Blog de Silvya De Alarcón

El nombre de la Naturaleza (Tercera parte: El ser genérico)

El ser genérico

La nominación de la naturaleza contiene determinadas relaciones entre el ser humano y la naturaleza, relaciones desarrolladas históricamente, de ahí los distintos nombres que le han dado los pueblosa1. Lo que antecede muestra en algún grado cómo, en el marco de la modernidad capitalista, naturaleza es el nombre que designa a la materialidad existente alrededor de los seres humanos y a la propia corporeidad de éstos, sujeta a la voluntad infinita que se despliega sobre ella. Por lo mismo, voluntad que la cosifica, la aliena y la explota. El resultado de esa relación está a la vista.

La pregunta, por ello, es qué otra relación podemos entablar con la naturaleza. Cómo es posible superar la enajenación que nos llevado al mundo en el que hoy vivimos.
Históricamente, las respuestas han sido diversas y de distinto alcance2, pero lo que nos han dejado de aprendizaje es que de lo que se trata es de avanzar en la superación del capitalismo. En ese camino, el comunismo sigue siendo hasta hoy el horizonte de llegada que guía y concentra la lucha de los pueblos contra el capital. ¿Por qué el comunismo es la superación del capital? Porque, en esencia, es la superación de la propiedad privada.

El comunismo como superación positiva de la propiedad privada en cuanto autoextrañamiento del hombre y por ello como apropiación real de la esencia humana por y para el hombre; por ello como retorno del hombre para sí en cuanto hombre social, es decir, humano; retorno pleno, consciente y efectuado dentro de toda la riqueza de la evolución humana hasta el presente. Este comunismo es, como completo naturalismo=humanismo, como completo humanismo=naturalismo; es la verdadera solución del conflicto entre el hombre y la naturaleza, entre el hombre y el hombre, la solución definitiva del litigio entre existencia y esencia, entre objetivación y autoafirmación, entre libertad y necesidad, entre individuo y género. (Marx, 1985: 143)

La superación de la propiedad privada no puede sino ser un movimiento libertario del trabajo frente al capital, pero es superación precisamente porque es capaz de replantear la relación entre los seres humanos y la naturaleza, y entre los propios seres humanos. Superar la propiedad privada no es pues tema jurídico sino la transformación radical de las relaciones que la fundamentan.

En la línea que hasta aquí se ha seguido, es importante desglosar la referencia que hace Marx a la superación de la contradicción entre objetivación y autoafirmación, entre libertad y necesidad

¿Qué significa superar la contradicción entre objetivación y autoafirmación? Decíamos al inicio de este escrito que, en el marco de la modernidad capitalista, los seres humanos entienden su posibilidad de ser en la medida en que se despliegan como voluntad infinita sobre la naturaleza y, con ello, sobre los propios seres humanos, bajo la lógica de la ganancia. Sin embargo, este no es un acto simple. La historia de la humanidad es precisamente el testimonio de que los seres humanos son la especie por definición que produce de determinada manera el mundo a través del trabajo. Los seres humanos no podemos existir sin transformar la naturaleza. Todo cuanto nos rodea es lo que hemos producido/inventado/transformado. Los edificios, las calles, los automóviles, la ropa que vestimos, los celulares, la energía eléctrica, los medicamentos, nuestros propios cuerpos… todo cuanto nos rodea testimonia la manera en que los seres humanos hemos transformado la naturaleza y, con ello, nos hemos transformado a nosotros mismos.

Pero esa transformación ha estado guiada históricamente por motivos distintos. Las comunidades primitivas, por ejemplo, tenían la urgencia de enfrentar la necesidad en condiciones adversas. Para ellas, si bien la naturaleza podía ser fuente de vida también podía eventualmente ser hostil3 (un granizo que acabe con la producción, una epidemia que provoque una gran mortandad, etc.), de ahí la importancia del trabajo –conocimiento, producción de bienes, desarrollo de tecnología– para superar la necesidad. La necesidad es esencialmente social, por tanto, la relación que entablamos con la naturaleza para superar la necesidad es la que nos permite autoafirmarnos como seres sociales o no. Lo que es igual, los seres humanos se objetivan en cuanto hacen, humanizan la naturaleza y a sí mismos a través del trabajo creador. El trabajo, en ese ámbito, es una objetivación que los hace libres porque les permite superar la necesidad y, con ello, fortalecer su condición social, de especie, a la par que su ser parte de la naturaleza. Me objetivo en lo que hago pero en tanto me guía una finalidad social esa objetivación me autoafirma como ser social.

