Nuestro mayor apremio
Algún momento tendrán que retornar la ley y la moral a nuestra realidad. Salvar el espíritu democrático que aún queda en la nación, he aquí la mayor tarea que tenemos como hombres y como mujeres, más allá de las particularidades que en la vida ordinaria y privada se nos puedan presentar.
Éste es un mensaje dirigido más a la juventud que a los hombres maduros, porque en aquélla se ciñe —así ha sido siempre en la historia— una toga de esperanza.
Algún momento tendrán que retornar la ley y la moral a nuestra realidad. Salvar el espíritu democrático que aún queda en la nación, he aquí la mayor tarea que tenemos como hombres y como mujeres, más allá de las particularidades que en la vida ordinaria y privada se nos puedan presentar.
Éste es un mensaje dirigido más a la juventud que a los hombres maduros, porque en aquélla se ciñe —así ha sido siempre en la historia— una toga de esperanza.
Aquel ideal democrático por el que nuestros mayores vertieron su sangre y su sudor —y hablo a nivel continental— hoy está eclipsado. Hemos pasado por dictaduras, guerras civiles, manifestaciones brutales, asonadas y revueltas militares, pero nunca como ahora la libertad se ha visto tan ensombrecida por las pasiones humanas que se agitan en el torbellino público de todos los días.
Los peores enemigos de nuestra libertad ciudadana no están, como ayer, en los tanques que silenciaban las calles ni en las milicias populares y partidistas que torturaban a sus adversarios; están en cosas inmateriales, pero por lo mismo más potentes en sus alcances: el pensamiento y la ambición.
En éste nuestro continente americano, donde hay de todo —como en todo lugar y todo tiempo—, se levantan voces que afirman la continuidad de lo que hemos aprendido de las revoluciones americana y francesa, por una parte, y gritos, tan vehementes como aquellas voces, que insisten en una cosa que está más allá del comunismo o del socialismo: el egoísmo. Porque debemos saber distinguir: una cosa es apuntar a la dictadura del proletariado o a un gobierno de campesinos y populares y otra muy diferente el deseo desmesurado del poder por el poder en sí mismo.
Hoy América Latina no es libre, pero sí es libertaria. Está sometida, pero no rendida.
El fenómeno es regional y no local, como cuando las dictaduras del siglo pasado. Entonces se debe luchar teniendo en cuenta las fluctuaciones de la política de los demás países vecinos, solo así podremos convencernos de que lo que pasa en nuestro Estado es fiel reflejo de lo que pasa en otros.
Y cuando suceda el cambio, será de índole paradigmática, en otras palabras, cuando el país cambie, habrá cambiado el paradigma o el proyecto de Estado y no solamente el gobierno, como en cambio pretenden los opositores que no ven más allá de la superficialidad coyuntural. Para esto, es preciso que condensemos el mayor acopio de fuerzas espirituales, de acción, movimiento e inteligencia. La fuerza física quizá no sirva de mucho, porque como decía Tamayo: «En los momentos más severos de la historia, las batallas y las vitorias definitivas las ha dado y obtenido siempre el espíritu servido de la inteligencia y de la voluntad».
Es cuestión de tiempo, pero también de esfuerzo. Las tiranías injustas han de caer, de eso no quepa duda alguna, pero mucho dependerá de la conciencia que tengamos en que eso debe ocurrir. No apuntemos a una ley de tiranicidio, eso socavaría aún más lo que queda de democracia, apuntemos más bien a la fuerza de la inteligencia como instrumento de la materialización de la voluntad humana, la mayor fuerza que existe en el mundo.
Porque un tirano o un rey injusto pueden tomar nuestra casa, a nuestros hijos, nuestras tierras, incluso nuestro propio cuerpo, pero nunca podrá tomar para sí mismo nuestro espíritu ni nuestra inteligencia, cosas que están en un plano inmaterial y —por tanto— divino.
Porque el mundo material es de la bestia, en cambio el espiritual es de la virtud (personal y pública), y este mundo es inmortal.
Y cuando se haya ganado en todo el continente la democracia plena nuevamente, no recordemos con odio a quienes nos la despojaron algún día; más bien ciñamos un manto que cubra todo el oprobio vivido en tantos años. El sudario del olvido.