El Carnicero y el Patrón: La conexión oculta entre Pablo Escobar y Klaus Barbie
Enviado por Boris Miranda en Lun, 29/06/2015 - 09:45Pablo Escobar y Klaus Barbie fueron piezas claves para montar la «General Motors de la cocaína». Sus pactos propiciaron golpes de Estado, la organización de paramilitares anticomunistas, negocios con el Vaticano, el origen de la conspiración antisandinista con Oliver North y los corredores incontrolables de droga en todo el mundo. Beni, Santa Cruz, Ciudad de Panamá, Medellín o Miami son apenas algunos escenarios de esta conexión casi secreta y cada día más olvidada. La alianza que unió al viejo nazi con «el Patrón» fue una las más siniestras de las últimas décadas del siglo XX.
Crónica publicada en la revista Nueva Sociedad No 257, mayo-junio de 2015. El artículo y toda la revista están disponibles online en el siguiente enlace: http://tinyurl.com/qzb9dtk
Pablo Escobar y Klaus Barbie compartieron mucho más que una bandeja paisa en Medellín o unas copas de Dom Pérignon en la Amazonía boliviana. Juntos, el Patrón y el Carnicero de Lyon fueron dos de los principales engranajes de una máquina que controlaba casi 90% de la producción y distribución de cocaína en el mundo a través de una conexión que comenzaba en Bolivia, pasaba por las selvas colombianas y terminaba en las calles de Estados Unidos y Europa. Sellaron acuerdos con presidentes en Panamá, combinaron sus ejércitos personales de paramilitares, combatieron el sandinismo en Nicaragua y montaron negocios con el Banco del Vaticano. La droga fue la excusa para el encuentro entre el narcotraficante más famoso de la historia y el viejo nazi que, con ayuda de la Agencia Central de Inteligencia (cia), huyó de Europa cuando acabó la Segunda Guerra Mundial. Así fue cómo me enteré.
Yo quería contar la historia de un militar boliviano en retiro que vio muy de cerca cómo se montó el gigante negocio del narcotráfico y conoció en combate a muchos de sus protagonistas. Supe de él gracias a la amistad que tengo con uno de sus hijos. Esa conversación, sin embargo, nunca se pudo dar. «Mi papá cree que puede involucrar a demasiada gente», me dijo mi amigo a modo de disculpa, aunque de inmediato me soltó un dato que me pareció impresionante. «No te imaginas los operativos de protección que se montaban acá cada vez que llegaba Pablo Escobar. Barbie en persona se encargaba de limpiarle el camino».
Decidí girar el enfoque y empecé a buscar los empolvados y ocultos hilos que conectaron al principal capo del cártel de Medellín con el ex-comandante de la Gestapo que murió en Francia, condenado a cadena perpetua tras ser acusado por la deportación y muerte de millares de personas. La conexión está muy poco documentada, pero sobrevive en la memoria de aquellos que fueron parte de esos años vertiginosos de cocaína, golpes de Estado, millonarias excentricidades y alianzas siniestras entre mafiosos y criminales de guerra. Antes de hacer los contactos, intuyo que varios no querrán recordar aquellos episodios y preferirán mantener el bajo perfil con el que (sobre)vivieron las últimas décadas. No importa. Igual decido aventurarme y tocar la puerta de ex-paramilitares, familiares de auténticos drug lords (como los llamaba la cia), ex-ministros, generales retirados, viejos agentes antinarcóticos, amigos de confianza, ex-guerrilleros, abogados y, también, investigadores.
El abanico es amplio porque la historia que pretendo contar se da en el marco de una coyuntura marcada por las guerras globales fabricadas por eeuu contra las drogas y el comunismo. Es por eso que parte de la verdad puede encontrarse en una feria de Bogotá, en una oficina de Nueva York, en una hemeroteca de Lima o en un barrio popular extraviado en El Alto de Bolivia.
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A finales de 2012, un libro le recordó a Bolivia que el tráfico de drogas pisaba tan fuerte hace tres décadas que podía disponer de la silla presidencial el rato que se le antojaba. Ayda Levy, la autora de El rey de la cocaína. Mi vida con Roberto Suárez Gómez y el nacimiento del primer narcoestado (Debate, Barcelona, 2012.), fue la esposa y compañera de uno de los principales proveedores de pasta base de cocaína del cártel de Medellín. Su ex-marido, quien falleció hace 14 años, fue capaz de triplicar el precio del producto para la venta a sus peligrosos socios colombianos y puso cinco millones de dólares para financiar el golpe de Estado del 17 de julio de 1980, que instaló en el Palacio de Gobierno de La Paz al general Luis García Meza. En todo el mundo bautizaron aquel cuartelazo como «el golpe de la cocaína».
«El Rey», como le decían a Suárez, fue el primer motivo que juntó en un mismo salón al Carnicero de Lyon con el Patrón. El alemán y el colombiano se conocieron en una celebración por el cumpleaños de Roberto.