Sucede exactamente lo contrario cuando la producción del mundo está guiada por la lógica de la ganancia, de la acumulación, del predominio del individuo sobre el colectivo, como ocurre en el capitalismo. Por definición, el capitalismo, bajo la lógica de la propiedad privada, no sólo no supera la necesidad, sino que la perpetúa. La objetivación de los seres humanos a través del trabajo no sirve para su autoafirmación porque es apropiada por otro –robada– para beneficio individual, la riqueza que produce no lo beneficia sino lo empobrece. Esto demuestra que,

…el trabajador queda rebajado a mercancía, a la más miserable de todas las mercancías; que la miseria del obrero está en razón inversa de la potencia y magnitud de su producción; que el resultado necesario de la competencia es la acumulación del capital en pocas manos, es decir, la más terrible reconstitución de los monopolios; que, por último, desaparece la diferencia entre capitalistas y terratenientes, entre campesino y obrero fabril, y la sociedad toda ha de quedar dividida en las dos clases de propietarios y obreros desposeídos. (Marx, 1985: 103-104)

Si la transformación de la naturaleza en el proceso productivo no es social en su finalidad y en la forma de su organización, no puede haber superación de la necesidad y mucho menos libertad del ser humano.
La lucha contra esta realidad cosificadora, de muerte, del capital tiene por horizonte el comunismo y, con él, el retorno a la naturaleza, la reapropiación del ser genérico.

La universalidad del hombre aparece en la práctica justamente en la universalidad que hace de la naturaleza toda su cuerpo inorgánico, tanto por ser 1) un medio de subsistencia inmediato, como por ser 2) la materia, el objeto y el instrumento de su actividad vital. La naturaleza es el cuerpo inorgánico del hombre; la naturaleza, en cuanto ella misma, no es cuerpo humano. Que el hombre vive de la naturaleza quiere decir que la naturaleza es su cuerpo con el cual ha de mantenerse en proceso continuo para no morir. Que la vida física y espiritual del hombre está ligada con la naturaleza no tiene otro sentido que el de que la naturaleza está ligada consigo misma, pues el hombre es una parte de la naturaleza…

Pues, en primer término, el trabajo, la actividad vital, la vida productiva misma, aparece ante el hombre sólo como un medio para la satisfacción de una necesidad, de la necesidad de mantener la existencia física. La vida productiva es, sin embargo, la vida genérica. Es la vida que crea vida. En la forma de la actividad vital reside el carácter dado de una especie, su carácter genérico, y la actividad libre, consciente, es el carácter genérico del hombre. (Marx, 1985: 110-111)

Pero Marx visualiza algo más: si el comunismo es la posibilidad de esa vida genérica, la forma de lo social no puede ser sino comunitaria. El comunismo implicará entonces el retorno a la forma comunidad pero en condiciones superiores. En condiciones superiores porque el desarrollo de las fuerzas productivas impulsado por el capital permite la superación de la escasez, por tanto, socializar la riqueza producida socialmente. Ese desarrollo de las fuerzas productivas es el que muchas veces se ignora al momento de pensar los procesos revolucionarios. ¿Por qué es posible ir del capitalismo al comunismo? Porque existe una base material, productiva, tecnológica, es decir, capacidad humana objetiva de transformar la naturaleza superando la escasez. Sin duda, ese proceso no puede ser posible sin poner a discusión y transformar la finalidad intrínseca que hoy atraviesa la tecnología –la succión de la mayor cantidad posible de trabajo humano– pero como base material existe.

Hoy, después de muchos siglos, los seres humanos podemos romper la barrera de la escasez, es posible producir socialmente la riqueza que debe ir a satisfacer las necesidades humanas. Esta dimensión social de la producción posibilita a su vez y por definición acabar con la explotación inmisericorde de la naturaleza. Nunca es suficiente insistir en que si hoy estamos al borde de un colapso planetario es precisamente porque el capital no tiene por finalidad la satisfacción de necesidades sino la ganancia, de otro modo no existiría la sociedad de consumo que nutre su acumulación. Esa acumulación, aunque sea jurídicamente legal, es innegablemente ilícita desde el punto de vista del derecho de todos los seres humanos a encontrar su sustento en la naturaleza.

