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Diego Ayo
11/03/2015 - 19:40

Racistas del Megacenter

Es como una enfermedad con la que hay que convivir. Y para hacerlo, no es útil negar lo que somos. Y yo sé lo que soy. Sé que más de una vez sentí un vergonzoso sentido de superioridad por el solo hecho de haber estado en un colegio de la zona sur o tener este color rosáceo. Sé que todos los días me debo acordar que el “Cabritas”, el Santiago Cabrera, aymara migrante, en aquellos lejanos días cuando jugaba en el club “Pucarani”, era el capitán; el Adhemar, ciudadano descendiente de aymaras en la UMSA, donde estudié, era un genio o que mi querido Chiri, aymara urbano, bailaba con más cadencia que yo en la poderosa Morenada Central. Y cuando lo hago, sé que todo esto que vivimos es genial….pero no perfecto.  

Debo iniciar esta columna con una constatación evidente para quienes me conocen, pero no para quienes no lo hacen: soy q´ara. Nací en el seno de una familia criolla, ella, mi madre tuvo siempre un apodo: “la Gringa”; y él, mi padre, fue para algunos despistados que lo querían provocar el “Wink” (en la botella de un refresco que se llamaba wink, aparecía la figura de un vikingo de barba larga, igual a la de mi progenitor). Queda pues claro que desciendo de colonizadores. Por tanto, si critico a algún conciudadano alteño que ingresa al Megacenter y se lleva el papel higiénico del baño (algo que pude atestiguar con estos ojos claros que Dios me dio), debo ser racista. Debo no entender este proceso de cambio y debo, por supuesto, ser facho. No hay duda. Qué choco despreciable.

Pero, ¿sera así? Por supuesto que no. Me niego a aceptar este apelativo, por el hecho de criticar alguna tropelía de algún ciudadano alteño. Quiero pues justificar mi posición expresando algunas ideas. En primer lugar, cabe afirmar que detesto las reflexiones destinadas al aplauso fácil: “que hermoso que por fin podamos ver una película con una cholita al lado”. Claro. Decir lo contrario sería como ir en contra de la felicidad humana o el desarme mundial. Son pues posturas para mostrar un espíritu progresista, de fácil pero acrítica venta. Jaime Iturri encabeza la lista de este tipo de reflexiones, mostrando su sensibilidad a toda prueba. Pero en verdad ese no es el asunto. Yo firmo cada línea de su columna escrita en La Razón y no por ello no me permito ver las cosas con ojo crítico. 

En segundo lugar, creo que si hay elementos que no merecen ser enlistados pero si tomados en cuenta como el que mencionaba antes: el llevarse el papel higiénico. ¿Merecen criticarse? Pero no tengo dudas que sí, y con contundencia, no amilanados por ningún paternalismo encubridor. Sin embargo, es aquí donde quiero hacer tres puntualizaciones. Uno, el hecho de que tres o cuatro alteños hagan algún daño, no significa que los alteños lo hagan. Significa que tres o cuatro alteños lo han hecho y hacen. Vale decir, no hay un sello étnico/cultural en llevarse el papel (entre otras cosas). No, se trata de la simple constatación de que en un colectivo social, siempre hay una minoría que genera hechos anómalos (digámoslo así). Reitero: minorías, pero no por ello no criticables. Dos, en toda transición siempre hay hechos que rompen los esquemas. Recuerdo que en mis años de estudio en España, llevé la materia “transiciones políticas”. El curso comenzó con una anécdota: “una vez que muere Franco y que el Opus Dei queda fuera de la política, 7 chicas toman la decisión de hacer una competencia para ver quién lograba tener más relaciones sexuales en tres meses. Ganó una sevillana con 38 veces. Años después esa feliz triunfadora, era madre de dos hijos y fiel esposa”. ¿Qué quiere decir ello? Que en periodos de cambio y consecuente transición, y no hay duda que el que vivimos gracias al Teleférico es un cambio con su respectiva transición, se viven sucesos excepcionales. Son coyunturas donde las piezas aún no están donde deben estar, y hasta que se amolden, generan todo tipo de expresiones políticas/culturales “exageradas”. Finalmente, tres, por ello mismo, es fácilmente comprensible que actitudes desmedidas de ambos lados, y en especial desde el lado criollo, no deben ser tan demoledoramente criticables. Ya veremos como en sólo algún tiempo, será de lo más normal todo esto. Dejemos pues que como las españolas de mi ejemplo, los sureños tengan su transición. 

En tercer lugar, quiero manifestar mi profunda felicidad por lo que sucede. Pero no por las razones hasta casi lacrimógenas que presentaba Iturri. No, mi felicidad es por saber que mi criticado horizonte de vida de clase-mediero de la zona sur, es hoy compartido por nuestros hermanos de El Alto. Me explico: más de una vez reivindique que parte de mis “usos y costumbres” era ir al Megacenter a ver películas gringas y soñar con llevar a Disney a mis hijos (o ir sólo, pero ir). La réplica devastadora de algún grupo de pensadores “progresistas” se hizo sentir como risa: “yaaa, que falta de valores, che, ¿cómo va a ser pues tu ideal ir al cine y a Disney?” Pues ya ven. Ya no estoy sólo, hay miles de compatriotas que hoy descienden de las alturas y comparten conmigo este ideal. Y es aquí que aprovecho para preguntarme: ¿no será que esta es la famosa descolonización de la que tanto hablaban los señores del gobierno? Una sugestiva descolonización: viendo películas gringas, comiendo pipocas y usando tecnología de punta. Genial. Eso nos hermana más que nada: compartir valores culturales que los vamos haciendo propios (eso no quiere decir que no abogue por que haya más películas nacionales). Y es esa la verdadera descolonización y no los matrimonios en t´ojpa que organizaba Idón Chivi.

Finalmente, quiero concluir diciendo que la frase “no soy racista” representa un horizonte prescriptivo para que cada día luchemos contra este mal. No es algo dado desde hoy y para siempre. No. Es como una enfermedad con la que hay que convivir. Y para hacerlo, no es útil negar lo que somos. Y yo sé lo que soy. Sé que más de una vez sentí un vergonzoso sentido de superioridad por el solo hecho de haber estado en un colegio de la zona sur o tener este color rosáceo. Sé que todos los días me debo acordar que el “Cabritas”, el Santiago Cabrera, aymara migrante, en aquellos lejanos días cuando jugaba en el club “Pucarani”, era el capitán; el Adhemar, ciudadano descendiente de aymaras en la UMSA, donde estudié, era un genio o que mi querido Chiri, aymara urbano, bailaba con más cadencia que yo en la poderosa Morenada Central. Y cuando lo hago, sé que todo esto que vivimos es genial….pero no perfecto.  

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