Opinión
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Fundación para el Debido Proceso
15/06/2018 - 12:26

Soluciones extraordinarias: Ayotzinapa y otras 35 mil razones para exigir un mecanismo heterodoxo para México

Marien Rivera*

Marien Rivera*

Tres jueces mexicanos sacudieron la semana pasada al país entero cuando se atrevieron a concluir lo innegable: en México, la justicia no es pronta ni expedita, mucho menos independiente e imparcial. ¿Por qué resulta tan estridente que un tribunal señale la subordinación de la fiscalía a las instrucciones del titular del Ejecutivo? Porque significa reconocer que, a pesar de las varias reformas constitucionales logradas y los millonarios recursos invertidos para transformar el sistema de justicia durante la última década, la inercia totalitaria y vertical de las instituciones no se ha ido a ninguna parte.

La regla ha sido – y sigue siendo- que entre la policía, el ejército, la fiscalía y los juzgados, no existe una dinámica de contradicción que posibilite la sofisticación del servicio público y la satisfacción de los derechos de víctimas y acusados, sino una relación de complicidad que responde sólo a intereses personales, gremiales o políticos. Todas las esperanzas depositadas en el nuevo sistema de justicia penal mexicano terminaron en el fondo de la misma vieja estructura, ahora cubierta con un lozano vestido de seda.

La excepción, por otro lado, está en los escasísimos episodios temerarios, como el que atestiguamos con la sentencia del Primer Tribunal Colegiado del Décimo Noveno Circuito y su aproximación rebelde al “caso Iguala” (Ayotzinapa). Se puede discutir su estilo, la idoneidad de sus efectos o incluso sus alcances, pero en el corazón de esa resolución está lo que siempre hemos esperado de un sistema de justicia equilibrado: un ejercicio de rendición de cuentas entre las autoridades encargadas de la procuración de justicia. Y eso es un acierto, desde cualquier punto de vista.

También ha sido un atino caracterizar como un “hecho notorio” a la circunstancia de que, en México, la elección de un procurador o procuradora sucede a través de mecanismos que aseguran el sometimiento de la justicia a intereses ilegítimos. La verdadera autonomía de la procuración de justicia estará garantizada cuando las legislaturas locales terminen de aprobar la eliminación del pase automático del procurador en turno a la fiscalía que aún está por nacer. La sentencia es un buen recordatorio de que esa batalla sigue presente y no terminará de solventarse sino hasta que el Congreso Federal se comprometa a estudiar y aprobar una reforma integral al artículo 102 constitucional. Es hora de quemar los puentes que conducen irremediablemente a versiones renovadas de un añejo autoritarismo institucional.

Más encomiable aún fue reconocer la centralidad que deben ocupar las víctimas en un proceso de investigación criminal. Sobre todo, cuando se trata con casos de violaciones tan graves de derechos humanos como el de Ayotzinapa. El hecho de que la sentencia reivindique el derecho de los familiares de los estudiantes desaparecidos a desarrollar un papel de liderazgo en la investigación, no implica – o no debe implicar, bajo ninguna circunstancia- una renuncia o relevo de las funciones constitucionales de la Procuraduría General de la República (PGR). Significa, en cambio, un reconocimiento al trabajo de tiempo completo que tantos colectivos de familiares en la actualidad realizan, en la dolorosa búsqueda de sus seres queridos. Son sus intuiciones, su resiliencia y valentía las que han dado con el paradero de decenas de miles de víctimas a lo largo y ancho del país. Esa labor de localización no debe socavarse; al contrario, es preciso que se acompañe con recursos técnicos y financieros adecuados y suficientes. No sobra subrayarlo: lo anterior de ninguna manera exime a las autoridades de continuar ese trabajo con líneas de investigación objetivas e imparciales, juicios que observen el debido proceso y consecuencias penales que sean ejecutadas con dignidad.

En ese sentido, se ha dado un paso en la dirección correcta al ordenar la creación de una Comisión de Investigación que implica una reconfiguración temporal y concreta de ciertas funciones del sector justicia. Si bien, tal iniciativa ha sido calificada como una reacción “fuera de la caja”, no es un esfuerzo particularmente novedoso en la región ni tampoco obliga a las instituciones involucradas a actuar fuera de sus atribuciones constitucionales. Al contrario, les convoca a cumplirlas. Eso lo explica con extraordinaria claridad el Tribunal Colegiado.

