La espada en la palabra
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Ignacio Vera Rada
27/11/2017 - 15:24

Demagogia con disfraz de democracia

Decir que el solo voto de un pueblo es la expresión de la democracia en todo su esplendor es una estupidez, además que una simplificación boba de un concepto —desde el punto de vista politológico— tan complicado y tan amplio como es el de la democracia. A lo largo de los últimos meses, se ha oído decir al gobierno de turno incansablemente que el ejercicio del sufragio popular deja ver materializada la democracia más clara, más limpia, más paradigmática y más modélica de todas las que pudiere haber. Nada más falso. Más bien al contrario, como se explicará luego.

Decir que el solo voto de un pueblo es la expresión de la democracia en todo su esplendor es una estupidez, además que una simplificación boba de un concepto —desde el punto de vista politológico— tan complicado y tan amplio como es el de la democracia. A lo largo de los últimos meses, se ha oído decir al gobierno de turno incansablemente que el ejercicio del sufragio popular deja ver materializada la democracia más clara, más limpia, más paradigmática y más modélica de todas las que pudiere haber. Nada más falso. Más bien al contrario, como se explicará luego. Pero como somos más o menos ignorantes y un poco ciegos, creemos lo que escuchamos.

Una característica de los izquierdismos populistas –y en general de todo populismo- es excitar a las masas, seducirlas, diciéndoles que lo que ellas desean es el imperativo del destino del Estado. El gobierno del Movimiento Al Socialismo ha prostituido la palabra democracia como si ésta fuese un concepto de maleabilidad y docilidad constantes. Si uno razona, la democracia es un sistema que no solamente pone restricciones al gobierno (que por definición tiende a ser opresor, aun bajo la tutela del estadista más virtuoso), sino que también pone límites al pueblo (que tiende a desenfrenarse como en un delirio cada vez que se ve excitado, aun si es muy culto y civilizado). Estas ideas tienen que ver con la naturaleza humana. De aquí la importancia suma de una buena y genuina Constitución Política, que debe ser un conjunto casi perfecto de leyes que regulen este equilibro entre poder central y voluntad ciudadana que acabamos de mencionar. Pero éste es ya otro asunto. Por tanto, sigamos.

¿Qué pasaría si, en un hipotético caso, un pueblo reeligiera a su mandatario innumerables veces? ¿Sería ésa la expresión del espíritu democrático, como se quiere hacer creer? ¿No habría caído tal pueblo en la demagogia de su propia voluntad, es decir, en la degeneración de la democracia de la que hablaban los pensadores griegos? Esas preguntas ya debieron haber sido respondidas por el lúcido y pío lector de este artículo, por tanto, ya se debe haber llegado a la conclusión de que ese pueblo hipotético podría ser todo menos democrático y podría vivir en cualquier lugar menos en un Estado de Derecho —que no es sino un Estado sometido a la ley—, porque ese pueblo ya ha roto todo esquema de convivencia civilizada establecido en el marco del Derecho público.

Por tanto, no os dejéis engañar cuando os digan que si el ciudadano tiene en sus manos todo el poder de decidir sobre la reelección, se hace realidad la democracia. Sucede, como habéis visto, todo lo contrario. Las minorías quedan excluidas y las mayorías, imponiéndose, se convierten en verdugos, porque la democracia en el seno de las Asambleas también tiene falencias innatas, pero ése también es otro asunto.

Lo cierto es que el concepto de democracia conlleva un fuerte componente de Derecho, de orden, de participación, de justicia social, de equilibro y de contrapesos y de independencia de órganos; es una suerte de espectro que se rige por el orden y en varios espacios de la vida pública.

El pueblo no es infalible, como se quiere hacer pensar, ni sus decisiones son siempre las mejores, como quieren hacer creer los políticos para alcanzar fines mezquinos. Para prevenir el error de la decisión de los pueblos, están la ley y el Derecho, que son como caminos y senderos que marcan el paso por donde debe caminar un Estado. El pueblo es todo menos infalible, y cuando falla, lo cual sucede muy a menudo en la historia, están las leyes para socorrerle y enderezarle, inventadas por el mismo ser humano.

El desenfreno, el vicio y la demagogia —en el sentido que le atribuyen los griegos a este término— sociales, no son otra cosa que la tiranía del pueblo. Bolivia está muy cerca de ello.

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