Blog de Marcelo Ugalde Castrillo

Camacho: la rebelión, la fe y el olvido

Hay momentos en la historia en los que la lógica se quiebra, en los que los cálculos políticos se hacen trizas, y los pueblos se encuentran siguiendo a un líder que jamás estuvo en el libreto del poder. Así fue la aparición de Luis Fernando Camacho en la escena nacional. Así irrumpió en la conciencia colectiva de Bolivia, como una tempestad nacida en Santa Cruz, con una Biblia en alto y una promesa de libertad.

Camacho no fue obra de un partido ni de un plan político. Fue un instrumento. Un hombre elegido (sí, elegido) para cumplir un propósito que iba más allá de él mismo. En un país sumido en la desesperanza, él encarnó la resistencia, la rebelión moral, el despertar de una nación que había perdido la voz entre decretos, pactos oscuros y una política transformada en culto a la mentira y a la personalidad.

Pero para entender la profundidad de lo que ocurrió, hay que volver un poco más atrás. Hay una escena que pasó casi desapercibida en medio del caos, pero que contiene una clave espiritual ineludible, en la que García Linera, en toda su arrogancia, entró al Palacio con una Biblia en la mano y la leyó mal ante los medios. En su afán de mostrarse ilustrado y pavonear su “superioridad” intelectual, no se dio cuenta de que estaba cumpliendo, sin saberlo, el primer acto del regreso divino a Palacio. La Biblia volvió a la casa del poder, no con Camacho como muchos creen, sino que días antes el enemigo la metió con sus propias manos.

Y como en tantas historias bíblicas, Dios usó al impío para abrir el camino. Desde ese momento, algo empezó a agitarse en el mundo invisible, fue el punto de inflexión. Una corriente espiritual empezó a recorrer Bolivia, como un río que crece, y lo que siguió fue un despliegue de hechos difíciles de explicar sin esa dimensión espiritual.

La renuncia del caudillo cocalero fue un acto de desconcierto absoluto. Los siguientes en la línea de sucesión, uno tras otro, renunciaron con una extraña docilidad. Se esfumaron, como si una mano invisible los hubiese dispersado. ¿No fue acaso esa confusión el mismo signo que en tantas historias bíblicas precede a la caída de imperios? Es la misma estrategia del cielo que confundió a los enemigos del pueblo elegido.

Luis Fernando fue el David que desafió a Goliat. Un joven cruceño que se atrevió a romper el guion escrito por el socialismo de manual y la tibieza cómplice opositora. Y Bolivia lo siguió por fe, porque encarnaba el deseo de volver a la verdad, al esfuerzo, a la luz.

Pero el pecado de Camacho no fue político, fue espiritual. Se creyó autor de la obra que solo debía ejecutar. Confundió ser elegido con ser imprescindible. Olvidó que David jamás atribuyó su victoria a su brazo, sino al Señor que lo respaldaba. Camacho, en cambio, cayó en la tentación de la vanagloria. Declaró, en voz alta y frente a los suyos, que él y su papá lo habían logrado todo. No reconoció al Dios que había abierto las aguas, al menos no en su corazón.

Y luego el juego político. La grabación de Pumari, el compañero de lucha, convertido de pronto en enemigo por desconfianza, por ambición, por cálculos que nunca debieron tener lugar en una misión sagrada.

La Biblia que creímos que volvió al palacio con Camacho, ya había regresado antes como advertencia, pero su presencia no se consolidó. El poder transitorio no supo qué hacer con ella. Los que asumieron la transición estaban confundidos, inseguros, perdidos entre la fe que los había traído, la ambición que los corroía y los pactos que el sistema exigía.

Hoy Bolivia vive la degradación de esa traición a lo divino. No ha dejado de ser un Estado donde la mentira camina por la plaza con el pecho inflado de impunidad, donde la moral esta ausente, y donde gobernantes, ministros, diputados y dirigentes compiten por el trofeo a la ineptitud y la riqueza que otorga lo fácil.

Camacho está en la cárcel, y tal vez allí, en el silencio de su celda, esté encontrando el verdadero sentido de su llamado. Como tantos otros elegidos que fueron llevados al desierto para ser purificados, quizás ahora entienda su rol y cual fue (o es) su papel en la historia. Pero algo nos recordó, y es que Dios está aquí, pendiente de Bolivia.

