Dársena de papel
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Oscar Díaz Arnau
05/01/2016 - 12:56

En el nombre del hijo, Sebastián

Carlos Hugo está ganando la guerra y, por si fuera poco, está poniendo su cuerpo y su mente para explicarnos qué pasa cuando el hijo de uno para los demás se va para estar siempre entre nosotros. Aprendemos con él qué significa irse para quedarse.
 

Un hijo es otra persona y, a la vez, parte de uno. Enorgullece verlo volar alto, pero un padre siempre espera que vuelva al nido.

Es indelegable, de nadie más que de sus padres, un hijo. Pero no es propiedad privada. Ni bien deja el útero de la madre se convierte en un hermoso acto de egoísmo solidario, en un hijo nuestro para los demás.

Esto de tener hijos nuestros para los demás resulta complicado de digerir. Somos tan felices mientras nos podemos ver, escuchar o tocar que, cuando ese mundo de dos o de tres se acaba, no sabemos cómo seguir. “No puedo nada más que llorar”, dijo la Negra Sosa buscando consuelo porque le había tocado el turno de buscarlo. Se justificaba así: “no hay nadie mejor con quién hablar por teléfono que con una madre”. Le había tocado perderla.

¿Perdemos a alguien cuando no lo podemos tocar?

Por la sensibilidad que nos doblega, por una debilidad muy humana: queremos tenernos todo el tiempo, es difícil aceptarlo pero, si fuéramos menos nosotros y pudiésemos asumir la ausencia sin dolor, entendiéndola no como pérdida luego de haber aprendido a cultivar el sublime acto del despojo, esto es, a renunciar al otro —quién sabe por el designio de Dios o simplemente por amor—, venceríamos a la muerte.

Carlos Hugo está ganando la guerra y, por si fuera poco, está poniendo su cuerpo y su mente para explicarnos qué pasa cuando el hijo de uno para los demás se va para estar siempre entre nosotros. Aprendemos con él qué significa irse para quedarse.

La muerte duele porque representa la separación de alguien a quien no queremos dejar ir. Al final, sin darnos cuenta, la que llora es nuestra soledad. (Egoísmo blanco, sin mala intención, responsabilidad de la muerte sentida).

La muerte funciona con una lógica tan basta como la electricidad: estamos encendidos hasta que alguien baja el interruptor. No cualquier padre digiere semejante arbitrariedad y encima, generoso, abre en Facebook una escuela virtual para enseñar con sutilezas a transformar la muerte de un hijo en algo bueno.

Carlos Hugo no lo dice pero la vida y la muerte forman parte del mismo negocio. Y al parecer tienen códigos de observancia para casos de absoluta justicia; esto explicaría que haya vidas de luz que la muerte no apaga.

Sebastián era un soñador y, después, un ganador. Pero no se crea que fue siempre así: perdió varias veces antes de triunfar. ¿Cuáles eran sus secretos? Uno, legado de su abuelo, lo cuenta en un video de cuatro minutos que está en la web: “nada es imposible”. Otro: saber levantarse después de cada derrota, de cada fracaso.

La muerte también fracasa. Es probable que en ciertos casos no sepa hacer su trabajo y sea entonces la muerte improductiva, la muerte que no mata. (Responsabilidad de la vida).

Como todo líder nato, Sebastián fue hecho para dar lecciones. Él descubrió la receta del éxito: “no sentir vergüenza por ese fracaso sino saber que eso es parte del ‘hacer algo’ (…) Si uno logra no frenarse, ese fracaso se convierte en experiencia y la experiencia hace que uno logre cosas más adelante”.

Fracasar para levantarse y volar más alto... De las lecciones de Sebastián, un hombre joven que se fue para quedarse, ninguna supera a la de haber dejado en ridículo a la muerte.

Los hijos suelen seguir la huella de sus padres; a veces pasa al revés.

¿Qué no haría un padre por un hijo? Carlos Hugo, en un conmovedor ejemplo de fortaleza, se ha propuesto culminar los planes de Sebastián: realizarlos en su nombre.

De paso, nos enseña el camino para ganar la guerra. Para no dejarnos abatir por la tristeza más grande de todas cuando nos toque el turno.

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