Opinión
Henry Arancibia Fernández
28/02/2018 - 12:32

Los verdaderos ebrios del carnaval

En la actualidad, el carnaval boliviano puede ser un festejo de quienes dicen amar la lujuria, pero solo la practican cuándo alguna compañía cervecera les impone sus reglas de consumo. Las danzas tradicionales le sirven al Estado y a la iglesia católica para disfrazar su poder y camuflarse entre los participantes de la fiesta. La absurda idea de relacionar la farra con una supuesta libertad sexual es solo beneficiosa para los pepinos embarazadores profesionales, a veces violadores y hasta asesinos.

En la actualidad, el carnaval boliviano puede ser un festejo de quienes dicen amar la lujuria, pero solo la practican cuándo alguna compañía cervecera les impone sus reglas de consumo. Las danzas tradicionales le sirven al Estado y a la iglesia católica para disfrazar su poder y camuflarse entre los participantes de la fiesta. La absurda idea de relacionar la farra con una supuesta libertad sexual es solo beneficiosa para los pepinos embarazadores profesionales, a veces violadores y hasta asesinos. En otras palabras, el carnaval en Bolivia es la idealización de una celebración utópica, pues lo festivo tiene parámetros rígidos muy bien definidos por una lógica de consumo turística, empresarial, propagandística y moralista.

En general, el carnaval sigue un parámetro de celebración patriarcal muy común en Bolivia y el mundo. Me refiero a la excusa de la borrachera como medida de festejo para justificar la estupidez y las agresiones sexuales. Estar ebrio ya no es una propuesta novedosa, ahora es un ritual de pertenencia, imitación y, muchas veces, de agresión. Por eso, durante el carnaval, las violaciones y feminicidios son comunes, pero los dueños de la fiesta se escandalizan por una Virgen en calzones. El supuesto libertinaje del carnaval es tan falso que permite cualquier agresión, pero reprime la propuesta crítica de una dibujante.

Nadie debería sorprenderse de esa aparente contradicción, porque mientras una festividad se relacione con una religión, el concepto de “libertad” se reduce a una mera palabra. De existir libertad de pensamiento, de ebriedad, de expresión o de sexualidad, la iglesia católica ya habría retirado su nombre del carnaval desde hace mucho tiempo. La lógica es, sin embargo, la de emborrachar a los participantes para alejarlos del pensamiento crítico. Entonces se crean ebrios hipócritas, cómplices de la religión y, por ende, del machismo. Borrachos dispuestos a acosar a quien tengan cerca y rechacen ver deidades con poca ropa. Para conseguir tal embriaguez ni siquiera hace falta alcohol, las religiones lo consiguen predicando dogmas en escuelas, hospitales, medios de comunicación, universidades, instituciones caritativas o, irónicamente, en centros para rehabilitar alcohólicos o drogadictos.

La masiva distribución del evangelio se consigue gracias al poder económico de las iglesias, su dinero les garantiza el éxito de sus prédicas, al extremo de que los curas o pastores recurran a sus feligreses cuando no se les permita entrometerse en el ámbito político. Así las iglesias ejercen su más alta influencia, con sus militantes proponiendo ideales religiosos a nombre de la independencia de ideas, aunque se guíen por la cruz oculta debajo de la camisa o la blusa. Como ellos hay muchos entre oficialistas y opositores.

Desde luego, en pleno siglo XXI, la sociedad goza de creyentes críticos como Rilda Paco, quien se atrevió a dibujar a la Virgen del Socavón en ropa interior, de la cintura para abajo. Su dibujo expone la doble moral de la iglesia católica y a sus peores cómplices, aquellos partidarios de la censura, la intimidación y la amenaza. Fundamentalistas e intolerantes.

Rilda puso en evidencia, además, cómo la lógica de la divinización niega el lado humano de las deidades. Pues mientras una deidad se parezca más a los humanos, será menos divina. Por eso una Virgen que muestra sus prendas íntimas se considera ofensiva y no así las tomas, en primer plano, de las nalgas de una bailarina de caporales. Como si los cuerpos humanos, particularmente femeninos, y los canonizados no tuviesen relación o los primeros fueran más ordinarios y, por tal motivo, se justifique su cosificación.

La lógica de las religiones genera ese menosprecio a lo no divino, al extremo de reservarle cierto estatus vergonzoso a las prendas de vestir o, peor aún, a la biología misma del hombre y, sobre todo, a la de la mujer. Entonces, surge el desprecio por quienes somos como especie o forma de vida, se nos trata de culpabilizar por nuestra imperfección. Dios y los santos son modelos de comparación útiles para hacer sentir inferior y despreciable al ser humano. Desde luego, son creencias que pueden reformarse y el arte es ideal para generar propuestas alternativas a las creencias conservadoras, por eso los fanáticos religiosos le temen. Pues el arte no mata, pero asusta porque puede transformar y bajar del altar al mismísimo dios.

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