No hemos sido abandonados. Porque aún hay quienes oramos para que la bondad divina del Creador vuelva a palacio.

Opinión
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Ruina Institucional, Cap. 1: Fuerzas Armadas

Hay algo profundamente obsceno en ver a los altos mandos militares desfilar al ritmo de los discursos del poder político, demostrando que la dignidad de las Fuerzas Armadas fue intercambiada por una promoción y quien sabe que más. En Bolivia, la desinstitucionalización es un proyecto macabro y deliberado. Se ha vaciado a la institución militar de doctrina, de honor, de tradición, de orgullo profesional y patriótico, para convertirla en una suerte de “sonso útil”. Se nombran comandantes de pocos merecimientos, que cada cierto tiempo son traicionados y usados como fusibles por el mismo gobierno que los promueve.

A riesgo de generar ataques epilépticos en alguna gente, quiero contrastar esto con nuestro vecino, Chile, donde las Fuerzas Armadas no solo son respetadas, sino que respetan el orden institucional y constitucional. En Chile, la doctrina de Estado se impone sobre la política coyuntural. La institucionalidad militar chilena, criticada a veces por su rigidez, ha sabido ser una barrera firme contra los excesos del poder. Cuando un gobierno gira demasiado a la izquierda o a la derecha, no lo hace sin sentir el frío metálico del sable apoyado en su nuca. Sabe que hay una estructura llena de orgullo y honor detrás, que no está dispuesta a prostituirse por cuotas de poder. No es que en Chile los militares manden, sino que su sola existencia, con autonomía y doctrina, disuade la tentación autoritaria.

Para alguien que ha llevado una vida entera de sacrificios, de entrenamiento riguroso, de códigos de honor, es un insulto que un grupo de personajes circunstanciales, y muchas veces sin méritos propios, decida sobre su destino profesional. Que la Asamblea vote si un coronel merece o no el ascenso, como si se tratara de un nombramiento en cualquier comisión camaral, es una aberración institucional. El uniforme se lo gana con años de persistencia y perseverancia, no con votos.

Al igual que Bolivia, los militares necesitan una desintoxicación. Volver al principio elemental, donde los ascensos se decidan dentro de las Fuerzas Armadas, por comités profesionales, con criterios técnicos y trayectoria verificable. Que el presidente solo le ponga la firma, como quien bendice un proceso legítimo que no le pertenece. Que la política mantenga sus manos lejos. Porque solo una institución militar independiente puede cumplir su misión constitucional de custodiar el Estado, también, cuando los gobiernos lo traicionan.

Las Fuerzas Armadas deben ser autónomas e implementar una doctrina coherente, no para gobernar, sino para evitar ser gobernadas por la política. Y mientras sigamos viendo generales buscando ascensos y mendigando favores, sabremos que la derrota de nuestros soldados no ocurrió en el campo de batalla, sino en los pasillos de la Asamblea Legislativa.

Opinión
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El país de los pobrecitos

Bolivia no avanza, se repite. Es un país donde el pasado no es historia, sino un déjà vú. Octavio Paz, en “El laberinto de la soledad”, describió al mexicano como alguien que desconfía de su propio destino, que teme el cambio porque lo obliga a mirarse en el espejo. En Bolivia, la historia no nos inquieta, nos acomoda muy bien. Nos gusta la nostalgia revolucionaria, el discurso de la dignidad, la idea de que siempre hay algo por lo que luchar, aunque ganar no sea un fin en sí mismo. La redención es un negocio y el desarrollo un riesgo que preferimos evitar, estamos dispuestos a empezar de cero una y otra vez.

