Dársena de Papel
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Oscar Díaz Arnau
26/11/2015 - 09:45

Sepa disculpar

Vamos al ejemplo en cuestión: “Acepto las disculpas… ratifico mi compromiso con el proceso de cambio y advierto que jamás seré instrumento de la oposición”, dice la Ministra, indirectamente renovándole a su ofensor el derecho de humillarla en público con tal de que un rival político no saque provecho del humanísimo delito de ‘lesa lesbianidad’.

1) La buena noticia es que el Presidente tuvo la hidalguía de disculparse con la Ministra. La mala es que otra Ministra —la de Comunicación— deberá tomar la previsión de crear una carpeta de disculpas con una plantilla estándar que, permítaseme la sugerencia, podría llevar por nombre uno muy humilde, a tono con la ocasión: “Sepa disculpar”.

La disculpa es todo un arte y merece sumo cuidado. Siempre será bueno tomar en cuenta que hay disculpas incluso más torpes que aquello que llevó a pedirlas, y, como no todos somos artistas, en esta clase de impericias resbalamos a menudo, lamentablemente.

Una verdadera disculpa, para comenzar, no tiene por introducción una defensa de lo que molestó a la otra parte. Las palabras “humildemente” o “sencillamente” poco o nada servirán en una disculpa que de entrada busque justificar las palabras que agraviaron a la persona ofendida.

Vamos al ejemplo del Presidente y la Ministra: “Decir, preguntar o pensar si alguien es lesbiana o gay no es insulto, ni ofensa (…)”, afirma de inicio el Presidente en su carta de disculpa, en la que aclarará después —para mi gusto algo falto de calor humano— que “no fue mi intención ofender a nadie”. Toda persona de bien no ofende de manera intencional y en tanto sea inocente mientras nadie le demuestre lo contrario, no hay razones para pensar en una —si se me permite— afición por humillar adrede.

El que tiene un conflicto mayor es el orgulloso, porque él vive con la propensión a no admitir sus equivocaciones. La disculpa del orgulloso, por más humildad y sencillez que se le ponga, nunca será lo mismo, a no ser que se deje de lado el orgullo, al menos, por el momento de la disculpa. Claro está, de la disculpa verdadera.

Entonces, habrá que pensar antes de dar el paso de la disculpa; esta deberá por tanto ser cuidadosamente meditada. Quien no está seguro de haber ofendido a quien merezca la disculpa, mejor que ni lo intente: lo más probable es que se atrinchere detrás de su verdad y que su disculpa sea todo menos disculpa.

La buena noticia, resumiendo, es que el Presidente se disculpó. La mala es que su disculpa no fue muy digna que digamos.

2) Al aceptar la disculpa, a la Ministra le faltó lo mismo que al Presidente: dignidad. Ambos tuvieron hidalguía: él de disculparse y ella de aceptar la disculpa, pero, si él pecó de vanidad en la primera parte de su carta, ella no tuvo la suficiencia necesaria para apreciarse como mujer y como persona, antes que como política.

Vamos al ejemplo en cuestión: “Acepto las disculpas… ratifico mi compromiso con el proceso de cambio y advierto que jamás seré instrumento de la oposición”, dice la Ministra, indirectamente renovándole a su ofensor el derecho de humillarla en público con tal de que un rival político no saque provecho del humanísimo delito de ‘lesa lesbianidad’.

La misma frialdad del trazo grueso de la tinta invertida en la disculpa se trasluce en la seca aceptación de la Ministra, que con temple de mártir se inmola, sacrificando su espíritu por el bien mayor: el proceso de cambio. Se sabía que nunca es fácil aceptar un error. Ahora también sabemos lo difícil que es para algunos quererse a sí mismos —lo que llaman “amor propio”— cuando les toca elegir entre su dignidad y la política. Muy interesante.

3) Las disculpas, cuando son verdaderas y no salen magulladas con explicaciones imprudentes, fuera de lugar, sí engrandecen a las personas.

A propósito de grandes, Ana María Romero, citando como ejemplo a Luis Ramiro Beltrán, escribió: “la sencillez caracteriza a los espíritus superiores”. Y Villena tiene razón: pedir disculpas, en algunos casos, no significa pedir perdón.

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