De abogánsters y otras vainas...
La opinión pública está justificadamente indignada por los tenebrosos videos que muestran, lamentablemente, a un “abogado” y a sus secuaces, torturando a un ciudadano para cobrarle sus deudas e incluso, las investigaciones del caso avanzan hacia peores delitos y escenarios que involucrarían a otros en ejercicio de funciones públicas, integrando una vergonzosa organización criminal.
Por supuesto que para quienes somos abogados y estamos orgullosos de serlo, lo ocurrido nos avergüenza profundamente pues más allá que tal proceder delictivo jamás podría considerarse generalizado e incluso, ni siquiera como práctica común del universo de profesionales; así nos duela admitirlo, asumamos que lo acontecido afecta seriamente la imagen de nuestra profesión, más aún cuando suele estar frecuentemente cuestionada por la actuación de algunos abogángsters.
Es evidente que ovejas negras existen en todas las profesiones y oficios, incluyendo por tanto a delincuentes que aprovechan cualquier profesión para fines criminales; pero así las cosas, propongo colegas, encarar lo acontecido como una valiosa oportunidad para la autocrítica y la resiliencia.
Nuestra profesión es hermosa, pero también por su naturaleza y práctica –trabajamos con la vida, libertad, honra y bienes de las personas– puede degradarse hacia la más vil de las prácticas e incluso, convertirse en una despreciable actividad criminal. ¿Cuáles son los factores que marcan la diferencia?
Ensayo algunos que alcanzo a identificar, ya que cuando pienso en la degradación delictiva de nuestra profesión no cabría quedarse sólo en lo más repugnante –la tortura, la violencia de aquel sujeto– sino también, mutatis mutandis, en otras degeneraciones que si bien no son tan evidentes, públicas y tristemente célebres, probablemente sean aún peores: ¿No ha resultado también temible entregar el cuidado de la CPE a serviles partidarios disfrazados de magistrados? ¿No ha sido igual de perjudicial encargar el ejercicio de la acción penal pública a militantes del régimen, que sólo encubren a sus compinches y persiguen selectivamente a los del otro lado? ¿No es hoy en la justicia del pluri, el debido proceso un instituto en extinción? ¿Acaso, colegas, algunos se presentan como “abogados exitosos” por, dicen, tener “llegada” a jueces, magistrados o fiscales, sin importar su real desempeño profesional? ¿No es igualmente reprochable prometer resultados seguros al cliente cuando como abogados sabemos que nuestra actuación es de medios y no de resultados? ¿Valen más nuestros conocimientos o nuestros contactos?
¿Realmente ocupan altos cargos los mejor preparados e íntegros? Los que ganaron las elecciones establecidas como sistema para acceder… ¿No es insultante que los altos cargos “electos” en la administración de justicia, perdieran las elecciones por goleada y pese a ello, fueran posesionados por quien rinden pleitesía? ¿Usted confiaría en un administrador de justicia o un abogado que se presenta, firma, sella y ejerce como “Doctor” cuando ni por aproximación logró ese alto grado académico? ¿Quiénes preparan a los futuros abogados accedieron a la docencia por méritos académicos o por formar parte de las roscas universitarias?
En el ámbito disciplinario, desde la nueva Ley de la Abogacía (2013) confeccionada por el régimen para fondear el ejercicio independiente de la profesión, ese sistema ha quedado dividido: los afiliados a los colegios departamentales estamos bajo la competencia de nuestros Tribunales de Honor y, quienes sólo están registrados en el RPA dependiente del Ministerio de Justicia, a la de sus Tribunales Disciplinarios, pero transcurridos más de cinco años desde aquel momento, se sabe que esa instancia partidaria no ha juzgado a un solo abogado pues no logró constituir un solo Tribunal, vulnerando el acceso a la justicia de las víctimas y asegurando la impunidad de faltas de ese tipo.
Son algunas preguntas y datos que podrían servir para intentar encontrar respuestas urgentes que conduzcan a mejorar el estado del arte de la abogacía. Claro está, además, que mientras la administración de justicia, llamada constitucionalmente para proteger al ciudadano, tutelar sus DDHH y otorgar seguridad jurídica a todos, siga sometida a los delirios totalitarios de su jefazo confeccionándole a medida su traje de dictador, la situación seguirá empeorando y será cada vez más evidente lo que le dijeron los internos de Palmasola al Papa Francisco: “Es más conveniente contratar a un juez y a un fiscal prevaricador y corrupto, antes que a un buen abogado”.