Si el mexicano descrito por Paz sospecha de su propio éxito, el boliviano lo sabotea activamente. Aquí, cada intento de desarrollo es mirado con desconfianza, como si fuera un mal presagio o una traición. Nos llenamos los oídos con discursos sobre soberanía mientras venden el país en cómodas cuotas. Antes se lo rifaban a los europeos, luego a los gringos, y ahora somos una colonia sin uniforme del Partido Comunista Chino. Nos jactamos de nuestra dignidad, pero se firman contratos para entregar el litio y otros tantos recursos al peor postor, con la esperanza de que nos dejen al menos un resabio para no sentirnos tan ultrajados. No importa que la historia nos haya enseñado que los imperios someten a las economías chicas, nosotros nos mantenemos con la fe intacta de que esta vez será distinto, de que los nuevos patrones serán más generosos y que, aunque los beneficios solo lleguen a un puñado de personas de muy malos hábitos, el neoimperialismo chino nos dará lo que nos corresponde.

En Bolivia gobierna el miedo. Miedo a perder el subsidio, miedo a quejarse en voz alta, miedo a que la historia demuestre que estábamos equivocados y, sobre todo, miedo a estar en el camino correcto. Porque aquí nadie quiere progreso, todos quieren redención. Preferimos ser los pobrecitos antes que el protagonista de nuestro destino. Nos han convencido de que siempre habrá otro golpe de Estado, otra crisis, otro enemigo externo al que culpar, y que mientras sigamos esperando que un gobierno nos resuelva la vida, estamos a salvo de hacernos cargo nosotros mismos.

Octavio Paz entendió que la soledad del mexicano venía de su desconfianza en los demás. La del boliviano es peor, porque viene de su incapacidad de confiar en sí mismo. Somos el país de los pobrecitos. Seguimos creyendo que alguien más nos salvará, que el Estado nos lo debe todo, que el desarrollo llegará, por diestra o siniestra, en un avión extranjero con una receta enlatada. Pero la historia ya nos ha dado la respuesta, y no la queremos escuchar.

Opinión
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La COB murió, hace años ya

Si la COB estuviera viva, no estaría pidiendo aumentos salariales. Estaría pidiendo la cabeza de Luis Arce en bandeja, con un paro indefinido, un cerco nacional y un ultimátum con fecha de caducidad. No son buenas prácticas, pero así solía ser. Si la COB tuviera el espíritu de antaño, este gobierno ya habría sido devorado y escupido, como ya ocurrió en la historia boliviana, donde los sindicatos nacían desafiantes y terminaban sepultando a los mismos líderes que ayudaron a encumbrar. Pero la COB de verdad, la de Lechín o Delgadillo, la de Solares, la temida, la intransigente, la que hacía temblar palacios, ya no existe.

La COB de hoy es una vergüenza para su historia, es apenas una oficina más, una repartición del Estado. Un grupo de dirigentes que han cambiado las trincheras por los comunicados transmitidos por Bolivia TV, las marchas por los almuerzos ministeriales y la furia obrera por aumentos salariales negociados en mesas donde el menú es más importante que la agenda. Son sindicalistas que defienden su propio bienestar, no el de los trabajadores. Se preocupan más por sus viáticos que por el desempleo, más por sus bonos que por los que trabajan sin derechos ni contratos.

El desastroso dirigente, Juan Carlos Huarachi, tiene el descaro de exigir aumentos en un país donde el 80% sobrevive en la informalidad, donde no hay seguridad social ni estabilidad laboral para los que realmente sudan por el sustento diario. Pero ellos siguen exigiendo más, como si el país no estuviera agotado por tantos parásitos.

Perdió la fuerza y la credibilidad. La COB se ha convertido en una reliquia que nadie teme ni respeta. Ya no es un contrapeso del poder, sino su mascota. Si los sindicatos fueron alguna vez el motor del cambio en Bolivia, ahora son solo una excusa para que unos cuantos se repartan beneficios a costa de los trabajadores que ya no tienen voz.

Hoy toca hacer lo que se hace con todo lo inservible, desecharlo. Enterrémosla con honores y recordemos su gloria. Señores, la COB, ha muerto (hace años ya).

Opinión
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El estadista y el impostor

En la historia de Bolivia, pocos momentos han sido tan dramáticos como aquellos en los que un país al borde del abismo ha debido confiar su destino a quienes lo gobiernan. El caso de Hernán Siles Zuazo en los años ochenta y el de Luis Arce en la actualidad, nos ofrece un contraste elocuente entre lo que define a un estadista que ama a su país y lo que delata a un simple burócrata impostor que se sirve de las arengas patrióticas. Ambos heredaron economías devastadas (en el caso de Arce, la heredo de él mismo), ambos enfrentaron descontento social, pero solo uno entendió que gobernar no es solo administrar el presente, sino proyectar el futuro.

