental y tomar en cuenta el criterio poblacional.

Como es usual, cada vez que se toca el asunto del sistema electoral, el diseño de las circunscripciones y cantidades de escaños, resurge el debate regional respecto a que se les debería dar más a algunos departamentos que crecieron en población respecto de otros que la perdieron, principalmente por los flujos migratorios, o que había que tener cuidado de no dejar sin representación a algunos departamentos que tienen una cantidad de gente más pequeña que algunas ciudades capitales de otros departamentos. Para eso se incluyó dos criterios: el de que cada vez que se haga un censo de población se toque el tema de la redistribución de escaños y cuidando de tomar en cuenta siempre el criterio de equidad para aquellos departamentos con poblaciones pequeñas y que tengan menor desarrollo económico (artículo 2, Decreto Supremo de 2005, presidencia de Veltzé).

Esto nos lleva a la última modificación de escaños, Ley 421 de 2013 (presidencia Morales), en la que se modificaron cuestiones centrales como que en la Cámara de Diputados a las diputados plurinominales y uninominales se sumaron los de las circunscripciones especiales indígena-originario-campesinas; además, y esto nos conduce al debate actual, en la distribución de escaños se toman en cuenta los criterios de población, menor desarrollo económico para departamentos menos poblados, y se introdujo el tema de la fórmula del Índice de Desarrollo Humano.

El resultado de aquello, como efecto inmediato, fue que al interior de los departamentos y en el diseño del mapa de circunscripciones uninominales, el peso del voto de las áreas rurales tiene más significancia que en las áreas urbanas, esto evidenció con mayor claridad cómo un diputado pandino tenía que reunir muchos menos votos que un diputado alteño, por ejemplo. Mucho cuidado aquí, porque el debate se centra en la distribución de escaños en el Legislativo, para quienes piensan que eso de un ciudadano un voto no se cumple y que encubre un supuesto fraude, es necesario recalcar que no se toca la elección de presidente del Estado.

Es decir, nuestro sistema electoral boliviano que –vistas las cosas tiene su complejidad– terminó por inclinarse significativamente más hacia el espacio popular en el Legislativo, y esto es bastante obvio porque quien tiene el poder suele aprovechar su ventaja, como es natural, para poner ciertas modificaciones al sistema proporcional de reparto de escaños que tenemos, pensando en que su núcleo principal de votos se encuentra en los espacios poco poblados y con índices de desarrollo humano bajos. Al igual que en 96 Sánchez de Lozada hizo la apertura de los uninominales con predominancia citadina.

Afortunadamente, hablamos de un sistema, y como tal es perfectible, no existe en el mundo ninguno que garantice el reparto proporcional perfecto en elecciones. Por tanto, el asunto no es solamente hablar del principio “un hombre un voto” que, repito, es igualdad aritmética, sino de que la complejidad se manifiesta cuando nuestra realidad sociopolítica también dice que para que se imparta justicia en términos electorales, se debe introducir la igualdad geométrica referida a las proporciones de lo que efectivamente somos como país con brechas de desigualdad evidentes.

¿A quién le corresponde abrir este debate?, a la clase política sin duda. Lamentablemente, eso solamente se logrará si los actores políticos estarían dispuestos a negociar –en el mejor sentido de la palabra– o si tuviéramos un bloque hegemónico con suficiente legitimidad para encarar este asunto. Vistas las cosas, nuestra clase política por ahora no está cerca de ninguna de las dos condiciones anteriores. Dicen por ahí que la historia la escriben los ganadores, pero si van a ponerse a escribir sin antes hacerse cargo de sus propios dilemas y superarse a sí mismos, me temo que la ganancia que recauden será tan poco rentable como lo que significan hoy las acciones de una aerolínea.

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La estrategia de securitización de la salud

En las últimas semanas el crecimiento exponencial de los casos de coronavirus ha enfrentado a la humanidad a una experiencia poco común. No es que las epidemias sean algo nuevo, sino que la globalización suscita una rápida viralización espacial de la enfermedad como fruto de la intensificación de los flujos de personas, bienes y servicios y la poca capacidad de acción de los Estados nacionales para contenerla. El fenómeno ha puesto en cierto modo en cuestión el credo liberal, obligando, en la mayoría de los casos, a revitalizar las estructuras estatales, a fin de responder al desborde de la accesibilidad y la capacidad efectiva de los sistemas de salud privatizados. Quizás la novedad sea la forma en que la pandemia ha instalado un nuevo germen de organización de la sociedad, aunque aún ni el derrotero pedagógico o disciplinador del proceso abierto con la enfermedad se vislumbre con nitidez.
    
