Dársena de papel
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Oscar Díaz Arnau
09/12/2015 - 10:22

Inch, Barnadas y los historiadores “malditos”

Marcela Inch y Josep Barnadas se entendían muy bien. Ambos eran severos a la mala, condición sine qua non de todo historiador maldito que se precie. Ninguno de los dos tenía empacho en exhibir la impaciencia del perfecto, y, sabiéndolo, porque vaya que lo sabían todo, siempre pretendían de los demás aquello que en modo alguno hubiesen podido obtener de nadie que no fueran ellos mismos.

En algunos casos ser malo no es tan malo; tampoco ser maldito. Hay malos —y malditos— fundamentales, cada uno puede elaborar su propia lista. En lo que me concierne postulo a dos que en el lapso de poco más de un año se han ido con su “maldad” a otra parte. Dos a los que, quizá por una secuela del síndrome de Estocolmo, he padecido gustosamente con todo el dolor del mundo.

Ella no era buena sino todo lo contrario. Era de esas personas a las que cuesta imaginarles amigos; concentrada de lleno en sacar la institución adelante, era una mujer implacable. No de otro modo supo domar los espíritus blandos de cincuenta ratones de biblioteca, mal pagados expertos en el trabajo suizo de mantener la entidad como un relojito. Ella tenía el genio de los inexorables. Como él, que era malo en serio.

Marcela Inch y Josep Barnadas se entendían muy bien. Ambos eran severos a la mala, condición sine qua non de todo historiador maldito que se precie. Ninguno de los dos tenía empacho en exhibir la impaciencia del perfecto, y, sabiéndolo, porque vaya que lo sabían todo, siempre pretendían de los demás aquello que en modo alguno hubiesen podido obtener de nadie que no fueran ellos mismos.

Con la fama de un ogro parecían sentirse cómodos… A ella trataba de recordarla con tristeza, porque se murió, pero no hay caso: en todos mis recuerdos aparece sonriendo. Y no tenía el mejor carácter del mundo.

A la licenciada Inch, como le decíamos por respeto pero más por temor, le sobraba eso —carácter— para conducir una institución exigente, de talla internacional, como el ABNB. Por eso tuvo no pocos roces con gente desacostumbrada a la presión de trabajar empleándose al máximo; por eso y porque, definitivamente, la humildad no era lo suyo.

Barnadas era peor: como “difícil”, lo calificaban con escasa imaginación quienes habían recibido la sentencia de coordinar con él la publicación de alguna de sus obras monumentales. Porque era “difícil”, infundía terror hasta para pensarlo del otro lado de la línea en una simple llamada telefónica.

Los historiadores en general forjaron una pertinaz acritud en la cerrazón de su biblioteca, a lo sumo, contagiándose unos con otros en la hermética sala de investigadores; ¿será que las páginas ocres de la Historia tuercen con sus atrocidades el carácter de un historiador? No voy a incurrir en el encomio fácil a los que ya no están. ¿Así que no hay difunto malo? Llegó la hora de desmitificar los refranes políticamente correctos.

En silencio cómplice aceptábamos sus métodos a veces feroces, quién sabe porque aun a ese costo intuíamos que ellos estaban contribuyendo a remover las estructuras mediocres de la sociedad. Este país —se me dio por pensar con su misma perversidad— necesita malos así. Malos tirando a malditos, como los poetas decimonónicos.

Ser malo, en algunos casos, es preferible. Y cada día me convenzo más de que los sufridores de esta casta de “malditos” acaban extrañándolos cuando no están. Hay dos razones para esto: el síndrome y el colmo de que hayan reemplazado a los malos por buenos... para la política.

Ser malo tiene un alto costo donde imperan la codicia del partidario y la hipocresía del bueno. Aún así, puedes ser el peor de todos pero, cuando dejas un legado, morirse no surte efecto: los historiadores malditos se han ganado su lugar de honor permaneciendo en la memoria con una doble y embriagadora condición de magníficos insufribles.

En el caso del ABNB —que tuvo directores notables—, con permiso de las personalidades que pasaron por allí, como el erudito Josep Barnadas, la gloria es cuestión de dos: de Gunnar Mendoza y también suya, licenciada Inch.

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