Siles Zuazo no era un iluso ni un improvisado. Bolivia salía de una seguidilla de regímenes dictatoriales. Comprendía que la democracia era frágil y que su consolidación exigía sacrificios. Gobernó en un tiempo en el que la inflación devoraba salarios en cuestión de horas, en el que los sindicatos paralizaban el país y las conspiraciones militares acechaban en las sombras. No tenía la solución mágica ni el poder absoluto, pero tenía algo más valioso y era una convicción democrática inquebrantable. Cuando vio que su presencia en el poder podía llevar al país a un colapso mayor, entregó el mando antes de tiempo. Su grandeza no estuvo en mantenerse a flote, sino en saber cuándo hacerse a un lado.

Arce, en cambio, enfrenta su propia crisis con una ceguera voluntaria. Su gobierno no es un proyecto de reconstrucción, sino una huida hacia adelante. No busca soluciones, busca culpables. No toma decisiones difíciles, las posterga. La única conspiración militar que tuvo fue el ridículo teatro (mal montado) del 26 de julio. Mientras Bolivia se desliza hacia un colapso, un estancamiento del que costara muchísimo salir, el presidente se aferra a fórmulas agotadas, a recetas ideológicas importadas de países más miserables que el nuestro, a un estatismo que no es sinónimo de justicia social, sino de ineficiencia burocrática. La tibieza de Arce, es solo comparada con la de Mesa.

La diferencia entre un líder y un burócrata es la capacidad de ver más allá de su propio tiempo. Siles Zuazo entendía que su misión no era ganar la siguiente elección, sino sentar las bases de una democracia que sobreviviera generaciones. En cambio, Arce gobierna con la vista puesta en el inmediato plazo, en la siguiente jugada política, en la preservación de un poder que ya no es un medio, sino un fin.

Gobernar un país no es solo una cuestión de números, decretos y discursos tibios y pedorros. Es, sobre todo, un acto moral. Es la voluntad de construir algo que nos trascienda y nos sobreviva, de dejar una nación mejor de la que se recibió. Siles Zuazo lo comprendió, y por eso su nombre pertenece a la noble historia. Arce ha sido víctima de sí mismo, es un mandatario sin legado y está condenado a la irrelevancia. Es el peor presidente de la historia de Bolivia.

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La pesadilla boliviana, el sueño de Arce

Los grandes líderes sueñan con la prosperidad de sus naciones, con el avance de la libertad, con la grandeza de su pueblo y entienden el rumbo en el que marcha el mundo y la historia. Luis Arce, el burócrata sin carisma, sueña con Cuba. No con la Cuba de Martí ni la de los poetas que suspiraban por su independencia, sino con la sumisión disfrazada de revolución. Hace algunos años, no tuvo reparos en declarar su admiración por el régimen de la isla y su deseo de ver a Bolivia convertida en una versión andina de aquella utopía fallida. En su delirio, no ve la miseria de los cubanos, sino el lujo de quienes los gobiernan; no percibe el hambre, sino la comodidad de la élite que administra las miserias de esa gente. Y ahora, en el trono de un país cada vez más sometido a los caprichos de un Estado gordo y con empacho, parece que sus delirios se hacen realidad, a costa del pueblo.

Lo curioso es que su sueño ya no es solo un anhelo personal. Bolivia, poco a poco, se ha ido transformando en una caricatura de aquel régimen que tanto admira. La escasez de dólares ha puesto al país en un corralito financiero no declarado, donde el ciudadano se ve obligado a hacer malabares para acceder a las divisas. El combustible, el bien esencial para el funcionamiento de cualquier economía, se ha vuelto un lujo, obligando a la gente a formar colas interminables que recuerdan las postales de una Venezuela en crisis. Pero el problema no es solo la escasez de recursos, y la inflación que esta trae, sino la normalización de la decadencia.