Lo cierto es que la salud se ha convertido progresivamente en un tema de seguridad nacional, en la medida en que la expansión de la enfermedad afecta considerablemente a la población y a la economía del Estado. En correspondencia, se ha puesto en marcha un proceso de securitización de la salud como un recurso práctico de resolución de la crisis por medio de una movilización inusual de recursos técnicos y económicos, pero a su vez de despliegue de un dispositivo de poder que se nutre de la retórica del peligro a fin de justificar medidas excepcionales que operan por fuera de los mecanismos ordinarios de decisión política. La securitización de la salud supone su desplazamiento de la esfera pública a un ámbito restringido de las normas y procedimientos democráticos establecidos, en la que los gobernantes buscan dotarse de atribuciones excepcionales enmarcando la enfermedad dentro de una situación de amenaza y monopolizando el manejo de aquellos temas que han sido securitizados. Desde esta perspectiva, interesa menos abordar las causas estructurales y ecológicas de los problemas de salud y más construir un sistema de vigilancia epidemiológico que proteja coyunturalmente a los Estados de las enfermedades infecciosas. Así, se construye progresivamente un discurso político en el que la protección de la población y la gestión de la nueva inseguridad -la enfermedad- debe darse transgrediendo las competencias tradicionales del uso de la fuerza.

Sin embargo, este no es un proceso unidireccional. La vulnerabilidad humana frente a una economía de la salud mercantilizada y una lógica que replica el darwinismo social de antaño instala una predisposición subjetiva que evoca una añoranza colectiva cuasi hobbesiana del retorno del Estado. La securitización de la salud supone también un modo por el cual el Gobierno encauza los miedos sociales en un determinado sentido, legitimando el aumento de sus prerrogativas e intervenciones estatales con amplia aceptación colectiva. Para esto, despliega una narrativa de la enfermedad que construye una dicotomía entre un adentro susceptible de verse afectado por un afuera ya infectado, que insta a solapar las divergencias internas y encumbrar una supuesta unidad nacional. En correspondencia, se implementa una respuesta que se asume global y “universal” y que tiende a homogenizar a las poblaciones privilegiando ciertas racionalidades y valores en un contexto de heteronegeidad. De ese modo, la narrativa de la enfermedad como inseguridad reorganiza a los actores políticos y las relaciones entre los sujetos, haciendo incluso que ciertas realidades, espacios y poblaciones sean visibles y se conviertan en sujetos de intervención.

Lo cierto es que las dimensiones políticas, ideológicas, culturales y económicas en las que se inserta la enfermedad son en cada lugar definitivamente otras. En Bolivia el virus penetra cada vez más en las grietas estructurales y coyunturales de una sociedad que nunca ha podido ser una. El discurso de la securitización de la salud se instala en el marco de la precariedad institucional, la falta de cohesión política y la desigualdad social. Las circunstancias más próximas remiten efectivamente a una coyuntura electoral decisiva en la que el gobierno transitorio busca sortear su continuidad en medio de la crisis sanitaria, mientras que en perspectiva la pandemia ensombrece la carencia de un proyecto post hegemónico de poder. El Gobierno actuó hasta ahora al margen de una política integral y bajo dos modalidades contradictorias: primero, mostrando señales tardías de decisión política enfocados casi exclusivamente en los conglomerados públicos en contraposición a la efectividad mostrada en los niveles subnacionales; segundo, y como efecto del desborde de lo anterior, optando por la vía violenta, el control, la vigilancia, y la persecución mediante la acción de las fuerzas de seguridad. Aquí la securitización de la salud opera profundizando las grietas sociopolíticas de las que emergió el gobierno, que bajo el discurso de la “unidad nacional” y el vaciamiento de lo político proyecta la división masismo/antimasismo esta vez desde el clivaje civilización vs. barbarie. El efecto procura preservar al gobierno, incluso por encima de los intereses de la sociedad, reconfigurando el tablero político para debilitar la posición del medio, y poblar a la luz de la crisis, los extremos.