En este orden, resulta injusto acusar a Marx de comprender la naturaleza como un ―medio de producción‖, según acusa un cierto indigenismo desinformado y/o malintencionado. La tierra –una de las formas más visibles de la naturaleza– es un medio de producción para el capital. Precisamente aquí lo que se ha intentado es demostrar los argumentos de Marx no sólo para denunciar el capital y fundamentar la necesidad del comunismo, sino también para esbozar cómo podríamos pensar la naturaleza –y con ella el ser humano– en ese comunismo. La vida genérica no es otra cosa que el reencuentro del ser humano con la naturaleza, en una dialéctica infinita que dejaría atrás la prehistoria de las sociedades de clase.

Por comunidad no hay que entender, sin embargo, las comunidades históricamente existentes4 sino la forma que asume lo social. La forma viva de la comunidad real es el ser social (Marx, 1985: 146).

(Fin de la tercera parte.)


1 Veamos tres ejemplos distintos. Entre los griegos, por ejemplo, physis es el vocablo que más se aproxima a la noción de naturaleza pues designaba aquello que estaba vivo, de lo cual nacía todo lo que existe. Aristóteles consideraba además que la naturaleza era sinónimo de movimiento, de transformación perpetua de cuanto existe. En cualquier caso, physis era una realidad a comprender, a explicar, nunca una deidad (physis nunca fue conceptuada como una titánide, aunque a veces se la confunde con Gea). Ya en Heráclito se lee la famosa sentencia “la naturaleza ama el ocultarse”, de ahí el constante propósito griego de desarrollar conocimiento. Entre los chinos, la naturaleza recibe el nombre de Tao y es concebida como una totalidad insondable, inaprensible. La relación que los seres humanos pueden entablar con el Tao es práctica y moral, no intelectiva: de lo que se trata no es de entender o explicar el Tao sino de saber cómo comportarse con cuanto existe, incluidos los seres humanos. La virtud está relacionada con la armonía entre todos los seres existentes puesto que el ser humano no está por encima de los otros seres. Por último, entre los judíos, la naturaleza no es origen de la vida humana sino más bien algo creado por un principio antitético espiritual, dios. No tiene voluntad ni fuerza, por el contrario, está sometida a la voluntad de quien no es su obra sino el culmen de la creación, el ser humano y, propiamente, el varón. Esta diferencia explica la visión antropocéntrica y androcéntrica que caracteriza al judaísmo y, en la tradición occidental, al cristianismo también.


2 Una experiencia particular fue la del movimiento hippie. La generación siguiente a la II Guerra Mundial, a contrapelo de la racionalidad instrumental propia del capital y la moral puritana fue la que propugnó de manera vehemente el retorno a la naturaleza y la superación de la enajenación, como elementos fundamentales de superación del capitalismo. Los hippies abandonaron la vida en las ciudades y se volcaron a las zonas rurales, a vivir en contacto con la naturaleza, produciendo en pequeña escala lo necesario para sustentarse, intentando reconstruir la manera de relacionarse entre sí y con la naturaleza. La experiencia del cuerpo y las relaciones de convivencia armónica y pacífica con los demás fueron un principio elemental de su socialidad. Si los hippies fueron anti-capitalistas, no entendieron sin embargo que su acción se desenvolvía por fuera del capital pero, además, de manera voluntarista, individual, lo que equivale a decir que no tuvo efecto sustantivo en la superación de éste. Ese fue por tanto su límite, a pesar de la amplitud del movimiento en el mundo (Cf. Colom y Melich, 1994).


3 La representación de la naturaleza para los pueblos antiguos ha sido muy diversa. Contra lo que hoy se piensa, no siempre la naturaleza fue considerada como Madre. Según algunas teorías antropológicas, la nominación de Madre pudo tener relación con estructuras matriarcales y/o con la semejanza entre la naturaleza y la mujer como dadoras de vida (García, A. P., Curruchiche, G. & Taquirá, S. (2009). En otras culturas, como los pueblos celtas, la naturaleza no fue pensada como totalidad, de manera que tenía varias representaciones predominantemente masculinas en vez de femeninas. Estas representaciones no estaban vinculadas a valores como la protección o el cuidado sino a la fiereza, a la guerra. De hecho, los celtas se asumían como hijos de la muerte. El dios más importante de los celtas irlandeses era Dagda, el dios de la vida y la muerte, el cual reclamaba continuamente sangre humana. Las figuras femeninas correspondían también al tipo guerrero, como Morrigan. Muy lejos está de ellos la sublimada representación de la naturaleza como madre.


4 Por comunidades históricamente existentes cabe entender todas las formas comunales ancestrales. En Bolivia, son fundamentalmente los ayllus, las markas aymara-quechuas.