Nos hemos acostumbrado a lo anormal. Hacer fila para conseguir lo básico ya no indigna, sino que se acepta con la resignación del que sabe que protestar no servirá de nada. Nos hemos vuelto creativos para sobrevivir, como los cubanos que han hecho del trueque y el mercado negro su modo de vida. Nos han arrebatado el derecho a la estabilidad sin que nos demos cuenta. El sueño de Arce se ha convertido en nuestra pesadilla, pero una pesadilla que, como en las fábulas de Orwell, nos enseñan a considerar que es un “sacrificio noble”, un paso más en la supuesta construcción de un “modelo superior” que nunca llegará.

Hay quienes creen que este desastre es fruto de la ineptitud. Otros, que otorgan más virtud, piensan que es un plan meticulosamente diseñado para quebrar la autonomía y la voluntad de los ciudadanos y hacerlos dependientes del Estado. Tal vez sea una combinación de ambas, pero, ¿importa realmente cuál de las dos es? Al final, el resultado es el mismo, y es que Bolivia se hunde en un régimen burocrático, una telaraña de controles sin sentido y carencias que tienen poco de idealismo y mucho de tiranía.

Y mientras el país sigue descendiendo por este tobogán de crisis, Arce sonríe satisfecho. Porque queriendo, sin querer o “Sin querer queriendo”, su sueño se está cumpliendo. El sueño de un puñado a costa de la pesadilla de millones.

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El presidente en su Laberinto

Por más que intente proyectar serenidad y confianza, el presidente Luis Arce se encuentra en un callejón sin salida. Lo saben sus ministros, lo saben sus aliados, lo sabe incluso el portero de Palacio Quemado, que lo saluda con más condescendencia que educación. Quizás por eso, en un acto de desesperación disfrazado de estrategia política, ha decidido lanzarse a la reelección. No porque tenga una posibilidad real de ganar, sino porque es la única forma de sostener una autoridad que se desploma a diario, y que es la última jugada de quien siente que se convierte en un fantasma político antes de tiempo.

Las encuestas han sido despiadadas, lo han desahuciado sin contemplación. Su imagen, erosionada por la ineficiencia de su gestión, no encuentra respiro en ninguna latitud del electorado. Ni la izquierda fragmentada ni el pragmatismo de quienes lo propusieron el 2020, parecen dispuestos a sostener una ilusión que ya no convence a nadie. Su única apuesta es la reunificación de un progresismo que está en pleno naufragio, una misión casi quijotesca en un Movimiento al Socialismo devorado por su propio fratricidio. Y es que, por más que Evo Morales esté desgastado, su sombra sigue pesando más que la figura gris y burocrática de Arce.

Para colmo, el cauteloso Andrónico Rodríguez se ha negado a ser el salvavidas de un barco que hace aguas por todos lados. Los ofrecimientos por parte de voceros “arcistas” para ser acompañante como vicepresidente, han sido recibidos con el desinterés de quien sabe que el destino de Arce es irremediable. Ya nadie quiere subir a ese tren descarrilado. En la política, como en la selva, la supervivencia depende del olfato, y Andrónico parece haber entendido que el presidente y su círculo han cruzado el umbral de la irrelevancia.

Pero Arce no se juega solo el poder; se juega su futuro personal. La historia reciente ha demostrado que en Bolivia la revancha política es casi una ley natural, y él lo sabe mejor que nadie. Por eso, más que gobernar, se ha dedicado a blindarse, a ganar tiempo, a evitar un desenlace que se vislumbra poco alentador. No es necesario ser adivino para anticiparlo, ya que, sin el paraguas del poder quedará expuesto a la sañuda justicia culipandera - que hoy maneja -, y a merced de quienes ya lo ven como el peor presidente que ha tenido Bolivia.

Su gestión será recordada, en el mejor de los casos, como un cúmulo de errores e improvisaciones - en manejo político, económico, seguridad del estado, gestión de hidrocarburos -. Si bien pudieron ser cálculos políticos, en los hechos, no fue capaz de realizar el censo en su debido tiempo, ni de organizar las elecciones judiciales y, para chiste o anécdota, queda en la retina el difícilmente creíble “Golpe de Estado” fallido. Su incapacidad política de generar consensos quedó desnuda en su insistente lloriqueo por la falta de aprobación de créditos, como si la única forma de gobernar fuera hipotecando el futuro del país. Sin olvidar que, su intento de industrialización estatal es un delirio anacrónico, un eco tardío del comunismo setentero que el mundo entero ya ha desechado.