Gracias al contacto con uno de sus hijos, logré que Ayda Levy respondiera brevemente algunas de mis preguntas. «La relación entre Altmann-Barbie, Gonzalo Rodríguez Gacha (alias 'El Mexicano') y Escobar, aunque no está detallada en mi libro, comienza el 8 de enero del año 1981 en la fiesta de cumpleaños de Roberto en nuestra casa del barrio Equipetrol de la ciudad de Santa Cruz», rememora la autora de El rey de la cocaína.
Altmann es el apellido que Barbie recibió del Vaticano en los primeros años de la década de 1950. Derrotados los nazis, el Carnicero de Lyon comenzó a colaborar con la CIA para combatir al bloque socialista de Europa del Este. Sus contactos y «habilidades» le permitieron ser uno de los «reciclados» por los estadounidenses. Sin embargo, la incesante búsqueda montada por los franceses para que pagara por las muertes y los confinamientos masivos de los que fue responsable lo obligó a escapar a través de una de las ratlines habilitadas por el clero católico para ayudar a algunos seguidores de Adolf Hitler.
La División de Criminales del Ministeriode Justicia de eeuu elaboró un informe confidencial sobre Barbie en1983 que revela los detalles de su llegadaa Sudamérica. El documento fue liberado y está disponible en internet (us Department of Justice, Criminal Division: «Klaus Barbie and the United States Government: Exhibits to the Report to the Attorney General of the United States», agostode 1983, disponible en <http://tinyurl.com/orghqxx>).
La relación de Barbie con la Casa Blanca comenzó en abril de 1947, cuando fue reclutado por un comando del Ejército estadounidense. Cooperó con esa unidad de inteligencia durante dos años en la construcción de una red de informantes de las actividades británicas, alemanas y soviéticas. En Lyon, mientras tanto, se lo juzgaba en ausencia y nadie dudaba de que el veredicto final fuera pena de muerte o prisión perpetua. En 1949, el gobierno francés ya estaba al tanto de sus actividades en Múnich y solicitó la extradición de inmediato. Había llegado el momento de desaparecer. El 28 de abril de 1950, según el informe confidencial, el Comando de Inteligencia de EEUU en Europa decidió que Barbie «no debía ser puesto en manos de Francia».
Después de pasar unos meses en una casa de seguridad en Augsburgo, el Carnicero partió a Italia y, con un nuevo apellido, se embarcó en el buque Corrientes, que lo llevaría de Génova a Buenos Aires. Viajó acompañado por su esposa y sus dos pequeños hijos. El padre Krunoslav Draganovic, del clero vaticano, fue quien consiguió las visas para el ingreso de todos a Argentina y a Bolivia, además de pases de viajero como miembros de la Cruz Roja Internacional. Los «Altmann» arribaron a la capital porteña el 10 de abril de 1951. La relación de Klaus con la CIA y Roma estaba muy lejos de terminar. Un año después recibiría la pena capital en los juzgados franceses. Era demasiado tarde: el Carnicero había escapado.
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Desde La Paz hay que tomar tres pequeños buses para llegar a un caminito de tierra en Senkata, uno de los barrios más grandes y caóticos de El Alto. En una casa modesta me espera uno de los paramilitares que actuó en el «golpe de la cocaína» y en los operativos posteriores a este. Vio a Barbie en una incontable cantidad de oportunidades en Cochabamba y La Paz.
Ahora tiene una vida mucho más sencilla. La democracia que llegó a Bolivia en 1982 desmontó la mayoría de los grupos armados irregulares y desde entonces él tuvo que remar a contracorriente para sobrevivir. Trabajó en peñas folclóricas, cuidó propiedades en el campo, a veces hizo de guardaespaldas e incluso tuvo encargos como detective. Nada comparado –él lo admite– con sus «días de gloria» de combate contra los subversivos. Algunos de sus ex-colegas de tropa se convirtieron en policías. Él no pudo seguir ese camino porque ya estaba muy expuesto.
Casi no le queda cabello pero mantiene el bigote, ahora completamente blanco, que llevó durante los meses que duró el «golpe de la cocaína». Cuando le propongo la posibilidad de entrevistarlo me desahucia con mucha facilidad. «Mira, yo tengo una condena y nunca la pagué. Prefiero que mi nombre no vuelva a sonar en ningún lado». No me miente. Antes de visitarlo, verifiqué que su nombre aparece entre un grupo de 14 personas que fueron condenadas por genocidio y masacre sangrienta en 1986.
«¿Usted estuvo en la fiesta con Pablo Escobar, Luis Arce Gómez y Klaus Barbie?», le pregunto al ex-paramilitar después de comprometerme a no divulgar jamás su nombre y guardar la grabadora. «Me contaron que Pablo Escobar venía algunas veces. Yo nunca lo vi. Creo que esa vez fue una parrillada, ¿no?», me responde impreciso y con un gesto de indisimulable incomodidad. Parece que no quiere hablar mucho del tema que le propongo; sin embargo, su dato era preciso. Aquella tarde de enero de 1981, el Rey de la Cocaína ofreció un churrasco a sus invitados. Entiendo que debo cambiar de estrategia y creo que acompañarlo en el repaso de sus «días de gloria» serviría. Veo un libro sobre la mesa que me sirve de perfecta excusa para tratar de entrar en confianza con él. «Es una excelente investigación, muy detallada y bien contada», le digo y apunto a la tapa roja de Teoponte, la otra guerrilla guevarista en Bolivia, de Gustavo Rodríguez Ostria (Kipus, Cochabamba, 2006.).
