Interjecciones
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Martín Diaz
19/01/2016 - 16:18

Decepciones de un aspirante a cinéfilo

El actor Alan Rickman, recientemente fallecido, dejó una hermosa frase por ahí: “Es una necesidad humana contar historias. Mientras más seamos gobernados por idiotas y no tengamos control de nuestros destinos, más necesitaremos contarnos historias acerca de quienes somos, por qué somos, de dónde venimos, y qué es posible para nosotros”.

–¿Vamos al cine?

Hay muchas aventuras que comienzan con esa sencilla proposición y terminan con una charla sobre la vida, la muerte y el amor, o en el mejor de los casos inspirando y cambiando la vida de quien acaba de ver esas dos horas de ilusión. Así es el cine, que siempre nos encandilará y nos hará volar con sus historias.

O tal vez no.

Hace unas cuántas noches, escuché ese “vamos al cine” después de mucho tiempo. Como era día de semana, tomé mi saco para abrigarme en la sala, donde a veces el aire acondicionado supera cualquier sentir externo. Primer detalle: la gente llegando a media película. ¿No era el Puma Rodríguez el que cantaba esa canción que decía “llegar tarde ya no es llegar”? Incluso para ubicarnos mejor valdría la pena, pero claro, no estamos hablando de apreciación cinematográfica, sino de nuestra puntualidad, un problema de idiosincrasia nacional. Segundo detalle: la estéril solicitud de silenciar los celulares. Todo tipo de cantares de bolsillo siguen invadiéndonos después de que la luz se ha apagado: notificaciones, mensajes y hasta alguna llamada que algún desconsiderado contesta. Tercer detalle: no sé quién no educó a quién, pero se supone que uno tiene que estar en silencio mientras dure la función. Los comentaristas de media película me hacen pensar que así como hay miles de directores técnicos yendo a los estadios, tenemos nuestras salas repletas de críticos de cine (“Ay, era evidente que eso iba a pasar”) o de descubridores de obviedades en voz alta (“¡Uy, se murió! Te dije que se iba a morir”).

De repente me comienzo a fijar en el costado de la pantalla y me doy cuenta de que está descolorido, teñido de verde. Espero un par de escenas para cerciorarme. Me levanto y se lo hago notar a uno de los empleados del cine, quien me dice que sí, que hay un error en la proyección pero que ya comenzada la película es tarde para hacer algo. Recuerdo entonces la ocasión en la que, en un cine de la competencia, la proyección 3D estaba tan oscura y borrosa que pedí por favor que me devuelvan mi entrada y el encargado de turno lo hizo sin chistar, ya que al parecer fui el único que se dio cuenta del error técnico. Y la cereza de la torta es, desde luego, la lamentable pereza mental de nuestra gente que, convertida en mercado, ha preferido ceder ante las películas dobladas después de generaciones enteras de ver obras en idioma original, para las cuales ahora hay que pagar el sobreprecio de las salas VIP.

El actor Alan Rickman, recientemente fallecido, dejó una hermosa frase por ahí: “Es una necesidad humana contar historias. Mientras más seamos gobernados por idiotas y no tengamos control de nuestros destinos, más necesitaremos contarnos historias acerca de quienes somos, por qué somos, de dónde venimos, y qué es posible para nosotros”. Así es el cine, antes solo “la pantalla grande” y ahora la primera de esta gran cultura de multipantallas en la que vivimos, así descrita por estudiosos como Justo Villafañe y Kevin Roberts. Por mucho que haya una multitud quejándose de que “la gente ya no lee”, el cine es nuestro escape del continuum diario, es la pantalla que no tocamos pero la que mejor sabe tocarnos. Y a título personal, últimamente prefiero matar la ansiedad de los estrenos y que esas emociones me lleguen en la comodidad de mi sala con la tecnología del Blu-ray para así evitar malos ratos, que si les voy a pedir a los dueños de las salas que hagan algo por “la cultura”, ya los veo riéndose en mi cara.

 

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