Primera parte
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Silvya De Alarcón
22/09/2016 - 09:39

El nombre de la Naturaleza

Nombrar el mundo nunca es un acto inocente. Se nombra el mundo desde intencionalidades específicas no solo de conceptualización sino de transformación. Como señala Althuser, en filosofía, la disputa es por una palabra, por un concepto, porque cada palabra encierra una visión del mundo.

El artículo desarrolla un análisis acerca del concepto de naturaleza y las maneras de nominarla desde el marxismo y el indianismo, en el marco del proceso de cambio que hoy vive Bolivia. 

Introducción  

Hace casi dos siglos, allá por 1821, en su famosa obra Filosofía del Derecho, G.W.F. Hegel señalaba:  

La persona, para existir como Idea, debe darse una esfera externa de libertad. Puesto que la persona, en esta primera determinación aún del todo abstracta, es la voluntad infinita que es en sí y por sí, lo que puede constituir la esfera de su libertad es una cosa distinta de ella; del mismo modo que determina lo inmediatamente diferente y separable de sí. (Hegel, 1995: 69, § 41)   

En un período marcado por el ascenso y fortalecimiento del capitalismo, Hegel ponía la piedra angular que determina hasta hoy gran parte de las representaciones que tenemos sobre el mundo: el individuo como sujeto. El punto de partida es precisamente la transformación del individuo en sujeto, esto es, la transformación del ser humano concreto en voluntad racional infinita: voluntad, porque el quiero, que es lo que distingue a la voluntad, marca el tránsito a la acción, a la apropiación inmediata del mundo; racional, porque con esa acción los seres humanos no obedecemos sino a nuestra propia naturaleza, a lo que somos; infinita porque, como especie, nuestra acción de apropiación –y transformación– del mundo no tiene límites.    

La capacidad de pensar, el raciocinio, nos convierte en la especie que se erige altanera por encima de las demás y que reclama para sí el derecho de apropiarse de lo que no es ella. Dice Hegel: ―lo que puede constituir la esfera de su libertad es una cosa distinta de ella‖. Distinta porque el animal o la planta no son la cúspide de la evolución de la materia, porque siendo materia racionalmente organizada no pueden con todo pensar, por tanto no pueden ser voluntad y menos libre.   

Nace con ello una visión en que el ser humano –aunque aquí sí cabe decir, específicamente, el hombre– se convierte en el centro del mundo. Voluntad infinita que puede apropiarse de cuanto existe:   

La persona tiene, para su fin esencial, el derecho de poner su voluntad en cada cosa, la que, en consecuencia, es mía; no teniendo aquélla en sí misma un fin semejante, retiene su determinación y anima mi voluntad; el absoluto derecho de apropiación del hombre sobre todas las cosas. (Hegel, 1995: 71, § 44)   

Para Hegel, ser libre es entonces la posibilidad de depositar la voluntad propia en aquello que, estando fuera del sujeto, carece de voluntad. Precisamente, el que la naturaleza circundante carezca de voluntad, ―anima mi voluntad‖. Es esta concepción de la naturaleza como algo inerte, como ―cosa‖, la que invita al hombre a apropiarse de ella: ―absoluto derecho‖ que emerge de la condición pensante, de la autoconciencia que convierte al hombre en un Yo dominante frente a la ―cosa‖ (Hegel, 1987).   

Lo inmediatamente diferente del Espíritu libre es, para sí y en sí, lo exterior, en general, una cosa, un algo de no libre, no personal, no jurídico. Cosa, como la palabra "objetivo", tiene significados opuestos; así, si se dice: ésta es la cosa, se trata de la cosa, no de la persona, y su significado es sustancial; en cambio, frente a la persona (esto es, no al sujeto particular), la cosa es lo opuesto a lo sustancial, lo simplemente exterior, según su determinación. Lo que es exterior al Espíritu libre —el cual debe ser bien distinto de la simple conciencia—, es en sí y por sí. Por lo tanto, la determinación conceptual de la naturaleza es la siguiente: Ser lo exterior en sí mismo. (Hegel, 1995: 69, § 42)  

Si la cosa, frente a la persona, es lo opuesto a lo sustancial, queda claro que puede recibir su determinación únicamente de esa persona. La persona es quien determina qué es algo (eventualmente, también por qué es eso y no otra cosa). Un ejemplo concreto es lo que uno/a puede hacer con un terreno: el terreno no se determina a sí mismo, no decide si quiere ser esto o lo otro; sólo la voluntad de su propietario/a puede convertirlo en un jardín de niños, un espacio de labranza o el espacio de la construcción de un hogar. Su propietario – voluntad infinita– hace que ese terreno sea algo definido, lo subjetivo determina entonces lo objetivo, de manera que el hombre se objetiva –deposita su voluntad, su capacidad creadora, su acción transformadora– en una cosa que pasa a ser algo en virtud de esa voluntad.   