Me pregunta si lo leí y le respondo que aún no lo he terminado. Se nota que hablar de su vieja guerra contra los «zurdos» le apasiona más. «Yo los conocí a toditos. Hasta a los cubanos que los ayudaban», me dice. Mientras hojea el libro, comienza por asegurar que al cantautor folclórico boliviano Benjo Cruz lo engañaron «los comunistas» para entrar en la guerrilla en 1970. «Él iba a triunfar al lado de Horacio Guaraní en Argentina, pero lo mandaron a Teoponte. Tenía una carrera prometedora porque Guaraní también era zurdo. Se metió al ELN [Ejército de Liberación Nacional] y se fue a la mierda. Incluso los elenos [miembros del ELN] le inventaron versos que él nunca escribió. Lo utilizaron».
Han pasado más de 40 años desde que este señor comenzó a combatir a las distintas fuerzas de izquierda que operaron en el país y todavía exhala bronca contra los elenos. Me asegura que a ese ejército guerrillero, fundado por Ernesto «Che» Guevara, le llegaba mucho dinero de Cuba y de la URSS en los setentas y que varios de sus integrantes se quedaron con esos recursos. Con vehemencia me dijo: «Ellos robaban también», aunque aclaró de inmediato que no se refiere a todos los elenos. «Había gente de mucho honor ahí, aunque estaban en guerra con nosotros».
Sobre la masacre de la calle Harrington del 15 de enero de 1981, en la que ocho líderes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) fueron asesinados por paramilitares, asegura que hubo una delación que les permitió intervenir con facilidad y exterminar a los cuadros miristas. La reunión, según él, debía ser originalmente en una plaza en la zona de Tembladerani, pero a último momento fue trasladada a esa calle del barrio de Sopocachi. La información llegó puntual al Ministerio del Interior y de inmediato se instruyó el asalto.
De a poco nos acercamos a lo que fui a buscar. Sin que se lo pregunte, comienza a contarme que en la dictadura del coronel Hugo Banzer (1971-1978) había una disputa feroz entre los militares por conseguir terrenos en el oriente de Bolivia y quedarse con el dinero que llegaba de los créditos internacionales que hicieron insostenible la deuda externa de Bolivia. Sospecha que ahí comenzó el narcotráfico; no de la mano de los paramilitares o criminales, sino desde las mismas Fuerzas Armadas y con los nuevos terratenientes cruceños que «se llenaron de dinero y títulos de propiedad gracias a Banzer». Al fin menciona a «Los Novios de la Muerte», el terrible grupo paramilitar organizado por Barbie para apoyar el golpe de Estado de julio de 1980 y que después sería puesto al servicio de la conexión boliviano-colombiana del narcotráfico. Lo que luego se conocería como la «General Motors de la cocaína».
Ellos –me cuenta– se organizaron a finales de los años 70 y colaboraron en varios cuartelazos y acciones para eliminar o secuestrar a referentes de la izquierda local. Pasaron un tiempo en Centroamérica, donde adiestraron a los primeros contras que enfrentaron la revolución sandinista nicaragüense, y volvieron para actuar en el «golpe de la cocaína». Después, el dinero de Roberto Suárez y el cártel de Medellín los puso a operar en el oriente boliviano, con la misión de limpiar el terreno para que solo los socios tuvieran la exclusividad de producir la pasta base que se vendería a los colombianos. Los narcos menores tenían dos opciones: convertirse en aliados y pagar «el impuesto», o ser delatados ante el Ministerio del Interior y expulsados del negocio.
Bastante se ha escrito sobre este grupo armado que sembró el terror en La Paz y Santa Cruz durante el gobierno de García Meza; sin embargo, hay un detalle que yo nunca había escuchado antes. El hombre del bigote blanco me revela que existía un brazo civil de «Los Novios de la Muerte» que se ocupaba de limpiar las huellas de las operaciones de los narcotraficantes. «Eran abogados casi todos. Ellos montaban los negocios con los que se lavaba el dinero de la droga que llegaba a Bolivia. Tenían mucha influencia sobre los gobiernos de Banzer y García Meza. Incluso uno de ellos llegó a ser contralor general de la República en aquellos años».
Casi al finalizar la conversación me cuenta una última anécdota de Barbie. Recuerda que cuando los «agentes de seguridad» se encontraban fuera de servicio en Cochabamba, pasaban las horas y los días en el desaparecido Café Continental, al lado de la catedral. De vez en cuando Klaus, que permanecía la mayor parte del año en esa ciudad a pesar de sus frecuentes viajes a La Paz y Santa Cruz, visitaba al grupo y se sentaba a tomar un café con ellos. Una tarde, él calcula que fue en 1979, una pareja de judíos se sentó en la mesa de atrás. El Carnicero de Lyon, tratando de maximizar su repulsión, dijo en claro español y muy fuerte: «Deberíamos volver a hacer jabón».