 

El ser genérico
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El nombre de la Naturaleza

La mercancía 

¿Cómo es que se ha llegado históricamente hasta este punto? La relación con la naturaleza fue, de siempre, la relación más importante construida por  los seres humanos, porque ella implica la relación con el entorno, pero también con los otros seres humanos y con uno/a mismo/a. De esa relación simultáneamente tridimensional depende la subsistencia y la producción de la vida. La necesidad es, pues, el vínculo que nos recuerda a diario que somos cuerpo (naturaleza) y no únicamente espíritu; el motivo también por el cual inventamos la realidad, habida cuenta que la necesidad no se limita a la subsistencia aunque es indisoluble de ella. En la lucha por superar la necesidad producimos el mundo y con ello nos producimos a nosotros mismos. En ese orden, la necesidad es antitética a la libertad. Como individuos, el cuerpo nos ata, nos limita, ancla un espíritu que se sueña omnipotente e infinito. Como especie, las necesidades elementales nos obligan a entender que no es posible pensar únicamente en la satisfacción personal porque, en el marco de la razón instrumental que caracteriza al capital, lo que uno gana es lo que el otro pierde, de manera que si la vida no ha de ser la violencia generalizada –al estilo de un estado de guerra (Hobbes, 1987)–, los seres humanos tenemos la necesidad existencial de garantizar colectivamente la satisfacción de necesidades. Por último, como parte de un mundo físico – animal, vegetal, mineral– la necesidad nos enfrenta a los límites de éste.

Hegel consideraba que la manera de enfrentar esta contradicción entre libertad y necesidad era precisamente la propiedad privada. Ella habría de garantizar el despliegue de mi libertad –como espacio en el que me objetivo–, de la libertad de todos –como sociedad de propietarios, como orden estatal sustentado en la propiedad privada– y, por último transformar racionalmente el mundo o, lo que es igual, humanizar la naturaleza.

El desarrollo del capitalismo demostró su equivocación. La propiedad privada no sólo no constituye la superación de la contradicción entre necesidad y libertad, sino que es por el contrario la condición de su perpetuación. Demostró igualmente que la relación con la naturaleza no tiene por finalidad la superación de la necesidad sino única y exclusivamente la ganancia.

De allí lo que apunta Marx:

Sólo en el último punto culminante de su desarrollo descubre la propiedad privada de nuevo su secreto, es decir, en primer lugar que el producto del trabajo enajenado, y en segundo término que es el medio por el cual el trabajo se enajena, la realización de esta enajenación. Marx, 1985: 116) 

La enajenación del trabajo es la acción mediante la cual los seres humanos se escinden de la naturaleza, del trabajo, del producto del trabajo y de sí mismos. Que están escindidos no significa otra cosa que viven la naturaleza, su trabajo, el producto de su trabajo, su relación con los demás y consigo mismos como si fuesen un otro ajeno, extraño, distinto de sí… hostil. En ese ámbito, la naturaleza deja de ser amiga, madre, hermana, para convertirse en cosa sujeta a explotación y ello es así porque el propio ser humano resulta ser un extraño para sí mismo. Es decir, si el ser humano puede enajenarse de la naturaleza es porque al mismo tiempo, en el mismo movimiento del trabajo, se enajena de sí mismo. Si puede tratar a la naturaleza como cosa, explotarla sin límite, es porque él mismo está sujeto a esa misma explotación en el marco del capitalismo.

De este modo, el trabajo como ámbito de la realización humana, como actividad creadora y transformadora del mundo, por tanto como actividad plenamente humana y humanizadora, resulta ser aquí más bien la negación de lo humano en tanto se convierte en trabajo enajenado, en trabajo para otro en virtud de la propiedad privada y, por eso, en relación de explotación.

La producción produce al hombre no sólo como mercancía, mercancía humana, hombre determinado como mercancía; lo produce, de acuerdo con esta determinación, como un ser deshumanizado tanto física como espiritualmente. Inmoralidad, deformación, embrutecimiento de trabajadores y capitalistas. Su producto es la mercancía con conciencia y actividad propias,… la mercancía humana. (Marx, 1985: 124) 

La naturaleza como physis, de la cual se es parte indisoluble, desaparece. Para el capital, no existe la nominación de la naturaleza como tal, en su lugar están la materia prima, el capital variable, la energía… la mercancía. La naturaleza no ocupa un espacio conceptual en el universo del capital. Esta sustitución posibilita la legitimación de la manera en que el capital somete a su dominio a toda la naturaleza, ser humano incluido; posibilita asimismo que el mundo del trabajo reproduzca su visión al pronunciar el mundo desde el lenguaje de la propiedad privada, desde el ansia de la propiedad privada. El mundo, la naturaleza, los seres humanos existen entonces como parte del circuito de producción de mercancías, como mercancías.

