Opinión
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Max Raúl Murillo Mendoza
09/04/2024 - 13:44

Relocalización como ataque a la Nacionalización

Todos estos años se ha debatido sobre el manejo de COMIBOL antes de la supuesta quiebra. Porque es cierto que fue también botín de todos los gobiernos a su turno del MNR y después de las dictaduras militares. Enormes errores políticos, técnicos, de gestión empresarial y como no boicot de las clases altas oligárquicas, desde adentro, para su quiebra o destrucción.

El inicio de la democracia en Bolivia, allá en 1982, tuvo componentes de esperanzas y de un renacer del país a otra etapa, después de las dictaduras militares. Sin embargo, el gobierno de la UDP (Unidad Democrática Popular) fue un rotundo fracaso en lo económico y social. Precisamente como parte de ese fracaso estructural, la minería nacionalizada otrora componente empresarial que mantenía las arcas de la Nación, fue declarada en bancarrota en 1985, mediante el ya famoso Decreto Supremo 21060 el 29 de agosto de ese año.

Todos estos años se ha debatido sobre el manejo de COMIBOL antes de la supuesta quiebra. Porque es cierto que fue también botín de todos los gobiernos a su turno del MNR y después de las dictaduras militares. Enormes errores políticos, técnicos, de gestión empresarial y como no boicot de las clases altas oligárquicas, desde adentro, para su quiebra o destrucción.

Pero la relocalización de los mineros a mediados de los años 80 del anterior siglo, marcó un antes y un después del proletariado minero que hizo historia en 1952, cambiando las reglas de juego del país. Dándole certezas a millones de bolivianos, que por fin podían contar con Estado propio, con políticas de Estado en favor de las mayorías y de la Bolivia profunda. Además, como movimiento obrero minero, tenían suficiente autoestima histórica respecto de su papel político para todo el país. Gracias a ese proletariado se potenció la Federación de Mineros y se construyó la Central Obrera Boliviana.

La relocalización definitivamente fue la derrota más catastrófica posible para el movimiento obrero minero. Coincidió con el inicio de la época neoliberal, por lo que se justificó aquella masacre blanca desde todos los ángulos posibles. De hecho, la victoria del dictador Banzer en las elecciones generales en algunas empresas mineras, como en Huanuni  y Siglo XX, fue el termómetro más claro del desánimo generalizado del propio movimiento minero.

Lo que vino fue la sangría de ese proletariado poderoso, que derrotado y sin opciones posibles tuvo que migrar a varias ciudades del país. Fui testigo de aquel triste espectáculo en el norte de Potosí, viendo caravanas de camiones, volquetas, y todo de tipo de movilidades totalmente cargados de muebles y enseres de casa, dirigirse a todos lados. Llantos de despedida de vecinos, de familias, de amigos, en muchos casos realmente indescriptibles pues el destino les jugaba una mala pasada a aquellas familias que jamás pensaron en semejante travesía.

Todos esos conmovedores hechos no están investigados. La prensa reflejó algo de aquello; pero el sufrimiento mismo de miles de familias, que se iban expulsados de donde tenían sentido sus vidas, a regiones totalmente distintas e incluso desconocidas, ciertamente fue un profundo cambio en la psicología de la familia minera. De pronto, se iban desterrados de alguna manera a lo totalmente desconocido. Miles de familias sin trabajo y sin futuro, familias que eran parte de ese glorioso proletariado minero que lo dio todo al país entero.

De esa manera, el llamado neoliberalismo ganó desde el principio la principal batalla ideológica y política de aquel momento. Destruyó al proletariado minero, con la excusa del quiebre del mercado del estaño. Con la excusa de que las empresas no eran ya rentables. Excusas tecnocráticas, con profundidad política neoliberal para aprovechar la coyuntura y derrumbar al baluarte de las luchas obreras y populares del país. Desde entonces el proletariado minero ya sólo es número o consigna; no un punto de inflexión política que marque derrotero alguno en la historia del país.

Mi padre (Max Murillo Betancourt), relocalizado y exdirigente minero de Catavi, me contó hace muchos años de varias familias que llegaron a Cochabamba, simplemente se destruyeron en el alcoholismo o la separación de esposos y esposas, cuando no vieron sino hambre, desocupación y rechazo de la población. Eran “los comunistas”, los “sindicateros”, los “revoltosos y problemáticos” y pues mejor no darles trabajo o colaborarles en el vecindario. En otros varios casos, fueron estafados en casas de cambio o financieras todo aquello que ganaron en las minas. Tragedias humanas que jamás serán ventiladas ni por la historia, ni por la narrativa política de este país.

Se dice con cierta verdad, que algunos mineros ayudaron a fortalecer los sindicatos de los cocaleros del Chapare. Como también los movimientos y organizaciones sociales en la ciudad de El Alto. En realidad, fueron sólo algunos afortunados. La inmensa mayoría se perdió en el anonimato de la tragedia, en el anonimato de la sobrevivencia. Treinta mil mineros fueron echados a la calle, junto a sus familias. Y el país jamás les reconoció como a organizaciones que aportaron enormemente al destino de Bolivia. Jamás les reconocieron la sangre vertida en tantas masacres, en tantos abusos de las dictaduras y sacrificios colectivos en función del país.

Los anónimos, los sin nombre, quiénes son siempre los que ponen el pecho a las balas, nunca son recordados y homenajeados por nadie. Esos anónimos mineros fueron miles y miles junto a sus familias. Desaparecieron como proletariado combativo, olvidados incluso por los propios partidos de izquierda, sin que nadie les defienda al menos en la memoria. Gracias a esos anónimos el país siguió en sus derroteros, enfrentando la antipatria, enfrentando a la soberbia y la impunidad de las oligarquías de siempre.

Hoy, en tiempos convulsos, en tiempos de regreso de las ultraderechas más retrógradas posibles por todo el mundo, los anónimos: el pueblo de a pie, siguen siendo carne de cañón de las irresponsabilidades políticas o sociales. Pues no dejemos que las historias de la relocalización se repitan, porque se repiten sobre los hombros del pueblo anónimo, de los que no tienen títulos ni propaganda ególatra, sino sólo el orgullo de ser habitantes de este país.

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