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Michael Levine fue agente encubierto de la Administración para el Control de Drogas de EEUU (DEA) en Argentina durante algo más de tres años, entre 1978 y 1982. Desde ese puesto logró engañar a narcos bolivianos como Roberto Suárez, los esposos Atalá, Alfredo «Cutuchi» Gutiérrez, Marcelo Ibáñez y la familia Gasser –todos ellos cruceños–, al involucrarlos en la venta de más de 1.000 kilos de sulfato base de cocaína a cambio de nueve millones de dólares. El 24 de mayo de 1980, un viejo Convair cargado con la droga partió desde una pista escondida en la selva beniana rumbo a Florida. Al mismo tiempo, dos bolivianos eran arrestados en el interior del Kendall Bank de Miami después de recibir el pago por «coronar» la operación.
Mike, como le dicen todos al neoyorquino, creyó que su temerario operativo representaba el golpe al narcotráfico más grande en la historia. Al fin había logrado incriminar a los peces gordos bolivianos. Estaba muy equivocado. Su gobierno tapó el caso y liberó a los detenidos. Los capos del narco en Bolivia estaban muy lejos de perder su influencia en las agencias especiales estadounidenses.
A pesar de que Levine fue uno de los agentes encubiertos más importantes de las décadas pasadas y está en la «lista negra» de colombianos y mexicanos a los que ayudó a arrestar, conseguir su número de celular no es difícil. Además, él mismo responde el teléfono señalando su nombre: «Hi, this is Michael Levine…».
Me sorprendo por la naturalidad con que me responde. Yo había imaginado que me tocaría sortear uno o dos filtros entre secretarias y subalternos antes de conversar directamente con él. Me presento como un periodista boliviano y él se entusiasma de inmediato con la idea que le propongo. Comienza a hablarme en español con naturalidad. En su acento ya no queda nada de sus años como agregado de la DEA en Buenos Aires, más bien percibo un tono bastante centroamericano en sus palabras.
Le explico que tengo la hipótesis de que la conexión entre Barbie, Escobar y los capos del cártel de Medellín es más fuerte de lo que se cree hasta ahora, y él me responde que todo se explica en la estructura que se monta alrededor del «golpe de la cocaína», en cuyo armado la CIA tiene un rol fundamental:
«Mientras vivía en Buenos Aires me hacía pasar por un mafioso siciliano y así me encontré con la gente de Roberto Suárez y aprendí que más de 90% de la pasta base boliviana era vendida a los colombianos, para convertirla en cocaína. La CIA –continúa Levine– en ese momento [1980] no tenía idea de lo que estaba haciendo la DEA, ni le importaba. A su juicio, los agentes de la DEA éramos aficionados incompetentes. Ellos, mientras tanto, estaban fomentando el derrocamiento del gobierno de Lidia Gueiler. Su principal activo para el control de los militares bolivianos en ese momento era Klaus Barbie. Fue uno de los varios activos ex-nazis que tenían trabajando en América del Sur en ese momento».
Gueiler fue depuesta el 17 de julio de 1980, seis meses y 10 días después de que Escobar se conociera con el Carnicero de Lyon en esa parrillada en la que el Rey de la Cocaína comprometió cinco millones de dólares para financiar el cuartelazo. Concluye Levine:
«El resultado fue que, mientras la CIA estaba tratando de derrocar a Gueiler, yo estaba trabajando estrechamente con ese gobierno para destruir la organización de Suárez, que irónicamente era protegida por la misma CIA. Así que cuando Suárez nos hizo llegar el cargamento de cocaína más grande en la historia de EEUU (en aquel momento) y arrestamos a José Roberto Gasser y Alfredo Gutiérrez en Miami con nueve millones de dólares en efectivo en un banco de Miami, la CIA fue tomada por sorpresa».
Sin embargo, Mike también fue tomado por sorpresa en aquel entonces. Él no sospechaba que la conexión boliviano-colombiana de la droga tenía cobertura especial de parte de la agencia de inteligencia más importante de su país y jamás imaginó el poder que tenían dentro del gobierno de García Meza los peces gordos que él había incriminado. En 1994, años después de descubrirlo y ser retirado de su puesto en Buenos Aires, Michael publicó el best seller The Big White Lie: The Deep Cover Operation that Exposed the cia Sabotage of the Drug War (Reed Business Information, Nueva York,1994.), que en América del Sur fue editado en español con el título La guerra falsa. Fraude mortífero de la CIA en la guerra a las drogas (CEDIB, 1994. Disponible en Amazon: http://tinyurl.com/knb6o5l).
