Dársena de papel
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Oscar Díaz Arnau
01/09/2015 - 16:54

Andrea y el sentido de nuestras muertes

Tuvieron que pasar más de 40 años para que yo comprendiera el verdadero significado de las palabras anestesiadas de mi madre cuando tuvo a mi hermana, cuyo nombre, contra todo pronóstico, finalmente no fue Alejandro. Mi hermana tampoco se llama Andrea pero es mujer y, como a mi madre, supongo que la vida le enseñó a conocer las vicisitudes del género.

Mi madre es mujer y conoce de las vicisitudes del género. Cuando estaba embarazada de su segundo hijo varón, según la ecografía de hace más de 30 años, yo esperaba con ansias la llegada de mi hermano, incluso después de entender que se acabaría el monopolio del consentimiento en la casa. No sabía que la pantallita para ver de cerca y el médico con lentes gruesos como vidrio de botella eran tecnológicamente incompatibles en los albores de los ochenta, por eso no se me cruzó por la cabeza que aquellas imágenes gelatinosas en blanco y negro serían tan imprecisas que el niño escurridizo podría no ser mi hermano, sino todo lo contrario. Al nacer la Mechi, confundida con la noticia, ocupada su mente con el ajuar celeste y todos los meses de panza y de sueños y de nombres sugeridos y descartados, mi madre, que es mujer y conoce de las vicisitudes del género, atinó a decir una sola cosa: “¡Pobre, va a sufrir!”.

Ahora lo cuenta entre risas, como parte de su repertorio de anécdotas; aquella noche, en el quirófano y bajo los efectos de la sedación, le salió del alma. Para mi madre tener una hija, a diferencia de lo contrario, significaba —ipso facto— sufrimiento. El sufrimiento que suena masculino, pero que siempre tuvo rostro de mujer.

Eran los tiempos del sexo débil, del sometimiento discreto, de un patriarcado militar —obligatorio y sin chistar—, de cuando la realidad se aceptaba tal como venía, generalmente, importada por una cigüeña y de París. Hoy, esos tiempos han cambiado y sin embargo, aunque se haya avanzado kilómetros transatlánticos en derechos humanos y equidad de género, la mujer sigue sufriendo por las actitudes machistas que gobiernan todavía el planeta.

Tuvieron que pasar más de 40 años para que yo comprendiera el verdadero significado de las palabras anestesiadas de mi madre cuando tuvo a mi hermana, cuyo nombre, contra todo pronóstico, finalmente no fue Alejandro. Mi hermana tampoco se llama Andrea pero es mujer y, como a mi madre, supongo que la vida le enseñó a conocer las vicisitudes del género.

Los periodistas, de nuestro lado, hemos perdido el monopolio del consentimiento público en los medios de comunicación; por eso, no solo nosotros sino también el ciudadano de red social, todos, estamos llamados a pensar, a reflexionar seriamente antes de contribuir con nuestra imprudencia a la “viralización” de una condena para alguien que no ha recibido una sentencia judicial firme. Apelo a la responsabilidad (y no digo que sea fácil, cuesta, sobre todo en casos sensibles), sin dejar de sostener que las redes sociales están para la expresión libre de los pensamientos y los sentimientos de las personas. No creo que una cosa esté reñida con la otra.

Yo entiendo. Indigna y duele hasta la médula pensar a nuestra hermana o a nuestra madre en la posición de Andrea y de Helen. Indignan la soberbia y la insensibilidad en la televisión que cinco segundos más tarde puede mostrarnos un koala o un oso panda en su hábitat natural. Indigna la gente que detrás de una discusión de pareja que acaba en violencia ve un implícito “merecimiento” del “castigo” masculino a su contraparte femenina. Indignan las vicisitudes del género, indigna que casi siempre sean ellas las que pierdan con los peritajes tardíos, con los chivos expiatorios, con las maniobras leguleyas. Indigna —¡y cuánto!— la mentira, esa que podemos incluso tocar con las manos como evidencia irrefutable de algo que, dolorosamente, no es más que nuestra verdad.

Hay una Verdad, con mayúsculas, y es la que se debe encontrar para que haya justicia. En esa esperanza está el sentido de nuestras vidas, de nuestras muertes.

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