Y así, a lo “García Márquez”, atrapado en su propio laberinto, Arce se enfrenta a la pregunta que, en su momento, también atormentó a un Bolívar moribundo y solitario - “Carajos, ¿cómo voy a salir de este laberinto?”-, pero a diferencia del Libertador, no tiene gloria, ni siquiera el consuelo de haber dejado una huella de nobleza en la historia. Lo suyo es más sencillo y más triste, la angustia de quien sabe que el final ha llegado, pero aún no se atreve a admitirlo.

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La guerra del agua, la del gas… ¿La del Litio

Por décadas, Bolivia ha sido un laboratorio de conflictos donde la lucha por los recursos naturales ha definido el rumbo de su historia. La Guerra del Agua en el año 2000, la Guerra del Gas en 2003 y la incertidumbre que rodea hoy al litio no son meros episodios aislados, sino eslabones de una misma cadena: la disputa por el control de riquezas estratégicas en un país con profundas desigualdades y una política siempre al borde del estallido.

El primer gran levantamiento del siglo XXI en Bolivia fue contra la privatización del agua. La Ley 2029 permitió la concesión del servicio a la empresa Aguas del Tunari, un consorcio con participación de una corporación extranjera, lo que generó tarifas impagables para los cochalas. La población reaccionó con una insurrección que paralizó la ciudad durante meses. El saldo fueron muertos, heridos y un gobierno obligado a dar marcha atrás. Fue una señal de alerta de que, en Bolivia, los recursos no se entregan así nomás.

Apenas tres años después, el gas natural desató una crisis aún mayor. La decisión del gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada de exportar el gas por Chile, la cual era protestada esgrimiendo, entre otros motivos, que era inaceptable que nuestro gas salga por territorio trasandino – hoy compramos combustible a y a través de ese país, ¡vaya ironía! –. En octubre de 2003, las protestas en El Alto y La Paz fueron brutalmente reprimidas, dejando más de 60 muertos. El costo político fue tan alto que Sánchez de Lozada huyó a Estados Unidos, y Evo Morales emergió como el promotor para impulsar una asamblea constituyente.

Hoy, el recurso que podría traer estabilidad económica al país – o, por el contrario, sumirlo en una crisis – es el litio. Con el mayor yacimiento mundial en el Salar de Uyuni, Bolivia posee un tesoro energético clave para la transición energética mundial. Sin embargo, el modelo de explotación sigue siendo un dilema.

El gobierno ha apostado por acuerdos con empresas “neoimperialistas”, para la construcción de plantas. Este pacto ha despertado suspicacias, pues la ausencia de licitación pública y el secretismo en los términos del acuerdo han generado rechazo en sectores cívicos y políticos. En Potosí, cuna del litio, la historia del saqueo colonial resuena con fuerza. La región, que ya se levantó en 2019 contra el gobierno de Morales por la falta de beneficios locales en la industrialización del litio, podría volver a encenderse si la población percibe que se está repitiendo la vieja historia de rifar recursos y explotación sin desarrollo.

El país ha demostrado que no acepta fácilmente que sus recursos sean manejados sin consulta. El agua y el gas, encendieron revoluciones con la fuerza para tumbar gobiernos. El litio, con su promesa de riqueza, puede convertirse en una oportunidad histórica o en el detonante de un nuevo conflicto.

Si el gobierno no logra demostrar que este modelo beneficiará realmente a Bolivia, el malestar social crecerá. La historia es un animal terco, ya nos ha enseñado que, cuando los bolivianos sienten que les arrebatan sus recursos, la respuesta no es el silencio, sino la calle.

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Entre la Fragmentación y la Falta de Ambición

Han pasado ya veinte años desde que la oposición boliviana, atrapada en la danza macabra de los ciclos electorales, ha demostrado una incapacidad crónica para crear o articular una propuesta de país. En este tiempo, hemos sido testigos de cómo las figuras políticas opositoras, los exiliados de su propio pasado y los reciclados, se agrupan para presentar —como si fuera una novedad— la misma receta de siempre: un remedio que, en lugar de sanar, ha dejado cicatrices de ineficiencia y desconfianza. Juegan a ser nuevos, pero sus movimientos se reducen a alianzas circunstanciales, a pactos que no son más que el reflejo de la falta de una verdadera estructura política.