«Su siguiente acto [de la CIA] iba a comenzar con el «golpe de la cocaína» de 1980 –prosigue Levine en la entrevista–. Además, como he escrito en el libro, Klaus Barbie fue clave en esa sangrienta acción como el brazo derecho de la CIA. Fue el nacimiento de la organización que llegó a ser conocida como «La Corporación», que yo tengo entendido sigue funcionando ahora mismo, que yo llamé «la General Motors de la cocaína». Esta, en mi opinión, es la verdadera historia de lo que ocurrió en Bolivia durante este tiempo, como lo vi y viví. Es la historia triste y real de una verdadera asociación entre el gobierno, los narcotraficantes, criminales de guerra nazis y la CIA, agencia cuya historia ha demostrado que es un organismo compuesto por incompetentes criminales».
Pasaron más de 35 años desde esa tarde en la que Levine celebró por el despegue del Convair desde una pista beniana creyendo que acababa de «coronar» el mayor golpe en la guerra contra las drogas en la historia y, ahora, desde su oficina de investigador privado en Nueva York, no se cansa de acusar a la CIA por voltear su operativo.
Su libro fue lectura obligada en círculos políticos de izquierda bolivianos durante décadas y seguro está en varias de las bibliotecas domésticas de actuales ministros y parlamentarios del partido de Evo Morales. Solo así se explica que, el 3 de marzo de 2011, Morales mostrara un ejemplar de La guerra falsa en un acto público para ratificar la decisión que tomó en 2008 de expulsar a la DEA de Bolivia. Aquel episodio no le gustó nada a Mike…
«En 1995 yo conocí personalmente a Evo Morales. Le expliqué lo que yo puse en el libro. La DEA trabajaba con Lidia Gueiler para neutralizar a la mafia cruceña. Fue la CIA la que traicionó a los bolivianos. Por eso yo no me puedo explicar por qué Evo Morales expulsó a la DEA y no a la CIA. Es incomprensible para mí. Sin la protección y apoyo de la CIA a criminales de guerra nazis y narcotraficantes, nunca hubiera existido La Corporación en Sudamérica y la resultante epidemia de crack y cocaína en EEUU».
El ex-agente encubierto conoció y fue parte activa de los procesos contra varios de los más famosos narcotraficantes colombianos, sobre los que ahora se escriben libros y se producen telenovelas y películas. Hoy no tiene dudas de que los peces gordos bolivianos a los que había implicado en 1980 eran mucho más poderosos y valiosos dentro del mercado mundial de las drogas.
«Bolivia era responsable de la producción de 90% de la cocaína en el mundo. Pablo Escobar era uno de los traficantes de cocaína más importantes a los que Sonia Atalá vende cocaína. Él solía llamar a Sonia «la reina con la corona de nieve». Ella era mucho, mucho más importante en la historia de la cocaína en América del Sur que él. Escobar fue una creación del American media [los medios estadounidenses]».
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A pesar de las apreciaciones de Levine, es evidente que en Colombia muy pocos conocen de Barbie y prácticamente nadie escuchó hablar de Atalá o Suárez. En cambio, de Escobar y del «Mexicano» Rodríguez Gacha no se olvida nadie. Pasarán varias generaciones antes de que los colombianos olviden a los responsables de los coches bomba, el estallido de un avión en pleno vuelo, los bombazos en centros policiales o el asesinato de directores de periódicos, ministros y candidatos a la Presidencia.
De paso por Bogotá, donde asisto a un congreso sobre políticas públicas de drogas, me dicen que no vale la pena que me aventure hasta Medellín en busca de nuevas pistas. Allá todo el mundo tiene historias de todos los colores que supuestamente involucran a Diego Maradona, Chespirito, el Puma Rodríguez y hasta a los Rolling Stones, pero nunca se escuchó hablar de los peces gordos bolivianos o del Carnicero de Lyon. Además, en la capital de Antioquia casi todos los testigos cercanos al cártel de Medellín cobran por contar cualquier tipo de detalle relacionado con la vida, obra y milagros del Patrón.
Comencé a buscar en librerías alguna publicación con nuevas pistas, pero los resultados no fueron muy alentadores. La mayoría de los libros están plastificados y no puedo hojearlos para ver su contenido. Además son carísimos. Me llevo un par que terminan siendo una gran decepción.
La suerte asoma recién en mi último día en la capital colombiana. Descubrí una feria apenas a cinco cuadras del Palacio de Nariño donde había una abrumadora colección de textos con crónicas e investigaciones periodísticas sobre el narcotráfico, las guerrillas y el paramilitarismo. Cuando las vendedoras advirtieron que me interesaban las obras relacionadas con Escobar y el narcotráfico, hicieron aparecer otro fardo con más títulos sobre las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (farc), las Autodefensas, la historia del secuestro de Ingrid Betancourt y novelas relacionadas con el mundo de las drogas. «A usté le gustan los libros sobre bandidos», me dice riendo una de ellas mientras me alcanza un ejemplar original del histórico Los jinetes de la cocaína (Documentos Periodísticos, Bogotá, 1987), de Fabio Castillo, que hace más de una década es imposible de encontrar en cualquier librería del mundo.
