Dársena de papel
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Oscar Díaz Arnau
15/05/2014 - 17:19

Votar en tiempos de hegemonía

El voto, al margen de su condición de decisorio, implica el hecho objetivo de la transferencia del poder a una autoridad elegida

En 1842, Henry Shoemaker trabajaba en una granja de Indiana, EEUU, cuando recordó que era día electoral y que había prometido personalmente su voto a uno de los candidatos, el demócrata Madison Marsh. Shoemaker se subió al caballo y fue a votar. Marsh ganó la elección por un voto de diferencia.

Al año siguiente, el electo Marsh y sus colegas de Indiana fueron convocados a elegir senadores para EEUU. Después de seis intentos, Marsh cambió su voto y gracias a él ganó Edward Hannegan, de nuevo por un solo voto, el de Marsh, quien había sido elegido por un solo voto, el de Shoemaker.

No todo acaba ahí. Tres años después, el Senado de EEUU debía decidir si su país iba a la guerra contra México. La situación estaba otra vez empantanada y entró en juego Hannegan, ausente hasta el momento; él votó a favor de la guerra. Un voto decidió la guerra contra México. Un voto que partió de un hombre que había ganado por un voto concedido a su vez por otro hombre que había vencido en unas elecciones por un solo voto.

Esta cadena partió del voto tardío de un granjero, al que dos estados deben mucho porque el senador Hannegan no solo posibilitó que, producto de la guerra, California pasase a manos de EEUU, sino que también emitió el voto definitivo para que Texas fuera considerada parte de su país. La importancia del voto queda reflejada en este viejo relato: para bien o para mal, un voto incidió en la historia de una nación…

Bolivia se apresta a votar de nuevo y algunos se preguntan qué utilidad puede tener el voto —un voto— si, ateniéndonos a las encuestas, la elección estaría definida. Como el MAS ganaría con candidato repetido tres veces consecutivas (grosera inobservancia a la Constitución Política del Estado por un burdo ardid político), ¿cuál es el valor del voto?

El voto, al margen de su condición de decisorio, implica el hecho objetivo de la transferencia del poder a una autoridad elegida. Importa siempre, pero nunca tanto como cuando es consciente y está provisto de criticidad porque, junto con él, cada uno deposita en la urna un compromiso individual de conformar una sociedad democrática madura, por ejemplo, con menos injusticias y más libertades.

En términos de rentabilidad social, “vale” más el voto que se funda en la capacidad de abstracción de la típica pelea entre políticos —sin tosquedades, es posible sopesar la realidad de cada candidato—. Y aunque votar sea una cuestión de fe, con 32 años de democracia ininterrumpida y con todos los golpes y todas las promesas incumplidas, deberíamos haber aprendido a tomar recaudos.

En tiempos de hegemonía del poder, la decisión ciudadana tiene doble valor. No interesa quién gane o quién pierda: la soberanía del voto compite discretamente con la consigna o la idiotez, con el voto que se negocia con la moneda corriente de la palabra fácil y en acto público. De la revalorización del voto debería ocuparse el Tribunal Electoral —aunque sea a hurtadillas—, para cumplir su tarea de educación cívica en pos de revertir la tendencia al descreimiento del voto como medio para llegar a una democracia satisfactoria.

Posiblemente las elecciones de octubre no se definan por un voto; donde hay hegemonía el disenso es raro, excepcional. Pero esto no debería llevar a la desesperanza ni al triunfalismo. El poder hegemónico envilece, hace perder la humildad, incita al autoritarismo y, sin embargo cada voto contrario a él no le resta mérito. Sí le recuerda como zumbido en la oreja que, aun con su gran respaldo de votos, debe gobernar para todos. También para los que no lo quieren. Aunque sea para un solo granjero.

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