Mundo Cristiano
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José Luis Olaizola
09/09/2016 - 16:48

Una bicicleta vieja

A mí, el mundo de la bicicleta me atrae bastante, pero solo desde un punto de vista sociológico. En cambio, el mundo de los profesionales de la bici, me refiero los que corren el Tour de Francia y pruebas semejantes, me preocupa bastante: no sé hasta qué punto es razonable que para ganarse la vida haya que hacer ese esfuerzo tremendo de subir el Tourmalet, echando el bofe, y a veces hasta jugándose la vida en los descensos, viéndose obligados a drogarse, que comprendo que esté mal, pero a los pobres en ocasiones no les queda otro remedio.

A mí, el mundo de la bicicleta me atrae bastante, pero solo desde un punto de vista sociológico. En cambio, el mundo de los profesionales de la bici, me refiero los que corren el Tour de Francia y pruebas semejantes, me preocupa bastante: no sé hasta qué punto es razonable que para ganarse la vida haya que hacer ese esfuerzo tremendo de subir el Tourmalet, echando el bofe, y a veces hasta jugándose la vida en los descensos, viéndose obligados a drogarse, que comprendo que esté mal, pero a los pobres en ocasiones no les queda otro remedio. Además, me da la impresión de que cada año endurecen más los recorridos para que los ciclistas sufran más. Parece que la gracia de estas pruebas es que los participantes sufran lo más posible. No me parece muy cristiano.

A mí me atrae mucho la bicicleta como elemento lúdico y de transporte, y en este aspecto la evolución del medio ha sido muy notable. Los que hemos nacido en el siglo pasado, más bien a sus comienzos, teníamos un sueño casi siempre inalcanzable: tener una bicicleta. Es de imaginar que después de una guerra como la que padecimos en los años treinta, el país no estaba para fabricar bicicletas: había otras prioridades. Pero hacia los años cuarenta una fábrica, "Orbea", comenzó a fabricarlas. Y, por fin, a los catorce años, mi padre me compró mi primera bicicleta. El sueño se había hecho realidad. Eran bicicletas que había que cuidarlas mucho porque enseguida se hacían viejas. El material del que estaban construidas era muy deficiente, como todo lo de la posguerra, sin cromados, y enseguida se ponían roñosas. Por supuesto, no tenían cambios de marchas y a nada que te descuidaras perdías un pedal.

Ahora mis nietos, desde casi antes de nacer, disponen de una bicicleta, acaban teniendo varias a los pocos años, y los hay -no digo mis nietos- que las tienen fabricadas con materiales espaciales que cuestan varios miles de euros. Las vueltas que da la vida.

Miguel Delibes, con el que mantuve una relación episódica, en su libro Mi vida al aire libre dedica un capítulo a "Mi, querida bicicleta", prueba de la importancia que tenían en nuestras vidas. En su caso con más motivo, porque cuando se enamoró veraneaba en Santander y su novia, la inolvidable Ángeles, en Sedano a cien kilómetros de distancia. Y todos los fines de semana se hacía el recorrido de ida y vuelta. ¿Cabe mayor prueba de amor?

Esta digresión viene a cuento de una noticia que me resulta alentadora. Una bicicleta vieja se convierte en un trasto inservible para los que tienen de todo. Hasta que alguien ha decidido recuperar su utilidad. La noticia cuenta que hay una organización denominada "Angels by bike", compuesta por voluntarios que se dedican a arreglar bicicletas viejas para ponerlas a disposición de personas necesitadas, que no tienen dinero para otro medio de transporte a fin de poder ir a su trabajo.

La noticia se complementa con otra en la misma línea. En Tailandia, Rasami Krisanimis, la budista que colabora con nosotros en Somos Uno, con lo que obtiene de la venta de mis libros traducidos al tailandés, se dedica a comprar bicicletas de segunda mano, es decir, viejas, a fin de que nuestras becarias puedan ir al colegio si se encuentra distante de su casa.

A mí me parece maravilloso que una bicicleta vieja se pueda convertir en una muestra de solidaridad con el prójimo necesitado.

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