El vínculo del Patrón con Bolivia se inicia en su primera detención como traficante. El capo del cártel de Medellín afirmaba que la graduación de un bandido profesional era pasar unos meses en la cárcel, y a él le tocó titularse en 1976. John Jairo Velásquez, alias Popeye, el último jefe de sicarios vivo de Escobar, contó al periodista Mauricio Aranguren que su patrón narró este episodio fundacional con estas palabras:
«Mis únicos antecedentes penales hasta hoy vienen de esa captura. El 16 de junio de 1976 venía de Pasto con mi primo Gustavo Gaviria. Traíamos 39 libras de pasta de coca dentro de la llanta de repuesto de un camión. El informe policial decía que era cocaína, pero en realidad era solo la base, pasta, que traíamos para procesarla en un laboratorio creado por nosotros en Envigado. En esa época no había una sola mata de coca sembrada en Colombia, la materia prima tocaba traerla de Perú y Bolivia. Los detectives del das [Departamento Administrativo de Seguridad] nos cayeron al lugar y no hubo tiempo de escaparnos, nunca supe cómo se enteraron, el hecho es que nos pescaron con la mercancía en la mano. Tratamos de sobornarlos, pero los muy honestos no quisieron plata. Nos llevaron a la cárcel de Pasto, la frontera con Ecuador, porque el camión tenía placas de allí. Recuerdo que a la hora de la reseña policial sonreí. Es una de las fotos que más quiero. ¿Sabes por qué? Todo bandido tiene que pasar un tiempo en prisión para tener la escuela completa. Podríamos decir que esa foto es la de mi graduación».
Aquella detención de 1976 fue recreada en la telenovela El patrón del mal; sin embargo, los peces gordos bolivianos, la mafia cruceña y Barbie no tienen una sola mención en los 127 capítulos de la exitosa producción de Caracol tv. La serie está inspirada en el libro La parábola de Pablo. Auge y caída de un gran capo del narcotráfico (Planeta,Bogotá, 2001), del periodista y ex-alcalde de Medellín Alonso Salazar Jaramillo, y allí sí aparece una referencia a la alianza de Escobar con el Carnicero de Lyon. Una escena tan descabellada que, sin el contexto necesario, parecería el cruce de dos grupos de viajeros del tiempo que se encuentran extraviados en la mitad de una jungla:
«[Pablo] Decidió trabajar sin intermediarios y conquistar con colombianos la ruta del sur. (…) En la medida en que sus hombres viajaban se relacionaban con gendarmes, dictadores y gobernantes, y con viejas y nuevas mafias. En Bolivia se contactaron con militares y fugitivos nazis –como el Carnicero de Lyon, Klaus Barbie–, quienes manejaban el comercio de la base de coca en las selvas. Hombres de Pablo vieron allí cómo los seguidores de Hitler, 40 años después de la guerra mundial, en plena selva, seguían vistiendo sus uniformes y desfilando en honor del gran Führer».
Lo que sucede después de la detención del Patrón en 1976 también está relacionado con Bolivia y los peces gordos. La conexión es relatada por Luis Cañón en su libro El Patrón. Vida y muerte de Pablo Escobar (Planeta, Bogotá, 1994.).
«Luego de salir de la prisión, en 1976, Escobar viajó a Bolivia y se entrevistó con otro hombre que también se dedicaba a sentar las bases de su futuro imperio. Se trataba de Roberto Suárez, terrateniente y ganadero que ejercía un poder paralelo en toda la zona de la Sierra Baja. Los dos hombres acordaron unas condiciones de negociación y unas cantidades fijas. Brindaron por la prosperidad permanente de su relación y del negocio».
En los primeros años de la década de 1980, los responsables de controlar la seguridad de todas las operaciones que se realizaban en las pistas de Santa Cruz y Beni eran «Los Novios de la Muerte», contratados por el Rey. Barbie, como detallaremos más adelante, ya era el asesor de inteligencia, emisario ante el gobierno boliviano y proveedor de contactos de la «General Motors de la cocaína».
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El Bavaria era un restaurante y bar de dos ambientes ubicado en el centro de Santa Cruz de la Sierra. El primer ambiente no tenía ningún elemento llamativo más allá de algunas insignias y banderas alemanas; sin embargo, el segundo cuarto tenía una estatua de Hitler y una colección completa de emblemas nazis. Al menos así lo recuerda el general retirado Gary Prado, quien me contó en una entrevista telefónica que en 1981 lo intervino para desarticular a «Los Novios de la Muerte» por orden presidencial de García Meza. Menos de un año después de instalarse en el Palacio de Gobierno de La Paz, el régimen necesitaba lavarse la cara frente a EEUU. En todo el mundo se hablaba de la «narcodictadura boliviana», y el dictador no tuvo más opción que avanzar contra la maquinaria de la droga asentada en Santa Cruz para ganar oxígeno.
