Dársena de papel
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Oscar Díaz Arnau
04/09/2014 - 09:36

Saber

De los que no saben, uno tiene el serio problema de que vive engañado porque cree saber; es el necio. Él, no por culpa suya sino por necedad, lo poco que sabe rápidamente lo desperdicia por ser como es (somos como somos). Aunque se esfuerce en convencernos con (típicas) afectaciones no sabe, el necio, la clave del que sabe.

El que más sabe, sabe que sabe poco o nada. Esto, por supuesto, no es nada nuevo.

A medida que pasan los años, naturalmente acumulamos información. Pero el que más sabe, sabe que nunca es suficiente. Que la cuantía no importa tanto; al contrario, el tiempo le enseña a ser prudente porque el que sabe no ostenta, ahorra sabiduría.

La ostentación está reñida con la sabiduría. Parte del saber consiste en saber callar y saber escuchar: escuchando se aprende más que hablando, lo mismo que leyendo uno se cultiva más que escribiendo. Esto, lo sabemos, no es nada nuevo.

De los que no saben, uno tiene el serio problema de que vive engañado porque cree saber; es el necio. Él, no por culpa suya sino por necedad, lo poco que sabe rápidamente lo desperdicia por ser como es (somos como somos). Aunque se esfuerce en convencernos con (típicas) afectaciones no sabe, el necio, la clave del que sabe.

La clave del que sabe parece estar en la toma de conciencia de que su sabiduría sería directamente proporcional al paso del tiempo: mientras más años tiene, más comprendería que lo que sabe no alcanza, de que sabe poco. O nada; decía Sócrates: “solo sé que no sé nada”. Por esto mismo, nada de todo esto es nuevo.

Saber, conocer, aprender, comprender… Se puede conocer mucho y saber poco o nada. Se puede conocer y saber mucho —mucho que al final es nada porque, volviendo al principio, el que más sabe, sabe que sabe poco. O directamente nada.

¿Cuál es el truco del que sabe? Aprende a transformar el conocimiento en saber.

Acumular información sin formarse una opinión resulta escaso, superficial. Quien se informa pero no procesa la novedad con razonamiento, quien no genera análisis o no enriquece —o cualifica— aquella información primigenia, no debería llegar a saber. A lo sumo, tendría que conocer. Y estarse cómodamente en la mediocridad.

Incomoda salir del reposo de la flojera (somos lo que somos: escasos y, encima, perezosos). La archiconocida figura de la pequeñez del hombre frente a la grandeza del universo sirve también para ilustrar lo poco que sabemos, lo que alcanzamos a asir de todo lo inalcanzable que nos rodea. Somos, nomás, tan poco como lo que sabemos.

Leo actualmente una novela de no importa quién y el autor me convida esta frase: “solo alcanzas la madurez cuando has dejado de tener padres”. Pienso en la soledad insalvable del que pierde lo que no se debería perder nunca. “Una de las pocas cosas que he aprendido en la vida: evita a las mujeres solas que tienen gatos”, dice el escritor. Y yo pienso que debió aprenderlo de algún lado, quizá conocerlo, comprenderlo; con suerte, saberlo. El tiempo —la vida— debería enseñar a comprender que lo que se sabe, cuando se sabe, no alcanza. Que ahorrar en sabiduría, economizando en vanidad, tiene su recompensa.

Pero el necio no aprende fácilmente. Lo poco que sabe, lo pierde sin mucho esfuerzo. De prudencia, por ejemplo, sabe nada; con suerte, poco. Al final, somos como somos.

Nada nuevo bajo el sol.

De mediocres estamos hasta el cuello; hay casi tantos como pretensiosos. En las esquinas, en los ascensores, en las oficinas, en los hospitales, en los shoppings, en las plazas de estilo colonial. Es, parece, una cuestión cultural. Nos encanta condimentar nuestras ordinarias exigüidades con la llajua de la pereza.

Usted que lee esto probablemente haya notado que lo que sabe no le alcanza, que sabe, sí, pero poco. En realidad, siendo sinceros, nos falta mucho —o todo— para saber.

Nada de todo esto es nuevo, ¿o sí? A veces no nos damos cuenta de todo esto y todo esto, faltos de humidad, nos tiene sin cuidado.

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