Dársena de papel
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Oscar Díaz Arnau
16/10/2014 - 09:03

Contradicciones de una democracia

La incoherencia más determinante de la actual democracia boliviana es la de la transferencia del legítimo poder de las organizaciones sociales (y aun más allá de ellas) a una élite política que con excesos (yo creo, malsanamente) ha ido distorsionando el propósito de una justa recompensa a sectores marginados durante siglos. En casi una década de gobierno autocalificado socialista, abominable resultó el intento de esa reparación histórica mediante un ardid que se vino alimentando de predilecciones y de hábitos demagógicos, entre los que se debe contar la deshonrosa manipulación del voto.

Generalmente hay que pagar el alto precio del autoritarismo para notar el valor de la democracia. Cuando ese precio se paga en democracia se advierte la importancia de los contrapesos, del equilibrio de poderes frente a la opción de una hegemonía malbaratada.

El concepto de poder hegemónico puede contraponerse con el de equilibrio democrático. El poder, cuando es hegemónico, muchas veces tiende a debilitar la institucionalidad, entre otras cosas porque un órgano (un poder) se encarama sobre otro. Curiosa paradoja la de la legitimidad desfavorable para la democracia cuando esta recae en manos inescrupulosas o mal intencionadas. (Creo que la diferencia no está en que tengamos visiones políticas o ideológicas distintas: está en las intenciones, que pueden ser buenas o malas).

La incoherencia más determinante de la actual democracia boliviana es la de la transferencia del legítimo poder de las organizaciones sociales (y aun más allá de ellas) a una élite política que con excesos (yo creo, malsanamente) ha ido distorsionando el propósito de una justa recompensa a sectores marginados durante siglos. En casi una década de gobierno autocalificado socialista, abominable resultó el intento de esa reparación histórica mediante un ardid que se vino alimentando de predilecciones y de hábitos demagógicos, entre los que se debe contar la deshonrosa manipulación del voto.

La paciente neutralización del enemigo político ha sido la primera táctica ejecutada por el MAS; atrás quedó el objetivo inicial de la simbólica toma del poder por parte de organizaciones tradicionalmente alejadas de gobiernos más bien torpes, insensibles. Y a ese partido no le ha costado mucho inculcar en aquellas organizaciones todo lo pernicioso que suponía para él el neoliberalismo. Con eso y con los malos gobiernos pasados fue suficiente para hacer núcleo común y vencer, en repetidas ocasiones, a los adversarios de la “derecha”. Luego, cuando el MAS amplió su base social a la clase media, se volvió poco menos que invencible y paulatinamente se fue olvidando de su ideología original para convertirse en uno de los partidos más pragmáticos de la historia.

De indigenista le queda poco a este gobierno. En una segunda fase de la búsqueda de la hegemonía del poder, la diversificada composición social de la clase media se volvió más apetecible para el MAS que los desposeídos que habían caminado duro en la Marcha por el Territorio y la Dignidad, que los inconformes que habían luchado en la Guerra del Gas, que los briosos que habían dejado la vida en las jornadas de Octubre Negro. A vuelta de cambio, muchos de estos terminaron muertos en Huanuni, La Calancha, Caranavi y otros lugares más, o apaleados y amordazados en Chaparina.

Al masismo le convino el sentido cultural —gramsciano— de la hegemonía. Porque de esta dependió siempre para la conquista del poder, a diferencia de la visión —nivelada: no una antes y otra después— de Lenin. La hegemonía, al fin y al cabo, se maneja desde la clase política pero se construye junto con la base social. Difícil edificación que puede desmoronarse fácilmente.

A la democracia boliviana le falta resolver el desequilibrio entre las formas políticas que se administran desde la Plaza Murillo y las urgencias de una población abigarrada que no encuentra más salidas a su crisis que la de huir del campo a las ciudades y de estas al exterior del país. Le falta saldar la contradicción principal entre un “gobierno del pueblo” cada vez menos interesado en la gente más necesitada y las demandas de esa misma gente, cada vez más necesitada de un gobierno desinteresado.

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