«Cuando García Meza me manda a Santa Cruz como comandante de la viii División del Ejército [1981] se produce un shock en el resto de los militares cercanos a él. Ellos manejaban esa división desde La Paz –dice el militar que también participó en la campaña contra el Che Guevara de 1967–. Yo le dije al general que iría a Santa Cruz a poner orden. Yo ya conocía que el grupo de los alemanes trabajaba con los militares en las tareas de represión y también trabajaba protegiendo a los narcotraficantes. Incluso había grupos civiles armados que patrullaban en la ciudad. Toda la ciudad estaba atemorizada. Fuimos al Bavaria –prosigue Prado–, que era el cuartel general de los nazis. Los capturamos a todos y los puse en la frontera. Los saqué a Brasil inmediatamente y eso causó un alboroto tremendo en Santa Cruz. Así empecé a poner orden. Tardé un mes en desarmar estos grupos. Sabíamos que tenían banderas nazis y una estatua de Hitler y que allí se hacían rituales. Sacamos todos esos símbolos. Cuando ingresamos ellos pensaron que veníamos a impartirles órdenes porque vieron que éramos militares».
La contraparte boliviana de los libros colombianos fue más difícil de conseguir, pero al fin hallo un indicio a través de esta conversación con el general Prado. El militar retirado me contó que se producía tanta pasta base en Bolivia que en cierto momento las arcas del Banco Central se llenaron por las incautaciones. Así fue como el gobierno tuvo que almacenar el resto de la droga en los cuarteles. «Toda la producción se iba en avionetas desde todas partes para los colombianos. Acá no había laboratorios de cristalización», asegura.
Fue Prado quien expulsó de Bolivia al famoso neonazi Joachim Fiebelkorn, un alemán desertor de su Ejército aficionado a coleccionar uniformes y artículos de las tropas de asalto de Hitler. Él era el jefe del grupo de mercenarios que Barbie puso a disposición de Roberto Suárez y que vieron sorprendidos los hombres de Escobar en medio de la selva.
Una vieja publicación de 1980 del instituto londinense Latin American Bureau, titulada Narcotráfico y política. Militarismo y mafia en Bolivia (Disponible en <http://tinyurl.com/jwo4zrz>), permite completar la fotografía de la relación entre los paramilitares colombianos y bolivianos. Allí se puede leer el relato de uno de los paramilitares que formaban parte de la mafia cruceña. El libro identifica al autor del testimonio como un mercenario alemán «ex-boxeador de peso mediano», quien reconoce a Barbie como uno de los que daban instrucciones al grupo.
«Suárez tenía 28 pequeños aviones con un águila negra sobre el fuselaje. Dos de nosotros acompañábamos al piloto: se aterrizaba en el territorio boscoso del Beni, cerca de la frontera brasileña, y se esperaba a los intermediarios colombianos. Los capos de la mafia boliviana se habían comprado amplios territorios en el Beni para ocultar sus negocios. Había una pequeña pista en medio de los árboles donde aterrizaban los aviones. Antes de nuestra intervención, sucedía con mucha frecuencia que los colombianos pagaran con paquetes ya preparados que contenían pocos dólares y mucho papel y escapaban lo más pronto posible mientras disparaban ráfagas de ametralladora. Pero Fiebelkorn hizo instalar dos puestos de bazooka en torno a la pista. Desde aquel día, los colombianos empezaron a pagar regularmente. Tenían miedo y rabia de nosotros, los alemanes.
Era lindo –prosigue el relato anónimo– hacer el viaje de regreso a Santa Cruz con el avión cargado de «verdes». Una vez tuve en mis manos cuatro millones de dólares. Suárez no nos hacía faltar nada y nos pagaba 5.000 dólares al mes, una gran suma para Bolivia. No sabíamos dónde gastarlos, porque en el Bavaria todo era gratis para nosotros. Había cinco chicas alemanas, más Gerlinde, la preferida de Joachim [Fiebelkorn]. Con las hermanas Marianna y Mara, dos ex-cabaretistas del Treff, en el Taunus Feldberg de Fráncfort, Gerlinde había protagonizado breves films pornográficos. Los proyectábamos para los coroneles bolivianos y ellos perdían la cabeza. Un día vino a visitarnos Klaus Altmann [Barbie], entonces consejero de Seguridad del Ministerio del Interior boliviano. Nos dijo: «Llegó el momento. Es necesario hacer saltar este gobierno antes que Bolivia se transforme en una gran Cuba».
Así fue el «golpe de la cocaína».
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«Durante el año 1981, Barbie acompañó a mi marido en varios viajes que realizó a Medellín, Colombia, como su asesor en inteligencia. El 5 de enero del año 1982, Roberto se reunió en Panamá con Manuel Antonio Noriega y Pablo Escobar. Esa reunión con el general panameño fue concertada por Barbie, quien también estuvo presente», me responde con mucha precisión Ayda Levy.
Queda claro que el Carnicero no solo proveía seguridad para las operaciones de La Corporación gracias a su influencia en las dictaduras bolivianas. También aprovechaba sus contactos para asegurar la expansión del negocio.
«Los nexos de Barbie con la incipiente agencia de inteligencia estadounidense [CIA] se dan en un principio por la mediación de la red de extracción que había facilitado el Vaticano, después de la Segunda Guerra Mundial, principalmente para científicos y disidentes nazis. La antigua relación de Barbie con el Vaticano sirvió para que Roberto [Suárez] y Escobar iniciaran relaciones comerciales con Roberto Calvi, quien era presidente del Banco Ambrosiano» –añade Levy–. Así fue como la cocaína de la «General Motors» inundó Europa, con la venia y participación de la Santa Sede en Roma.