(Fin de la segunda parte)
 

Segunda parte
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El nombre de la Naturaleza

Introducción  

Hace casi dos siglos, allá por 1821, en su famosa obra Filosofía del Derecho, G.W.F. Hegel señalaba:  

La persona, para existir como Idea, debe darse una esfera externa de libertad. Puesto que la persona, en esta primera determinación aún del todo abstracta, es la voluntad infinita que es en sí y por sí, lo que puede constituir la esfera de su libertad es una cosa distinta de ella; del mismo modo que determina lo inmediatamente diferente y separable de sí. (Hegel, 1995: 69, § 41)   

En un período marcado por el ascenso y fortalecimiento del capitalismo, Hegel ponía la piedra angular que determina hasta hoy gran parte de las representaciones que tenemos sobre el mundo: el individuo como sujeto. El punto de partida es precisamente la transformación del individuo en sujeto, esto es, la transformación del ser humano concreto en voluntad racional infinita: voluntad, porque el quiero, que es lo que distingue a la voluntad, marca el tránsito a la acción, a la apropiación inmediata del mundo; racional, porque con esa acción los seres humanos no obedecemos sino a nuestra propia naturaleza, a lo que somos; infinita porque, como especie, nuestra acción de apropiación –y transformación– del mundo no tiene límites.    

La capacidad de pensar, el raciocinio, nos convierte en la especie que se erige altanera por encima de las demás y que reclama para sí el derecho de apropiarse de lo que no es ella. Dice Hegel: ―lo que puede constituir la esfera de su libertad es una cosa distinta de ella‖. Distinta porque el animal o la planta no son la cúspide de la evolución de la materia, porque siendo materia racionalmente organizada no pueden con todo pensar, por tanto no pueden ser voluntad y menos libre.   

Nace con ello una visión en que el ser humano –aunque aquí sí cabe decir, específicamente, el hombre– se convierte en el centro del mundo. Voluntad infinita que puede apropiarse de cuanto existe:   

La persona tiene, para su fin esencial, el derecho de poner su voluntad en cada cosa, la que, en consecuencia, es mía; no teniendo aquélla en sí misma un fin semejante, retiene su determinación y anima mi voluntad; el absoluto derecho de apropiación del hombre sobre todas las cosas. (Hegel, 1995: 71, § 44)   

Para Hegel, ser libre es entonces la posibilidad de depositar la voluntad propia en aquello que, estando fuera del sujeto, carece de voluntad. Precisamente, el que la naturaleza circundante carezca de voluntad, ―anima mi voluntad‖. Es esta concepción de la naturaleza como algo inerte, como ―cosa‖, la que invita al hombre a apropiarse de ella: ―absoluto derecho‖ que emerge de la condición pensante, de la autoconciencia que convierte al hombre en un Yo dominante frente a la ―cosa‖ (Hegel, 1987).   

Lo inmediatamente diferente del Espíritu libre es, para sí y en sí, lo exterior, en general, una cosa, un algo de no libre, no personal, no jurídico. Cosa, como la palabra "objetivo", tiene significados opuestos; así, si se dice: ésta es la cosa, se trata de la cosa, no de la persona, y su significado es sustancial; en cambio, frente a la persona (esto es, no al sujeto particular), la cosa es lo opuesto a lo sustancial, lo simplemente exterior, según su determinación. Lo que es exterior al Espíritu libre —el cual debe ser bien distinto de la simple conciencia—, es en sí y por sí. Por lo tanto, la determinación conceptual de la naturaleza es la siguiente: Ser lo exterior en sí mismo. (Hegel, 1995: 69, § 42)  

Si la cosa, frente a la persona, es lo opuesto a lo sustancial, queda claro que puede recibir su determinación únicamente de esa persona. La persona es quien determina qué es algo (eventualmente, también por qué es eso y no otra cosa). Un ejemplo concreto es lo que uno/a puede hacer con un terreno: el terreno no se determina a sí mismo, no decide si quiere ser esto o lo otro; sólo la voluntad de su propietario/a puede convertirlo en un jardín de niños, un espacio de labranza o el espacio de la construcción de un hogar. Su propietario – voluntad infinita– hace que ese terreno sea algo definido, lo subjetivo determina entonces lo objetivo, de manera que el hombre se objetiva –deposita su voluntad, su capacidad creadora, su acción transformadora– en una cosa que pasa a ser algo en virtud de esa voluntad.   

