Dársena de papel
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Oscar Díaz Arnau
23/09/2014 - 11:04

Cerati, eutanasia y la tristeza y la alegría de morir

Queda el consuelo de que los inolvidables no mueren nunca. Quedan sus discos, todos guardados en la memoria real —y caduca, de cuando uno la traía incorporada y no hacía falta comprarla por gigas en la calle—. Su impagable dúo con la Negra Sosa (¿y pedimos recompensa?). Su madre, que sabe bien cómo —al final, al final— su hijo perdió una batalla mientras nosotros, pasado el temblor, nos quedamos en la ruina por el desconcierto. Algo así como aliviados con la pena de saberlo muerto.

Despertamos y, pasado el temblor, la ruina queda; es ese el sacudón del desconcierto. Cerati partió definitivamente y volvió a patear el tablero dejando un recital de sensaciones encontradas, de dolor y alivio, de tristeza y alegría. No hubo milagro. Tarda en llegar pero, al final, ¿hay recompensa?

Los ídolos tarde o temprano se convierten en leyendas; él era ya eso, un personaje de culto que sin embargo tasa más en la bolsa de valores humanos ahora, después de muerto o, mejor dicho, después de haber vivido. Me avergüenza pensar en que hacía falta que se vaya nomás para, entonces sí, reconocerlo inmenso.

Para quienes lo amamos desde la pasión de la música que entra por los oídos y adormece el alma recordarlo, como se hace con los recuerdos burdos, agusanados, que sabemos que no volverán a ser, conmueve hasta la médula… Sus canciones, animales, útiles para usarlas en la cabeza como un revólver. Su estampa, primero el flaco pelilargo, estéticamente horrible, a tono con la época; después la personalidad de la voz, y la embriagadora guitarra con pedalera en tres líneas, parte de sus aproximaciones al sonido electrónico. Su completitud, su “arquitectura”, como la describió el genio de Charly García; era “elegante”, dijo de él, atildado, el Grillo Villegas.

Caen algunos fácilmente en el recuerdo de sus melodías, de su música más ligera y no está mal; en eso debe consistir el éxito. Él ofrecía un plus, como agudo, como perfeccionista, como experimental, siempre buscando no repetir mil veces las mismas cosas.

Soda Stereo perdió la voz pero no la cadencia, el temple de la banda que marcó los pasos del rock y el pop contemporáneos en nuestro idioma. Charly Alberti y Zeta Bosio son también grandes, lo mismo que los cuartos del trío, Tweety González, Daniel Melero y mi preferido, Fabián Vön Quintiero, entre otros que aportaron desde los teclados en un grupo visualmente hecho para la guitarra, la batería y el bajo.

Él trasciende lo generacional. Fuera de las recurrencias, el maestro Cerati deja no solamente sus éxitos y sus canciones menos conocidas —como siempre, las mejores—. Con discreción, entre caníbales, deja planchada sobre su ataúd una controversia, la de la eutanasia, habiéndose muerto bastante antes de que lo declararan oficialmente no vivo.

Nadie se atrevería a celebrar la muerte de un ser querido. A no ser que morir significara descansar, librarse de un sufrimiento inhumano. A no ser que vivir fuese simplemente no estar muerto; “y sin embargo, lates”, ¿no? ¿Habrá modos de “alegrarse” (así, casi con felicidad) por la muerte de alguien muy querido, muy admirado, que no vivía sin haberse muerto? Podemos entender que tarda en llegar, pero, al final, ¿hay recompensa?

Queda en la retina su sinfónico en el Avenida. Su unplugged para MTV. Su “Ruido Blanco” en vivo. Más atrás todavía, su aparición ante el gran público rompiendo esquemas (yo vi a los Soda por primera vez creo que en “Mesa de Noticias”, del gordo Mesa y Gianni Lunadei, allá por el 85-86: eran un perfecto desastre visual, una sobredosis de TV. Después salté a rabiar con ellos, varias veces, en el Delmi salteño).

Queda el consuelo de que los inolvidables no mueren nunca. Quedan sus discos, todos guardados en la memoria real —y caduca, de cuando uno la traía incorporada y no hacía falta comprarla por gigas en la calle—. Su impagable dúo con la Negra Sosa (¿y pedimos recompensa?). Su madre, que sabe bien cómo —al final, al final— su hijo perdió una batalla mientras nosotros, pasado el temblor, nos quedamos en la ruina por el desconcierto. Algo así como aliviados con la pena de saberlo muerto.

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