Sin embargo, Klaus no llegó a ver los frutos de su última gestión a favor del cártel de Medellín. Como revelación final, la ex-compañera del Rey de la Cocaína recuerda el último encuentro entre el Patrón y el Carnicero.
«La última vez que Barbie tuvo contacto con Pablo Escobar y Gonzalo Rodríguez Gacha fue en nuestra hacienda San Vicente, el día del cumpleaños de mi hijo Roby, el 26 de diciembre de 1982. Los anteriores meses Barbie había contactado a Roberto y Escobar con Oliver North, pero no pudo participar del acuerdo final al que llegaron con el militar norteamericano en Panamá por su arresto en La Paz a inicios del año 1983».
Una reducción presupuestaria dictaminada en Washington había puesto en emergencia a los servicios especiales estadounidenses, que no tuvieron más opción que llegar a varios acuerdos con productores de cocaína, marihuana y crack en todo el mundo, además de vender armas en secreto, para financiar la guerra contra los revolucionarios en Nicaragua. El escándalo estalló en 1985 y fue bautizado como el caso Irán-Contras. Para ese entonces, sin embargo, Barbie ya estaba en una prisión en Francia.
Unos meses antes de ser extraditado, el Carnicero embarcó a sus socios de La Corporación en aquel negocio propiciado por North (quien sería dado de baja de los Marines por la operación). Fue la última jugada del ex-comandante de la Gestapo en los albores de la democracia boliviana. Desprovisto del poder que le otorgaban las dictaduras y abatido por la muerte de su hijo y esposa en el mismo año, fue sorprendido por el gobierno izquierdista de la Unidad Democrática y Popular de Bolivia y, al fin, deportado a Francia. Lo último que le dejó al continente americano fue un millonario pacto que exhibió cuán flexible fue la moral de EEUU en el afán de derrotar a la naciente revolución sandinista.
En 1984, con el acuerdo en marcha, en una habitación en Medellín, Escobar le dijo a su amante Virginia Vallejo que «con tal de matar comunistas, ¡Oliver North pactó hasta con el diablo!». Y el Patrón no se equivocaba, aunque Barbie ya estaba preso para entonces. La ex-presentadora de televisión y pareja eventual del colombiano lo contó en esas palabras en su libro Amando a Pablo, odiando a Escobar (Grijalbo, México, 2007.).
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Le pregunto a Manuel Cárdenas Mallo, quien fue ministro del Interior del primer gobierno democrático de Bolivia después de que se retiraron los militares (octubre de 1982), cómo les devolvieron el país. «Nos dejaron todo el problema. Ellos se dedicaron más a la lucha contra la izquierda y a perseguir a los comunistas. Era lo único que les importaba y por eso permitieron de todo y abandonaron el control de lo demás», me responde todavía indignado en referencia al negocio de la cocaína. La democracia de Bolivia nació con el aparato del narcotráfico totalmente instalado y en marcha a todo vapor.
En 1983 todavía restaban 10 años para que el Patrón fuera abatido a balazos y ocho para que la leucemia acabara con el Carnicero de Lyon, pero sus caminos ya estaban separados. A Escobar le faltaba aterrorizar a todo un país antes de dejarse derrotar y liquidar el 3 de diciembre de 1993.
Dos años antes de aquello, la muerte alcanzó a un Barbie solo y débil, en una celda con la luz apagada y sin la mínima esperanza de volver a caminar impune por los pasillos del poder en La Paz o tomarse un expreso en el Café Continental de Cochabamba.
El legado de ambos se escribe por separado, mientras los que conocen la conexión de a poco arriaron las banderas. Los militares se alejaron del poder en Bolivia y el agente encubierto de la DEA inició una cruzada para denunciar la traición y patraña de la CIA en la lucha contra las drogas. Los paramilitares colombianos permanecen en la selva, en la cárcel o en la fosa, mientras que los mercenarios bolivianos fueron enjuiciados y tuvieron que buscar nuevas formas de ganarse la vida. El cártel de Medellín perdió la guerra, pero el narcotráfico es un poder cada vez más incontrolable en América Latina. La conexión boliviano-colombiana fue reemplazada por México y Brasil. El hombre del bigote blanco lee sobre la guerrilla de Teoponte y así revive sus viejos combates. Reniega de la historia como se la cuenta ahora, pero tampoco piensa mover un dedo para cambiarla por su versión. Prefiere dedicarse a sus nietos.
Casi 35 años transcurrieron desde aquella fiesta en la residencia de Equipetrol. No es poca cosa. El tiempo no dejó de pasar para ninguno, pero la memoria de todos conserva frescas las imágenes de esos años de guerra, mafias y fiestas de lujo. Como esa parrillada de enero de 1980 en la que el Patrón y el Carnicero de Lyon brindaron con Dom Pérignon junto a los capos del cártel de Medellín y los peces gordos bolivianos, mezclados entre militares y mercenarios neonazis.