La condición necesaria para que el sujeto despliegue su voluntad como acto de libertad es que el terreno en cuestión sea su propiedad. El mundo se convierte entonces en un campo infinito de posibilidades de objetivación pero, a la par, de un bien en disputa porque no es sino materia inerte que las voluntades subjetivas concretas (los seres humanos) buscan apropiar ferozmente para poder seguir siendo voluntades. Sólo sobre lo que es mío puedo yo ejercer mi voluntad, de manera que ser libre es sinónimo de ser propietario/a: "En relación a las cosas externas, lo racional es que yo poseo propiedad" (Hegel, 1995: 74, § 49).  

No es difícil comprender que en la compleja y abstracta formulación de Hegel que hasta aquí se ha reseñado muy sintéticamente se concentra la concepción básica del capitalismo acerca de la naturaleza. Pero si eso es evidente, lo que se precisa es desglosar sus implicaciones.  

La naturaleza circundante al ser humano es un principio pasivo. Lo único que tiene vida, propiamente hablando, es el ser humano, puesto que piensa y actúa; él es, por tanto, el principio activo. Por oposición, la naturaleza es el principio pasivo, a la espera de recibir su determinación (lo que hace que sea algo) únicamente del ser humano. Literalmente es cosa, sujeta al despliegue de la voluntad humana, al servicio de ella. Es importante comprender sin embargo que esta relación de subordinación no se limita a cuanto rodea a los seres humanos, se extiende al contrario a la propia corporeidad humana:   

El principio por el cual, como persona soy, también, inmediatamente individuo, significa, en su determinación ulterior, ante todo que: Yo soy viviente en este cuerpo orgánico, que mi existencia es universal por el contenido, indivisa, externa, así como la posibilidad real de toda otra existencia determinada.  Pero, como persona, Yo tengo, al mismo tiempo, mi vida y mi cuerpo como cosas solamente en cuanto es mi voluntad.  … Yo tengo estos miembros y mi vida sólo en cuanto quiero; no el animal, sino el hombre, puede también mutilarse y matarse. (Hegel, 1995: 73, § 47)  

Es decir, cuando se habla de la voluntad humana no nos estamos refiriendo únicamente a aquella voluntad que parte de la cosificación del mundo para desplegarse infinitamente sobre él, sino de la que es capaz de concebir su propia existencia material como cosa. El cuerpo –nuestro vínculo indisoluble con la naturaleza– es igualmente el blanco de la violencia de esa voluntad infinita. El cuerpo no es nunca idéntico a sí mismo, sino el resultado de las construcciones sociales que lo determinan, casi se podría decir que la vida contemporánea tiene entre sus metas borrar hasta donde sea posible la huella de la naturaleza en nuestro cuerpo y eso va desde la eliminación de los olores hasta la impronta de los modales, desde la domesticación del cuerpo en las fábricas hasta las cirugías plásticas, desde la asepsia hasta el cuidado del lenguaje. El despliegue de esa voluntad infinita desata el extrañamiento de lo que es más nuestro, el cuerpo, y nos relaciona con él como un eterno otro, no significante, dócil, civilizado,… siempre y únicamente res extensa.  

La naturaleza es un otro absoluto con respecto al ser humano. En el marco del capitalismo, esa escisión es absoluta. Los seres humanos deben mirar sin ver, escuchar sin oír, tocar sin sentir. Es la condición del despliegue de la voluntad infinita como razón instrumental, como hambre y depredación que devoran el mundo. Así se crea un círculo perverso: en su alejamiento de la naturaleza, el ser humano se produce a sí mismo de manera menos natural –¿anti natural?–, lo que a su vez lo aleja aún más de ella. En una modernidad desacralizada, sin dioses que escuchen, la razón dominante silencia la naturaleza provocando en el mismo movimiento el olvido del sí mismo, del origen y por ello mismo del sentido. De ahí que si la naturaleza no es más un significante, el ser humano tampoco lo es. El olvido de ella es el olvido de sí. El silenciamiento de ella es el silenciamiento de la propia voz. Y el silencio es la condición de la violencia. 

(Fin de la primera parte)

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