Estas juntas, que surgen seis meses antes de cada elección, son siempre inestables, efímeras e insostenibles. ¿Cómo podría ser de otro modo? Cuando los elementos que las conforman no pertenecen a ningún partido consolidado, ni responden a ninguna estructura o ideología común, el puente que las une es tan débil como la voluntad de quienes lo construyen. Y lo peor es que no parece haber conciencia de esta precariedad.

En lugar de crear sus propias bases y apuntalar su existencia con la organización de un verdadero proyecto nacional, atrapados en el corto plazo, se aferran a un reciclaje político que los ha acompañado en los últimos 5 procesos electorales. La política se ha convertido en una mercancía, sin entender que, en un país como Bolivia, las alianzas sin contenido real no sirven para nada más que para generar más desconfianza. La política se ha convertido en una rutina, en un “remake” mal hecho, de lo que una vez fue, pero sin alma ni visión. Es un juego de apariencias, donde la intención de gobernar se diluye en la dinámica de la “democracia de encuestas”.

Lo curioso —y doloroso— es que, en este contexto de decadencia, las nuevas generaciones de políticos no han logrado encender la llama de un proyecto serio, ni mucho menos contribuir con una nueva visión del país. Más allá de un cambio o quiebre generacional, lo que se ha producido es una simple sustitución de caras sin méritos, pero con pequeñas ambiciones personales. Estos jóvenes, que se presentan como la esperanza de una política renovada, se sienten cómodos en la mediocridad. No tienen la convicción ni la formación necesaria para sostener lo que debería ser una verdadera democracia, mucho menos para cuestionar las estructuras del poder. No es que carezcan de ideas, sino que carecen de formación política, de un proyecto serio y de un compromiso de construir a futuro. Llenan las bancadas del Congreso, sin objetivos mas que los de figurar, de hacer berrinches y satisfacer su vanidad.

Es alarmante cómo, frente a la responsabilidad histórica que pesa sobre sus hombros, los llamados "líderes jóvenes" se limitan a mirar desde la barrera, esperando que otros asuman el reto del cambio. Su falta de ambición por el poder real, por transformar el país, es una de las mayores tragedias del escenario político boliviano. En lugar de luchar por una visión estructural de la nación, estas nuevas generaciones, se conforman con ocupar espacios, sin cuestionarse lo que podrían hacer si realmente se arriesgaran a confrontar el sistema de manera organizada y prescindiendo de los mal llamados “lideres”.

Esta falta de ambición, de un sentido profundo de lo que significa transformar el país, es precisamente lo que los ha condenado a una vida política vacía, una existencia marcada por el temor a la confrontación de ideas, por la incapacidad de ir más allá del juego electoral. El régimen, por su parte, sigue alimentándose de esta falta de construcción, que, en su decadencia, se encuentra en las pugnas internas de la oposición un caldo de cultivo, una serie de ingredientes mezclados en una licuadora cuyo resultado será un líquido intomable.

No se trata de una crítica vacía, ni de un lamento estéril. Este análisis es una llamada de atención de todos aquellos que aún creen que las soluciones pasarán por una mera redistribución de caras. Las nuevas generaciones de políticos debemos tomar en serio la necesidad de una visión de país que se construya desde la base, que no dependa de alianzas circunstanciales ni de la lógica de los pactos urgentes y tropezados. La política, entendida como un verdadero proyecto de nación, exige más que sólo nombres en una lista: necesita una estructura, una ideología coherente, una convicción que sobrepase los intereses de las élites eternas, desgastadas, dinosauricas, porque son un freno y es necesario jubilarlas.

Bolivia, en su vasto potencial, no puede permitirse más parches, ni esperar a que la solución venga de la mano de un "salvador" circunstancial. Necesitamos convicción, no oportunismo, un verdadero compromiso con el liderazgo y futuro del país.

Que sea la última elección en la que tiran de un saco apolillado. 

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