La condición necesaria para que el sujeto despliegue su voluntad como acto de libertad es que el terreno en cuestión sea su propiedad. El mundo se convierte entonces en un campo infinito de posibilidades de objetivación pero, a la par, de un bien en disputa porque no es sino materia inerte que las voluntades subjetivas concretas (los seres humanos) buscan apropiar ferozmente para poder seguir siendo voluntades. Sólo sobre lo que es mío puedo yo ejercer mi voluntad, de manera que ser libre es sinónimo de ser propietario/a: "En relación a las cosas externas, lo racional es que yo poseo propiedad" (Hegel, 1995: 74, § 49).  

No es difícil comprender que en la compleja y abstracta formulación de Hegel que hasta aquí se ha reseñado muy sintéticamente se concentra la concepción básica del capitalismo acerca de la naturaleza. Pero si eso es evidente, lo que se precisa es desglosar sus implicaciones.  

La naturaleza circundante al ser humano es un principio pasivo. Lo único que tiene vida, propiamente hablando, es el ser humano, puesto que piensa y actúa; él es, por tanto, el principio activo. Por oposición, la naturaleza es el principio pasivo, a la espera de recibir su determinación (lo que hace que sea algo) únicamente del ser humano. Literalmente es cosa, sujeta al despliegue de la voluntad humana, al servicio de ella. Es importante comprender sin embargo que esta relación de subordinación no se limita a cuanto rodea a los seres humanos, se extiende al contrario a la propia corporeidad humana:   

El principio por el cual, como persona soy, también, inmediatamente individuo, significa, en su determinación ulterior, ante todo que: Yo soy viviente en este cuerpo orgánico, que mi existencia es universal por el contenido, indivisa, externa, así como la posibilidad real de toda otra existencia determinada.  Pero, como persona, Yo tengo, al mismo tiempo, mi vida y mi cuerpo como cosas solamente en cuanto es mi voluntad.  … Yo tengo estos miembros y mi vida sólo en cuanto quiero; no el animal, sino el hombre, puede también mutilarse y matarse. (Hegel, 1995: 73, § 47)  

Es decir, cuando se habla de la voluntad humana no nos estamos refiriendo únicamente a aquella voluntad que parte de la cosificación del mundo para desplegarse infinitamente sobre él, sino de la que es capaz de concebir su propia existencia material como cosa. El cuerpo –nuestro vínculo indisoluble con la naturaleza– es igualmente el blanco de la violencia de esa voluntad infinita. El cuerpo no es nunca idéntico a sí mismo, sino el resultado de las construcciones sociales que lo determinan, casi se podría decir que la vida contemporánea tiene entre sus metas borrar hasta donde sea posible la huella de la naturaleza en nuestro cuerpo y eso va desde la eliminación de los olores hasta la impronta de los modales, desde la domesticación del cuerpo en las fábricas hasta las cirugías plásticas, desde la asepsia hasta el cuidado del lenguaje. El despliegue de esa voluntad infinita desata el extrañamiento de lo que es más nuestro, el cuerpo, y nos relaciona con él como un eterno otro, no significante, dócil, civilizado,… siempre y únicamente res extensa.  

La naturaleza es un otro absoluto con respecto al ser humano. En el marco del capitalismo, esa escisión es absoluta. Los seres humanos deben mirar sin ver, escuchar sin oír, tocar sin sentir. Es la condición del despliegue de la voluntad infinita como razón instrumental, como hambre y depredación que devoran el mundo. Así se crea un círculo perverso: en su alejamiento de la naturaleza, el ser humano se produce a sí mismo de manera menos natural –¿anti natural?–, lo que a su vez lo aleja aún más de ella. En una modernidad desacralizada, sin dioses que escuchen, la razón dominante silencia la naturaleza provocando en el mismo movimiento el olvido del sí mismo, del origen y por ello mismo del sentido. De ahí que si la naturaleza no es más un significante, el ser humano tampoco lo es. El olvido de ella es el olvido de sí. El silenciamiento de ella es el silenciamiento de la propia voz. Y el silencio es la condición de la violencia. 

(Fin de la primera parte)

Primera parte
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