Blog de José Luis Olaizola

Una bicicleta vieja

A mí, el mundo de la bicicleta me atrae bastante, pero solo desde un punto de vista sociológico. En cambio, el mundo de los profesionales de la bici, me refiero los que corren el Tour de Francia y pruebas semejantes, me preocupa bastante: no sé hasta qué punto es razonable que para ganarse la vida haya que hacer ese esfuerzo tremendo de subir el Tourmalet, echando el bofe, y a veces hasta jugándose la vida en los descensos, viéndose obligados a drogarse, que comprendo que esté mal, pero a los pobres en ocasiones no les queda otro remedio. Además, me da la impresión de que cada año endurecen más los recorridos para que los ciclistas sufran más. Parece que la gracia de estas pruebas es que los participantes sufran lo más posible. No me parece muy cristiano.

A mí me atrae mucho la bicicleta como elemento lúdico y de transporte, y en este aspecto la evolución del medio ha sido muy notable. Los que hemos nacido en el siglo pasado, más bien a sus comienzos, teníamos un sueño casi siempre inalcanzable: tener una bicicleta. Es de imaginar que después de una guerra como la que padecimos en los años treinta, el país no estaba para fabricar bicicletas: había otras prioridades. Pero hacia los años cuarenta una fábrica, "Orbea", comenzó a fabricarlas. Y, por fin, a los catorce años, mi padre me compró mi primera bicicleta. El sueño se había hecho realidad. Eran bicicletas que había que cuidarlas mucho porque enseguida se hacían viejas. El material del que estaban construidas era muy deficiente, como todo lo de la posguerra, sin cromados, y enseguida se ponían roñosas. Por supuesto, no tenían cambios de marchas y a nada que te descuidaras perdías un pedal.

Ahora mis nietos, desde casi antes de nacer, disponen de una bicicleta, acaban teniendo varias a los pocos años, y los hay -no digo mis nietos- que las tienen fabricadas con materiales espaciales que cuestan varios miles de euros. Las vueltas que da la vida.

Miguel Delibes, con el que mantuve una relación episódica, en su libro Mi vida al aire libre dedica un capítulo a "Mi, querida bicicleta", prueba de la importancia que tenían en nuestras vidas. En su caso con más motivo, porque cuando se enamoró veraneaba en Santander y su novia, la inolvidable Ángeles, en Sedano a cien kilómetros de distancia. Y todos los fines de semana se hacía el recorrido de ida y vuelta. ¿Cabe mayor prueba de amor?

Esta digresión viene a cuento de una noticia que me resulta alentadora. Una bicicleta vieja se convierte en un trasto inservible para los que tienen de todo. Hasta que alguien ha decidido recuperar su utilidad. La noticia cuenta que hay una organización denominada "Angels by bike", compuesta por voluntarios que se dedican a arreglar bicicletas viejas para ponerlas a disposición de personas necesitadas, que no tienen dinero para otro medio de transporte a fin de poder ir a su trabajo.

La noticia se complementa con otra en la misma línea. En Tailandia, Rasami Krisanimis, la budista que colabora con nosotros en Somos Uno, con lo que obtiene de la venta de mis libros traducidos al tailandés, se dedica a comprar bicicletas de segunda mano, es decir, viejas, a fin de que nuestras becarias puedan ir al colegio si se encuentra distante de su casa.

A mí me parece maravilloso que una bicicleta vieja se pueda convertir en una muestra de solidaridad con el prójimo necesitado.

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Mi relación con los jesuitas

Fui requerido a presentarme nada menos en el despacho del Rector del colegio. Entré temblándome las piernas de miedo, y salí con los ojos llenos de lágrimas. Aquel jesuita resultó un prodigio de bondad

Yo he tenido mucha suerte con todos los curas que han pasado por mi vida, incluso con los jesuitas, o bien pensado, singularmente con los jesuitas.

Creo que ya he contado que la guerra civil española de 1936/1939 me sorprendió en la capital de España, que estaba en poder de las tropas gubernamentales, y en ella pasé dos años y bastante hambre por ser una ciudad sitiada. Pero mi padre consiguió que, a finales de 1937, sus dos hijos pequeños, Juan Mari y yo, en compañía de mi hermana –la única mujer de la familia-, por medio de una embajada, nos pasáramos a la zona dominada por los militares –conocida como zona nacional-, por una razón muy plausible: se comía mucho mejor.

Cuando llegamos a San Sebastián, después de diversas vicisitudes, mi hermana mayor logró meternos en el colegio de los jesuitas. Yo acababa de cumplir los 10 años, y después de estar dos haciendo el zángano en el Madrid rojo, en el que estaban suspendidas las clases, me quedé asombrado: los curas de aquel colegio pretendían que estudiáramos. Mi hermano Juan Mari, dos años mayor que yo, los consideró razonable y se puso a ello procurando remediar la inopia de los dos cursos anteriores. Pero yo continué en aquella inopia estudiantil a tal extremo que fui requerido a presentarme nada menos en el despacho del Rector del colegio. Entré temblándome las piernas de miedo, y salí con los ojos llenos de lágrimas. Aquel jesuita resultó un prodigio de bondad. Me vino a decir, tratándome de usted como era costumbre en los colegios de la época, si no me remordía la conciencia, pensar el esfuerzo de habían hecho mis padres para sacarme del Madrid rojo, para poder vivir mejor y estudiar, y yo corresponder haciendo el vago.

Como se refirió a mis padres, en plural, la única defensa que se me ocurrió fue decirle que yo no tenía madre, se había muerto cuando solo tenía un año. Yo, a los 10 años, estaba acostumbrado a no tener madre, no hacía un drama de ello, pero procuraba aprovecharme de esa circunstancia: me daba cuenta que cuando decía que no tenía madre la gente me daba muestras de compasión, que yo las recibía con gusto. Y en esta ocasión también me dio resultado: el Padre Rector mostró compunción, redobló su cariño hacia ese pobre huérfano de madre, y me animó a estudiar pensando en mi sacrificado padre, que permanecía sitiado en una ciudad sometida a la hidra marxista. Consiguió que se me pusiera un nudo en la garganta, y le prometí que iba a estudiar, y, mal que bien, cumplí la promesa.

Terminada la guerra, en lugar de en los jesuitas me metieron en los marianistas, del colegio del Pilar, que caía más cerca de nuestro domicilio en Madrid. Pasaron los años, me eché novia, Marisa, que sigue siendo mi actual pareja, y fue quien dispuso que para ordenar mi vida de

Cara a Dios, del que me encontraba relativamente distante, convenía que hiciera unos ejercicios espirituales, y se ocupó de buscarme unos que tuvieron lugar en una residencia de Carabanchel, dirigidos por el padre Laburu, jesuita, que era una auténtica estrella de la oratoria. El padre Laburu me trató con mucho cariño, aunque para conseguir ese cariño ya no recurrí al truco de mi orfandad. No venía a cuento en un señor de 20 años. Pero esos ejercicios algo me ayudaron a mejorar mi vida.

Y por fin se ha cruzado en mi camino otro jesuita, del que he hablado un montón de veces, el padre Alfonso de Juan, con el que colaboro en el drama de la prostitución infantil en Tailandia: después de catorce años de relación somos como hermanos. Por lo menos, me comunico tanto o más de lo que me comunicaba con mis hermanos de sangre. Por cierto, cuando nombraron papa a Francisco, le felicité por correo y me contestó: “Para que veas que no todos los jesuitas somos malos”. ¡Qué cosas tiene este Alfonso…! ¡Cómo voy yo a pensar eso!.

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