Sin embargo, el propio Tribunal reconoce que ese designio se encuentra lejos de ser suficiente, que la debilidad de las instituciones mexicanas es tan aguda que bien podrían servirse de una extensión del mandato del Grupo Interdisciplinario de Expertos Internacionales (GIEI), para que funja nuevamente como un verificador externo de las acciones emprendidas por la PGR en el caso. Las más de cincuenta menciones que realiza la sentencia al trabajo del GIEI son una muestra simbólica de la necesidad de referencias objetivas para contrarrestar lo reportado por la PGR, la policía y las fuerzas armadas. Pero la exploración del Tribunal para valorar la potencial asistencia de órganos internacionales no acabó allí, también hizo un llamado a revisar el Protocolo de Minnesota sobre la Investigación de Muertes Potencialmente Ilícitas para solicitar apoyo de la INTERPOL. La localización de los 43 estudiantes de Ayotzinapa exige valorar cuidadosamente cada una de esas vías.

Desafortunadamente, el problema no empieza ni acaba allí. En un país donde cada 90 minutos desaparece una persona, se requieren soluciones extraordinarias que ya no pueden aplazarse. Al día de hoy, el Registro Nacional de Personas Extraviadas o Desaparecidas(RNPED) reporta casi 35 mil personas desaparecidas. Y ese sólo es uno de los muchos fenómenos criminales que la población mexicana sobrevive de manera cotidiana. Las tasas de homicidios que continúan al alza, las ejecuciones extrajudiciales y la proliferación de actos de tortura en el país siguen dando muestras de que el sistema de justicia fabrica culpables en lugar de encontrarles.

A todo lo anterior habría que sumar la dimensión de corrupción que posibilita y perpetua la comisión de crímenes a gran escala. La complejidad de ese escenario requiere acompañar lo que sabemos indispensable de otras acciones hasta ahora inéditas en el país. El ideal es siempre que el gobierno mexicano se proponga, por cuenta propia, adelantar causas independientemente de que los autores sean actores del gobierno o grupos delictivos, pero es hora de reconocer que la fiscalía autónoma necesita, por lo menos de forma temporal, un mecanismo internacional para combatir la impunidad. El reciente informe “Corrupción que Mata” de Open Society Justice Iniciative, en resonancia con lo expuesto por el Tribunal Colegiado de Tamaulipas, formula un poderoso argumento sobre la necesidad de instalar un  mecanismo de esa naturaleza: las autoridades implicadas en la consecución de atrocidades son las mismas que son responsables de prevenirlas e investigarlas. En el corto y mediano plazo, un impulso institucional externo podría ser la diferencia entre construir investigaciones exitosas que vinculen a criminales y autoridades de alto perfil o continuar con la estrategia de criminalizar a la juventud que vive en situación de pobreza.

De nuevo, no sería un ejercicio extraño para la región. Es cierto que tanto el diseño de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), impulsada por la Organización de las Naciones Unidas, como el de la Misión de Apoyo contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras (MACCIH), creada por la Organización de los Estados Americanos, son perfectibles. Sin embargo, también es cierto que el camino que han recorrido nos ha dejado con grandes lecciones aprendidas. La primera de ellas es que, en mayor o menor medida, han construido capacidades para combatir la criminalidad y la corrupción que permanecerán incluso cuando esas instituciones transitorias terminen sus mandatos. Ese, en sí mismo, es un resultado positivo. Tampoco implica un riesgo para la soberanía nacional, los mecanismos heterodoxos son una respuesta excepcional y con vocación temporal, si no por otra razón más que por el pragmatismo de encontrar fondos internacionales que sustenten una burocracia paralela.

El contexto siempre importa, y México hoy se encuentra en una coyuntura electoral que ha estado marcada por una indignación masiva ante la incapacidad del Estado de atacar con determinación las estructuras de micro y macro corrupción que han tenido las consecuencias más violentas del continente. En ese sentido, el gobierno que resulte electo no podrá escapar la decisión de aceptar, o no, alguna forma de ayuda externa para remediar la crisis más profunda de la historia moderna del país. Parafraseando a Roberto Unger, el más grande obstáculo para cambiar nuestra realidad es nuestra falta de imaginación y claridad para concebir aquello que podría ser distinto.

*Marien Rivera es Oficial de Programa de la Fundación para el Debido Proceso.

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