Una política sin alma en la Bolivia de fin de ciclo
Los partidos políticos, lejos de ser espacios de reflexión colectiva y de construcción de sentido, se han transformado en cascarones vacios, en “instrumentos políticos” vaciados de contenido, en mero requisito para presentarse a elecciones.

La política, en su sentido más profundo, ha sido siempre una expresión de nuestra alma colectiva. No es solo la del poder ni la administración del Estado, sino la manifestación de cómo una sociedad se piensa a sí misma, se sueña, se organiza y se proyecta hacia el futuro. En este sentido filosófico, los partidos políticos solían encarnar diferentes visiones del mundo, donde las ideologías funcionaban como mapas conceptuales, morales y normativos que orientaban la acción colectiva.
Al desplomarse la solidez de estos mapas, el pueblo se encuentra perplejo, ante los actuales contornos inmorales que han secuestrado la política. Los partidos ya no representan ideas; representan al oportunismo de vividores más que a una oportunidad colectiva de transformación social. Lo que antes representaba una identidad colectiva, una visión ideológica y un proyecto de país, hoy ha sido reemplazado por un pragmatismo sin alma. Esta instrumentalización ha despojado a la política de su dimensión simbólica y con ello ha reducido la democracia a una transacción. Ya no se debate el bien común, se negocian contratos; no se construyen soluciones, se reparten escaños.
Los partidos políticos, lejos de ser espacios de reflexión colectiva y de construcción de sentido, se han transformado en cascarones vacios, en “instrumentos políticos” vaciados de contenido, en mero requisito para presentarse a elecciones. Estos “instrumentos políticos” son el equivalente a “vientres de alquiler” que, ante la anomia, prestan su existencia legal a quien pueda pagar o negociar su instrumentalización.
La idea de representación democrática hunde sus raíces en el contrato social, el individuo cede parte de su voluntad a un agente que habla y actúa en nombre de la comunidad. Sin embargo, cuando ese agente deviene en meramente instrumental -un “vientre de alquiler” de aspiraciones particulares-, la noción misma de voluntad general queda vacía. Surge entonces una contradicción ontológica que devalúa la democracia: ¿quién habla en nuestro nombre, en una democracia que no existe?
La crisis del sistema de partidos revela que hemos erigido un mal ejecutado simulacro de representación, llamado democracia, que ha dejado de ser la encarnación auténtica de la voluntad popular. Este vaciamiento de sentido no es un fenómeno aislado, ni reciente. Forma parte de un proceso más amplio de descomposición simbólica. Vivimos en la era de las identidades líquidas como decía Bauman, donde nada permanece, todo se transforma vertiginosamente, y los marcadores de certezas desaparecen. En este nuevo paisaje, los grandes relatos ideológicos que alguna vez articularon una vigorosa democracia con libertad, justicia, igualdad, fraternidad y patria; han sido reemplazados por eslóganes electorales sin densidad, por discursos demagógicos diseñados para fabricar votos.
Frente a esto, no es extraño que las nuevas generaciones se alejen de los partidos. Para muchos jóvenes la política formal ha perdido su aura, se ha vuelto ajena, rancia y desconectada. No es que no les interese lo público o lo político; al contrario, participan activamente en causas concretas -medioambiente, derechos humanos, arte, deporte- pero lo hacen desde otros lenguajes, otros espacios, otras formas. Ya no necesitan una estructura para actuar, ni un partido para sentirse parte.
Así, lo que estamos presenciando no es solo una crisis institucional, sino una crisis existencial de la política, una pérdida de sentido. Y como toda pérdida de sentido, su recuperación no será solo técnica ni jurídica. Requiere una reconfiguración ética y simbólica.
Tal vez, si queremos rescatar la política del abismo de la instrumentalización, debamos volver a pensarla como un acto profundamente humano: el arte de dialogar y escuchar a los otros, con ideales, con conflictos, con contradicciones, con historia, y sobre todo, con responsabilidad. Una democracia gobernada por partidos sin alma, se convierte en un costoso cabaret frívolo e impostor; sin sentido ni futuro, que deja la política, para convertirse en la administración de las ruinas de un fin de ciclo que puede llamarse todo, menos democracia.