En todo caso, la pandemia como problema público ha develado la desigualdad socioeconómica de varios segmentos sociales que no sólo no pueden permitirse una cuarentena, sino que la sostienen materialmente. A su vez, ha exacerbado las fracturas sociales activas ya durante la crisis política de octubre, estigmatizando a los sectores populares bajo las etiquetas de salvajes e ignorantes, sin detenerse en comprender los procesos sociales que han configurado históricamente una relación de desconfianza y hasta de antagonismo de los indios y los pobres con el Estado. 

El Gobierno, carente de legitimidad alguna, ha encontrando oxígeno en la crisis, escondiendo su incapacidad bajo la alfombra y dando curso a una tendencia autoritaria ya visible desde el principio, pero esta vez bajo el discurso de la securitización de la salud que de momento pone a la política en un callejón sin salida. El panorama se pone oscuro si la política de salud se reduce al ayuno matinal y a la militarización. Dado que no hay nada más político que la vida, cabe sacar de una vez por todas a la política de la cuarentena.

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Caudillos cibernéticos

Llevamos, cuando menos, décadas enteras discutiendo sobre el perfil caudillista/personalista de nuestra política, y esas discusiones no son solamente en las aulas universitarias. Allí donde vayamos y comencemos a debatir sobre los perfiles de los políticos siempre terminamos diciendo que son ellos y no sus siglas de partido lo que más pesa.

Resulta que ahora la lógica personalista mutó, así como los virus que nos acechan, saltó de un cuerpo orgánico llamado electorado en vivo y en directo, a otro cuerpo inorgánico expresado en el electorado en diferido a través de las redes sociales.

Por esto –antes de que los amigos expertos en redes me caigan encima– una observación por ahora bastante superficial en relación al movimiento que generan las candidaturas, o las siglas de las alianzas, en dos redes sociales como son Twitter y Facebook me permiten tener los siguientes comentarios:

En Facebook, no existen cuentas de las alianzas ADN y Libre21. Respecto de  las candidaturas, quienes no tienen perfil en esa red social son Feliciano Mamani y Ruth Nina de Pan-Bol. Todos los demás entre candidatos y siglas tienen cuentas activas.

En Twitter, no tienen cuenta de siglas: ADN, FPV, Pan-Bol, Libre21; de candidatos: Simeon Jaliri, Feliciano Mamani, y Ruth Nina.

Acerca de a quiénes siguen las cuentas de los políticos, la característica principal es que siguen a un número muy reducido de otras cuentas; en el sentido contrario, tienen una cantidad importante de seguidores.

En números brutos, en Twitter,  los primeros tres que tienen más seguidores son Carlos Mesa, Jeanine Áñez, y Samuel Doria Medina. Los otros tres que tienen menos seguidores son Ismael Schabib, Gustavo Pedraza, y Chi Hyung Chung.

Sin embargo, si miramos las cuentas de las siglas partidistas observaremos que la cantidad de seguidores y de cuentas que siguen es mucho menor a las cuentas personales que ya tienen nuestros caudillos cibernéticos, esto porque además se evidencia que el mensaje principal lo dan los candidatos y no las  alianzas.

Ahora bien, yendo un poco al argumento de fondo que se emite, un signo de los tiempos que vivimos es la política del miedo, expresado, por ejemplo, en la distinción de los candidatos en los bandos masista versus antimasista. El miedo no moviliza razones de esperanza en un futuro mejor, lo que hace es enaltecer rencores y fracturas profundas que, según cómo se modulen, terminan casi siempre en la idea fuerte de que debe haber un voto castigo contra alguien.

El siguiente rasgo de los mensajes en redes de los presidenciables tiene que ver con el esfuerzo por diferenciarse entre ellos, en el arco de los que están del centro hacia la derecha, y también de los candidatos del MAS que lo que buscan es usar las redes para comunicar, a diferencia de su antecesor Evo, que no hacía más que aburrir a los internautas que lo leían.

Finalmente, está visto que en redes y en lo concreto entre los candidatos y que usan este virus mutado de cuerpo referido, este no es el tiempo de la gran política expresada en mensajes de esperanza y que resuelvan lo aspiracional de los bolivianos, sino de la pequeña política, es decir, el tiempo de escarbar y mirarse en las miserias de la política, el chisme y el espectáculo. 

Opinión
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